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Hemeroteca Diagonal
Movimiento vecinal: del barro al barrio
En 1968 y 1969 nacieron las primeras asociaciones vecinales de Barcelona, Zaragoza y Madrid. Un poco antes lo hacían en Euskadi. 40 años después, el movimiento vecinal vive su renovación, afrontando los retos de nuestros días.
Huellas. Aunque no reparemos en ellas, están por todas partes. Un parque, una parada de metro o bus, un hospital. Una colonia de viviendas de protección oficial, un ambulatorio, una calle peatonal, una biblioteca pública, son huellas. Trazos de una historia de luchas pequeñas que han convertido a nuestros pueblos y ciudades en espacios más habitables, más humanos. Marcas de un movimiento, el de las asociaciones vecinales (AA VV), que no sólo ha sido clave en la conquista de elementos materiales, un hecho que ha modificado definitivamente nuestro paisaje urbano, sino que aparece como imprescindible en el combate por la democracia, las libertades y los derechos sociales. Y, a pesar de esta contribución innegable, a diferencia de las asociaciones de consumidores, cuyo papel recoge la propia Constitución Española, las entidades vecinales nunca han tenido, por parte de los poderes, un reconocimiento similar.
Entre 1968 y 1969, un grupo de personas del barrio de Puerto Chico, en el distrito madrileño de Latina, y otro del vallecano de Palomeras Bajas, aprovechando los resquicios que dejaba la recientemente aprobada Ley de Asociaciones, crean las primeras asociaciones vecinales de la Comunidad de Madrid. Era la expresión organizada de un movimiento difuso que hunde sus raíces en el barro de los poblados de chabolas autoconstruidos al calor del éxodo rural de los años ‘50. Otro tanto sucede en Barcelona, que en la misma época ve nacer la Asociación de Vecinos de Sant Antoni (Eixample), y en Zaragoza, donde toma forma la pionera asociación del Picarral. La entidad vecinal más antigua del Estado, la Asociación de Familias de Rekaldeberri, ya llevaba dos años de andadura en Bilbao, y pronto su ejemplo se extendería no sólo a toda Euskadi sino a las principales urbes de la península, convirtiéndose en un activo esencial en la lucha contra el Franquismo. Precisamente el marco político en el que nace y su adhesión generalizada a las posiciones de la izquierda hacen que este movimiento sea un fenómeno único en Europa.
La caída de la dictadura y la constitución de los primeros ayuntamientos democráticos provocó el desinfle de muchas asociaciones vecinales, que vieron cómo sus cuadros dejaban el barrio para asumir cargos políticos, de la mano de partidos socialistas y comunistas, principalmente. A pesar del bache, el movimiento, reclamando una y otra vez su autonomía, siguió su curso, haciendo los barrios, los nuevos y los viejos, más humanos, con dos herramientas principales: la reivindicación en la calle y la negociación.
Hoy en día, los retos son muchos y nada fáciles. Muchas asociaciones vecinales acusan la falta de renovación de sus cuadros y en otras los líderes barriales permanecen anclados en la nostalgia del pasado, una nostalgia que produce inacción. También se dan aquellas que se han centrado tanto en trabajar con las instituciones que han desatendido el territorio del que nacen. Pero el movimiento, como demuestra la actividad incisiva de las federaciones de Madrid, Barcelona, Zaragoza, Euskadi, Cantabria, Andalucía, Vigo, Valladolid o Salamanca, sigue muy vivo. Los jóvenes toman el relevo en muchas de las asociaciones vecinales históricas y surgen nuevos colectivos, sobre todo en pueblos y en los desarrollos urbanísticos recientes. En muchos lugares, la relación con otros movimientos sociales como el ecologista, el feminista o el de las okupaciones, es rica e intensa. Y embestidas como la privatización de los servicios públicos están siendo un fuerte acicate para que muchas de aquellas asociaciones que parecían dormidas despierten.