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Hemeroteca Diagonal
Osetia, entre dos juegos coloniales
Para explicar las tensiones que se han desarrollado en el Cáucaso occidental en las últimas semanas hay que invocar dos grandes datos. El primero remite a un problema nacional que afecta ante todo a las dos Osetias, aun cuando alcance también a la vecina Abjazia. Quedémonos con la idea matriz de que el territorio propio de una única comunidad nacional se encuentra dividido entre dos Estados: mientras Osetia del Norte está radicada en Rusia, Osetia del Sur se halla en Georgia.
La circunstancia que nos interesa es en buena medida el producto de las políticas de ingeniería étnica desplegadas tanto al amparo del imperio zarista como en la etapa soviética. Hoy se traducen en un hecho principal: la mayoría de la población de Osetia del Sur rechaza vivamente su inserción en el Estado georgiano. Es verdad, eso sí, que para explicar esta última opción hay que invocar también hechos que nos emplazan ante acontecimientos más cercanos, y entre ellos las políticas nacionales, no precisamente concesivas, abrazadas en diferentes momentos por los gobernantes georgianos desde 1991 y la naturaleza del propio movimiento nacionalista surosetio, a menudo entregado a la represión de las poblaciones georgianas residentes en el país. Por detrás del conflicto que nos ocupa, y como en tantos lugares, despunta un proyecto de autodeterminación —en su caso de secesión— que invita a dar réplica a la condición artificial de muchos de los Estados hoy existentes.
El segundo dato relevante nos habla de una confrontación que protagonizan dos potencias, Estados Unidos y Rusia, que se disputan una región de singular relieve como es el Cáucaso. No se olvide que ésta se encuentra ubicada en un espacio que, importante en términos estratégicos, es, por añadidura, lugar de paso casi obligado para las materias primas energéticas extraídas en la cuenca del mar Caspio. Desde hace años Estados Unidos ha intentado mejorar su posición en el Cáucaso, de la mano ante todo del franco apoyo que ha proporcionado, en todos los órdenes, a la Georgia del presidente Saakashvili. Elemento central de la estrategia de Washington ha sido el designio de disputar a Rusia el negocio del transporte del petróleo y del gas natural antes invocados, con una meta mucho más ambiciosa en la trastienda: la de arrinconar en lo posible a Moscú, en parte para evitar el renacimiento de una gran potencia en el oriente europeo y en parte para restaurar el vigor de una colisión que le dé alas a los intereses de los halcones neoconservadores y al complejo industrial-militar estadounidense.
Del lado de Rusia lo que se hace valer es un firme propósito de ratificar una zona de influencia en el Cáucaso que debe saldarse, claro, en restricciones significativas en la soberanía de los Estados de la región. En tal sentido, y a manera de réplica a la política norteamericana, Moscú ha procurado acosar a la Georgia de Saakashvili tanto a través de amenazas de corte de los suministros energéticos como por medio de un franco apoyo a los movimientos secesionistas surosetio y abjazio. Probablemente no es preciso agregar, por lo demás, que en esta trifulca tanto EE UU como Rusia han defendido la integridad territorial de los Estados y el derecho de secesión conforme a sus intereses en cada momento y situación.
En semejante escenario convengamos en que son pocos los motivos para salir en defensa de ninguno de los contendientes, y ello por mucho que sea verdad que la política rusa exhibe innegables elementos de respuesta a una agresividad, la norteamericana, que se convierte así en explicación mayor de la dureza de la respuesta de Moscú. Y es que aunque el comportamiento neocolonial del Kremlin merece un inequívoco repudio, no puede olvidarse –como es tan común en los medios de comunicación occidentales– la condición de la impresentable presión norteamericana. Al respecto lo suyo es subrayar, en singular, cómo el general apoyo con que la Rusia de Putin, infelizmente, respaldó la interesada cruzada que acometió el presidente norteamericano Bush tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 no ha recibido en los últimos años sino desplantes del lado de la Casa Blanca. Ahí están, para demostrarlo, el designio de sacar adelante un escudo antimisiles que obedece al evidente objetivo de reducir la capacidad disuasoria del arsenal nuclear ruso, el apoyo de Washington a una nueva ampliación de la OTAN que en este caso ha beneficiado a tres repúblicas ex soviéticas –las tres del Báltico–, el firme propósito norteamericano de preservar las bases creadas en 2001 en el Cáucaso y el Asia central, el apoyo dispensado por Bush hijo a las llamadas revoluciones de colores y, en fin, un consistente esfuerzo estadounidense encaminado a marginar a Rusia del concierto comercial internacional.