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Hemeroteca Diagonal
Repercusiones económicas y ecólogicas del encarcelamiento masivo
El populismo punitivo no solo es injusto y contrario a los valores democráticos, también detrae recursos públicos de donde serían más útiles para el bien común.
Es bastante habitual en estos días encontrar declaraciones acerca del populismo, si bien nunca queda claro a qué se refieren con este término. Una peyorativa definición de populismo señala que son populistas aquellas políticas que prometen solucionar problemas complejos con recetas simplistas y poco meditadas. De acuerdo con esta definición, hay un ámbito en donde, sin duda, lleva décadas triunfando el populismo: me refiero al ámbito de la política criminal y la reforma penal. Las cerca de 30 reformas que ha sufrido el Código Penal desde 1995 han ido siempre en la línea del endurecimiento de las penas de prisión, tratando de atajar múltiples problemas sociales como la pobreza, la inmigración, la drogadicción o la enfermedad mental, con una sola respuesta: cárcel, cárcel y más cárcel. Se le ha llamado a este fenómeno populismo punitivo, la utilización desmedida del derecho penal como “receta mágica” para solucionarlo todo, y se puede decir sin género de dudas que los dos partidos políticos gobernantes lo han practicado sin mesura, hasta convertirnos en uno de los países europeos con mayores tasas de encarcelamiento, pese a tener uno de los menores índices de criminalidad.
Hemos pasado de 41.900 personas en prisión en 1997 a 68.600 en 2012, o lo que es lo mismo, de una ratio de 106 a 146 presos por cada 100.000 habitantes (Noruega tiene una ratio de 65, Francia de 91, Italia de 97). Encarcelar a 26.700 personas más en 15 años no se ha debido a un aumento de la criminalidad, ha sido una opción política bipartidista de consecuencias terribles. Las consecuencias más severas las han sufrido las propias personas encarceladas y sus familias pues, pese a que el ideal constitucional reclama que las penas de prisión se orienten hacia la rehabilitación, lo cierto es que constituyen, principalmente, una imposición legal de privaciones y dolor por parte del Estado, con graves perjuicios sobre la salud física y psicológica de las personas.
Esta imposición organizada de sufrimiento sería democráticamente cuestionable, pero quizás aceptable, si contribuyera a alcanzar otros fines sociales dignos de protección. Sin embargo, es más que evidente que ni siquiera eso ocurre. Con la política de encarcelamiento masivo también pierde la ciudadanía, pues no se reduce la reincidencia ni se protege y repara a las víctimas. Si queremos vivir en una sociedad más pacífica, con menos delitos y con menos sufrimiento, debemos abandonar la idea de que la prisión lo soluciona todo y darnos cuenta, más bien, de que no soluciona nada y que hay respuestas mejores para esos problemas. Además debemos darnos cuenta de que, aunque nunca hayamos sufrido ni cometido un delito, el populismo punitivo nos perjudica directamente, pues también aumenta los recortes en políticas sociales y menoscaba las bases ecológicas de nuestra existencia.
Se dedica la misma cantidad de dinero a prisiones, sin contar el gasto de construcción, que a DependenciaAnalizar las implicaciones ambientales y presupuestarias del populismo punitivo no supone menospreciar los dramas humanos que se encuentran detrás de cada persona entre rejas, sino que pretende abrir el debate sobre las consecuencias del encarcelamiento masivo a otros ámbitos, no estrictamente jurídicos, como los estudios del decrecimiento y la transición socioecológica o las indagaciones sobre la reconfiguración del Estado del Bienestar. También desde el punto de vista ecológico y económico, la política penal de la democracia ha sido un desastre insostenible.
Prisiones infinitas en un mundo finito
El presupuesto de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias de 2014 ascendió a 1.122 millones de euros. Dicho presupuesto es 83 veces superior al del Plan Nacional sobre Drogas y el doble del que recibió el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Empleamos aproximadamente el mismo dinero en prisiones que en Dependencia y 300 millones más que en política de vivienda. Un preso en España cuesta unos 23.725 euros al año mientras que la beca estudiantil media es de 2.500 euros por curso y el gasto en Educación Primaria es de 6.400 euros por alumno. Es decir, por cada persona en prisión podríamos tener casi a 10 personas estudiando con beca o cubriríamos el gasto de casi 4 alumnos de primaria. Pero es que, además, en el presupuesto de la Secretaría General de II. PP. no se incluye el gasto en construcción de infraestructuras penitenciarias.Si analizamos el periodo de 1997 a 2012, la construcción de prisiones en España ha seguido el vertiginoso ritmo de la burbuja inmobiliaria y se han edificado 60 inmuebles destinados a la reclusión de ciudadanos y ciudadanas. La promoción de estas obras recae en la Sociedad de Infraestructuras y Equipamientos Penitenciarios (SIEP), una empresa pública que subcontrata la ejecución a las “grandes” de sector de la construcción (ACS, OHL, FCC, Sacyr...), que acostumbran a obtener gran parte de sus beneficios del presupuesto público en infraestructuras. Dada la tradicional falta de transparencia de nuestra Administración resulta difícil hacer un cálculo del dinero que se ha empleado en construir prisiones en los últimos años.
Centrándonos en las infraestructuras más costosas económica y ecológicamente, los llamados centros tipo (macrocárceles con capacidad para más de 2000 internos), podemos certificar un coste total de 1.575 millones de euros de dinero público que ha sido invertido en la construcción de 20 centros tipo en 15 años. Algunos de estos Centro Tipo, como el de Archidona o Ceuta, permanecen cerrados pues no hay dinero para su apertura, recordando nuestra triste “tradición” de infraestructuras infrautilizadas como el Aeropuerto de Castellón. Si añadimos el coste de construcción de las prisiones al coste de mantenimiento de un preso en prisión, nos vamos acercando al coste del sistema penitenciario en su conjunto. Pero aún estamos lejos del coste real. Para ello deberíamos prestar atención a un coste que no suele tenerse en cuenta, y es el coste medioambiental.
Las macro-cárceles son ecológicamente insostenibles no sólo porque suponen una infraestructura onerosa y sin beneficio social claro, sino también porque están situadas cada vez más lejos de las ciudades, incrementándose exponencialmente el coste energético por el transporte de personas y suministros. Algunos de los últimos Centros Tipo, como Castellón II, Sevilla II o Madrid VII, están a más de 60 kms del centro urbano más cercano, con lo que los traslados de funcionarios, presos y avituallamiento multiplican su huella ecológica, sin que este gasto en combustible y contaminación sea cuantificado en ninguna parte. Una persona que recorre 120 km en coche produce unos 19.200 gramos de C02 y es obvio que en prisiones donde trabajan más de 500 personas y hay una ocupación media de 1.500 internos, se producen varios cientos de desplazamientos al día. El coste, en este caso, es aún más difícil de calcular pero vuelve ser medioambientalmente inasumible.
Cuando, a lo largo de estos 15 años, crecía el número de personas encarceladas a un ritmo de más de 1.500 al año, no nos preguntábamos como sociedad si este crecimiento era social, económica y ecológicamente sostenible. La vorágine constructora de la época dorada del ladrillo acompañaba y era más fácil edificar prisiones que hacernos preguntas como: ¿faltan prisiones o más bien sobran presos y presas? ¿para qué sirve una prisión? ¿es necesario y razonable encarcelar a cada vez más ciudadanas y ciudadanos? ¿es sostenible esta manera de organizar nuestra sociedad? Quizás ha llegado el momento de intentar contestar estas preguntas.
Decrecer en represión: propuestas de moderación penal para el siglo XXI
Vivimos una época de crisis multidimensional (económica, ecológica, política, ética, de cuidados...), pero también es un momento de gran creatividad colectiva. Del mismo modo que nos atrevemos a plantear nuevas formas de hacer política, de consumir o de valorar las tareas reproductivas, podemos atrevernos a diseñar otras maneras de resolver esos conflictos que denominamos “delitos”. Las asociaciones y los movimientos sociales (de drogodependencias, de intervención contra la exclusión social, de familiares de personas presas, de lucha contra la represión...), apoyados por expertas de los ámbitos jurídicos y criminológicos, llevan años insistiendo en que otro derecho penal es posible. Para comenzar a delinear un sistema de actuación frente a los conflictos penales que sea acorde con la dignidad humana y con los límites del planeta, propongo partir de estos tres ejes:1. Relocalizar la Justicia. Estamos relocalizando la producción de alimentos y de energía, estamos potenciando lo local, pues sabemos que el desarrollo a escala humana es más eficiente y nos hace más felices. Ha llegado la hora también de resolver gran parte de nuestros conflictos a nivel local y comunitario. Países como Noruega o Reino Unido han establecido centros de mediación comunitaria y programas de rehabilitación en la comunidad, que han demostrado ser más eficaces en evitar la reincidencia y sobre todo en empoderar a la propia ciudadanía. Por el contrario, un sistema como el actual, centralizado y que desarraiga a las personas de su lugar de residencia, no sólo es caro e ineficaz, sino también incapaz de fomentar unas comunidades responsables y que cuiden de sus miembros más vulnerables.
2. Reinvertir en la comunidad. Cada euro que gastamos en encarcelar a alguien es un euro que dejamos de invertir en solucionar las carencias que le llevaron a delinquir. Podemos revertir esta dinámica haciendo lo contrario: cada euro que ahorremos en represión, lo emplearemos en prevención y atención a la drogodependencias, en cuidado de las personas con enfermedad mental, en integración laboral, en política de vivienda, o en educación en el respeto al “otro” y en la igualdad de género. Si hubiéramos mantenido la misma tasa de encarcelamiento que en 1995, hoy tendríamos unos 500 millones de euros anuales más que invertir en aquello que sabemos que verdaderamente reduce el crimen: acabar con la desigualdad y la exclusión social.
3. Adoptar el paradigma de la Justicia Restaurativa. Todos estos cambios suponen, en definitiva, transformar la manera en la que afrontamos el problema de la delincuencia. En vez de preguntarnos cómo castigar al infractor, debemos preguntarnos cómo arreglar el daño causado y cómo evitar que se repita. El paradigma de la Justicia Restaurativa, que está reconocido por la ONU y la Unión Europea, supone colocar las necesidades de las víctimas en primer lugar, y en facilitar que las personas infractoras se responsabilicen de sus propios actos, al tiempo que la sociedad también se preocupa de eliminar las carencias que le llevaron a delinquir. Las múltiples experiencias de mediación penal, que llevan años teniendo éxito en todo el Estado, demuestran que es posible conseguir un sistema de justicia humano y centrado en las necesidades de las personas.
Ahora se trata de articular estas y otras piezas para construir otro modelo de Justicia para otro modelo de sociedad.
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