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Hemeroteca Diagonal
Antídotos contra el antiamericanismo
La diplomacia estadounidense trató de contrarrestar su alianza con el Franquismo.
La firma en 1953 del Pacto de Madrid permitió el establecimiento de bases militares estadounidenses en España. Desde entonces, y hasta 1975, la superpotencia intentó mantener buenas relaciones con Franco, un fiel aliado anticomunista en el marco de la Guerra Fría. De este modo, el Departamento de Estado pretendía salvaguardar sus privilegios militares en el importante enclave geoestratégico de la península ibérica. Un objetivo que, según señalaba el Consejo de Seguridad Nacional en 1960, no se vería “amenazado mientras que Franco permaneciese en el poder”. Pero, ¿qué ocurriría cuando el septuagenario dictador desapareciese de escena?
A principios de los años 60 los estrategas estadounidenses confiaban en que cuando llegase ese momento tendría lugar un cambio de régimen ordenado y favorable a las prioridades defensivas de Washington. Pero conforme avanzó la década comenzaron a aparecer en el horizonte algunas señales preocupantes. El aumento del descontento y la incapacidad del Franquismo para adaptarse a las transformaciones socioeconómicas que estaba experimentando el país auguraban un porvenir incierto. Consecuentemente los diplomáticos estadounidenses comenzaron a temer la posibilidad de que, tras la muerte del Caudillo, España se viese sumergida en un peligroso periodo de “inestabilidad política y conflicto”, el cual podía ser aprovechado por unos comunistas siempre dispuestos a “sembrar y recoger la cosecha”. En esta línea, diversos informes oficiales consideraban que la muerte de Franco podía ser seguida por una “transición precipitada” que, si se orientaba “hacia la izquierda”, comprometería el futuro acceso a las bases militares en España.
Para evitar esta situación, el Gobierno norteamericano puso en marcha diversos programas culturales y educativos destinados a “ganar las mentes y los corazones” de los líderes estudiantiles españoles. Se trataba de proyectar una influencia que fomentase entre éstos actitudes favorables hacia los “valores políticos, culturales, económicos, sociales y morales de EE UU”. Dentro del Departamento de Estado, los defensores de la diplomacia cultural pensaban que la preparación del terreno para un cambio de régimen moderado requería del despliegue de un poder blando, basado en la habilidad para seducir sutilmente a sectores importantes de la opinión pública española, como los estudiantes universitarios.
Cultura ‘made in USA’
En esta dirección, desde 1964 la Embajada estadounidense organizó en colegios mayores y universidades varios ciclos de conferencias –en los que participaron conocidos intelectuales y profesores como Julián Marías, José Luis Sampedro, José Luis López-Aranguren, Xavier Zubiri, etc.– sobre diferentes aspectos de la sociedad de EE UU. En estos años los campus españoles también acogieron la realización de varias Semanas Americanas dedicadas a la promoción de diversas manifestaciones culturales made in USA. Por su parte, los centros binacionales incrementaron su programación juvenil basada en exposiciones, proyecciones cinematográficas, certámenes de folk y jazz y representaciones teatrales de autores de aquel país. A través de estos canales de seducción cultural la diplomacia estadounidense pretendía diluir el desagradable rostro americano proyectado por la relación con Franco y la política exterior de la Casa Blanca en el sudeste asiático y América Latina.No obstante, el arma cultural más importante del soft power norteamericano en la España de los años 60 y 70 fueron los programas de intercambio educativo. Programas como el Fulbright, el Foreign Student o el International Visitors Program fueron financiados por el Gobierno estadounidense y diseñados para crear entornos políticos favorables para sus intereses en el extranjero. De ahí que los participantes en los mismos –como Gregorio Peces Barba, Carmen Laforet, Manuel Chaves, Cipriá Ciscar, Juan Carlos Azcue, Ramón Torrent o Antón Cañellas– fuesen concebidos como potenciales portavoces del mensaje norteamericano. Dicho de otro modo, a través de los viajes y estancias formativas en EE UU se pretendía que las futuras élites españolas “mirasen hacia Estados Unidos como una guía de conducta” y un modelo a imitar.
Sin embargo, tanto los intercambios como el resto de actividades antes enunciadas tuvieron un efecto modesto. En líneas generales no mejoraron la imagen estadounidense entre los estudiantes españoles. En 1968, la Embajada reconoció que las relaciones con la dictadura franquista y la guerra de Vietnam seguían alimentando un fuerte “sentimiento antiamericano” en las universidades españolas. Lo que indica que los EE UU fueron juzgados más por sus comportamientos que por sus mensajes. Al fin y al cabo, las acciones hablaron más fuerte que las palabras y el soft power americano no pudo contrarrestar los efectos negativos de la alianza con el Franquismo. Descrédito que explica el segundo plano que EE UU adoptó tras la muerte de Franco, dejando a las potencias europeas y a sus partidos socialdemócratas el protagonismo como garantes del statu quo internacional durante la incierta Transición española.