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Este año de 2020 se cumplen treinta del origen del proceso de cambios político-institucionales en la República de Sudáfrica (RSA) que hicieron que el país pasase de ser una república oligárquica de sufragio censitario basado en la discriminación racial a una república democrática plurinacional, todo ello en un proceso de cuatro años lleno de escollos que más de una vez estuvieron a punto de hundirlo. Nos queda en la memoria colectiva la imagen de abril de 1994, de miles de personas negras en todos los colegios electorales haciendo fila para ir a votar por primera vez en su vida, pero hasta llegar a ese momento la transición sudafricana fue un auténtico vía crucis.
En 1989 el gobierno sudafricano era consciente de su derrota política. Ese mismo año, como consecuencia de la derrota militar frente a las tropas cubanas en la batalla de Cuito Cuanavale, en Angola, la RSA dejaba Namibia, antigua colonia alemana ocupada por los sudafricanos desde 1918, en manos de sus habitantes, de mayoría negra, que podían votar por primera vez y lo harían por el SWAPO, el partido-guerrilla de inspiración marxista. El ejército sudafricano, después de quince años de aventuras militares por todo el África austral, volvía a meterse dentro de las límites de su país, donde la situación no era mejor.
Los intentos del presidente Pieter Botha de ampliar la base social del apartheid con una nueva constitución habían quedado revolcados por las movilizaciones populares
El aparato represivo estaba intacto, dado que la capacidad de la guerrilla del MK no era suficiente como para plantear seriamente una derrota militar del régimen. Pero la economía estaba seriamente tocada, tanto por el efecto de las sanciones internacionales como por la constante parálisis de la producción causada por las huelgas y movilizaciones. El desgaste político era feroz. Los intentos del presidente Pieter Botha de ampliar la base social del apartheid con una nueva constitución que integrara a asiáticos y mestizos habían sido neutralizados por las inmensas movilizaciones populares de los años 83-87, y la alianza formada por las fuerzas políticas ANC (el nacionalismo africano) y el SACP (el Partido Comunista) junto a un frente social de masas como el UDF o un sindicalismo movilizador como la COSATU hacían de Sudáfrica un país casi ingobernable. La RSA era también diplomáticamente hablando un apestado internacional, y hasta británicos y norteamericanos empezaban a escaquear en sus siempre discretos apoyos. A punto de ganar la guerra fría a una URSS débil y desorientada, la Sudáfrica blanca ya no era el bastión anticomunista y rico en minerales estratégicos tan imprescindible que había que mantener.
Así las cosas, el cambio era inevitable, y vino propiciado por la casualidad. El presidente Pieter Botha sufría en 1989 algunos episodios de problemas cardiovasculares. Un sector de su partido, el Nacional, aprovechó esta coyuntura para apartarlo del cargo y poner en su lugar a Frederik De Klerk, mucho más abierto a negociar la voladura controlada del apartheid.
La operación, para la oligarquía blanca, estaba clara: salvar el sistema económico y el poder del gran capital a cambio de un nuevo sistema político más integrador que no lo cuestionara. El proceso que se dará a lo largo de cuatro años de negociaciones, con la bendición de las grandes potencias, es el de, de un lado, el bloque de la burguesía blanca, pertrechada en un aparato de estado intacto pero deslegitimado, y del otro, el bloque popular representado por el movimiento de liberación nacional anteriormente mencionado. En medio, jugando a no perder pequeños privilegios que aportaban cuarenta años de apartheid, una clase obrera blanca que ejercía el papel de mano de obra cualificada, una casta burocrático-militar recelosa a compartir el poder y unas élites africanas queriendo ejercer de clase media donde no era posible pero intentando conservar las migajas que les cedía el racismo institucional.
El origen del proceso lo marcó el anuncio en febrero de 1990 de la legalización de las organizaciones anti-apartheid prohibidas por décadas, como el ANC y el Partido Comunista, y la liberación de los presos políticos, incluyendo numerosos cuadros de alto nivel, como Nelson Mandela, así como la vuelta al país de los exiliaos. El gobierno sudafricano mostraba su voluntad de proceder a una negociación real con las organizaciones representativas de la mayoría negra del país, pero haciéndolo desde la legalidad vigente (“De la ley a la ley, a través de la ley”, como dijese Torcuato Fernández Miranda), aunque esa presumible posición de fuerza se reveló bien temprano como una espada de Damocles, ya que el gobierno de De Klerk estaba obligado a cerrar el proceso de cambios en una legislatura, puesto que que sería internacionalmente inasumible que las siguientes elecciones fuesen -otra vez- solo para blancos.
Los movimientos del ANC, magistralmente dirigido por Mandela, hicieron que cada vez que este pagaba un tributo de sangre a causa de las fuerzas desestabilizadoras, el gobierno De Klerk acabase haciendo concesiones
Así, en 1991, mientras el ANC seguía manteniendo la actividad armada de la MK y pedía que siguiesen las sanciones internacionales mientras no se desmantelase el apartheid, el gobierno empezaba a derogar leyes tanto del llamado “petty apartheid” (las segregacionistas de la vida cotidiana) como del grande (Ley de Áreas de Grupos, Ley de la Tierra), organizándose negociaciones que llevaron a la rúbrica en septiembre de un Acuerdo Nacional de Paz, suscrito por 31 organizaciones políticas, siendo entonces cuando la MK suspende la actividad armada, y llegando a noviembre de ese año con la formación de CODESA (Convención para una Sudáfrica Democrática), foro multipartidista que consensuaría el nuevo marco político-institucional.
El camino estuvo lleno de obstáculos, con grandes estallidos de violencia interétnica en la población negra, motivados tanto por el recelo de las viejas autoridades de los bantustanes (estados negros presuntamente soberanos dentro de la RSA) a perder el poder sobre su comunidades como por la competencia entre el Inkhata (nacionalistas zulús) y el ANC, así como las provocaciones de los sectores más bunkerizados del ministerio del Interior que querían provocar una estrategia de tensión que justificara una vuelta atrás en el proceso democratizador. Ahí brilló con especial fuerza la autoridad moral de Nelson Mandela, que sin renunciar a la lucha armada fue capaz de contener, mal que bien, a las masas del ANC para que no cayesen en las provocaciones.
En cambio, hubo parálisis, como en julio de 1992, cuando el ANC se retiró de las negociaciones en protesta por una de las muchas masacres de sus militantes a manos de Inkhata. Mandela dirigió entonces las movilizaciones de masas contra los bantustanes, haciendo caer una por una las autoridades de los mismos. O en abril de 1993, cuando terroristas de la ultraderecha blanca asesinaban a Chris Hani, secretario general del Partido Comunista.
En realidad, los movimientos del ANC, magistralmente dirigido por Mandela, hicieron que cada vez que este pagaba un tributo de sangre a causa de las fuerzas desestabilizadoras, el gobierno De Klerk acabase haciendo concesiones que no tenía pensado hacer, pero a las que se veía obligado para evitar que el proceso se viniese abajo. La incapacidad gubernamental tanto para mantener el orden público como para recular en el proceso hizo que acabase cediendo más de lo que la oligarquía hubiese querido. En noviembre de 1993 ya operaba una nueva Constitución provisional y una Administración Ejecutiva de Transición, que ejercía la labor gubernamental en sustitución del gabinete anterior. El apartheid estaba muerto.
En abril de 1994, con una participación del 87%, se celebraban las primeras elecciones democráticas, por sufragio universal, de la Historia sudafricana, y el ANC las ganaba con un 62% de los votos, haciendo de Nelson Mandela presidente de la RSA desde 1994 hasta 1999, sin presentarse a la reelección. Hasta pocas semanas antes de la votación siguió la violencia incontrolada de Inkhata, las maniobras de los últimos bantustanes por sobrevivir y los intentos del nacionalismo boer de armar un estado blanco en parte del territorio del país. De nada les sirvió. La victoria popular fue incontestable.
Se abrió entonces un nuevo proceso que era, acabado ya el apartheid político, el de acabar con el apartheid social y económico, que provoca que la riqueza sudafricana esté escandalosamente concentrada en manos de la minoría blanca. El contexto político de la época, el del mundo unipolar de los ’90, no favoreció precisamente la aplicación de políticas redistributivas audaces, aunque no fue solo esa la causa: las mieles del poder hicieron que el ANC y el SACP rebajasen mucho el espíritu transformador. En cambio, la RSA tiene hoy en día el sistema de protección social más generoso del continente, aunque todavía muy por debajo de unos estándares deseables. El permanentemente prometido giro a la izquierda del ANC nunca acaba de materializarse y el crédito político de la resistencia corre camino de agotarse, en un país donde la demografía va mucho más rápido que en la vieja Europa.
Hay quien dice que hay dos Mandela: el luchador revolucionario que duró hasta que salió de la cárcel en 1990, y el reformista traidor que ha duró hasta su muerte. Es una visión tan ridícula como falsa
Para concluir, cabe subrayar que el gran mérito de la transición sudafricana fue el del movimiento de liberación que, combinando negociación con lucha de masas, fue capaz de obligar a la oligarquía blanca a ceder mucho más de lo que estaba dispuesta en primer término, y lo hizo sin que el país entrase en caos. En 1994 estaban servidas casi todas las condiciones para que la RSA se fragmentara en miles de trozos, como una Somalia austral, y ese no pasó gracias a la fortaleza política del movimiento de liberación y a la autoridad moral y la astucia de Nelson Mandela y su equipo.
Hay quien dice que hay dos Mandela: el luchador revolucionario que duró hasta que salió de la cárcel en 1990, y el reformista traidor que ha duró hasta su muerte. Es una visión tan ridícula como falsa. El proceso de negociación que se desarrolló desde la salida de los presos políticos y la legalización de la oposición en 1990 hasta las elecciones de 1994, fue un auténtico via crucis cuyo resultado bien pudo ser una salida “a la española”, una amnistía por amnesia, un simple reconocimiento del derecho a voto de todos los sudafricanos mayores de edad y nada más, y no fue así. Mandela se puso al frente de una negociación en la que obtuvo el fin de las independencias ficticias de los bantustanes, una nueva constitución, la plena igualdad legislativa, y las herramientas constitucionales para garantizar la verdad sobre la represión, en lugar de echar tierra encima. Se sentaron las bases para posteriores avances. ¿De verdad hay quien cree que en 1994, con el país a punto de estallar en mil trozos por las luchas interétnicas, en plena ola neoliberal en el mundo unipolar, era posible organizar un proceso revolucionario socialista en Sudáfrica? ¿Cuánto iba a durar esa revolución social con un aparato represivo del estado intacto y en manos de los blancos? ¿Cuánto sin una intervención militar norteamericana? ¿Cuánto sin separarse el país en algunos cantones gobernados por señores de la guerra?
A treinta años del origen del fin del apartheid sudafricano, no está de más recordar que esto no era solo una obra de ingeniería social del nacionalismo afrikaner, madurada por décadas, sino una expresión muy notable de la concepción liberal anglosajona de la democracia: sufragio censitario, comunitarismo, religiosidad. Frente a eso, el movimiento de liberación fue capaz de imponer una república multirracial, plurinacional y plurilingüística. Tengámoslo presente cuando de la caverna vuelven a asomar las orejas las mismas bestias que en los años 80 no veían tan mal el apartheid sudafricano, como tampoco ven hoy en día tan mal el israelí.
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Sería interesante recordar la contribución cubana a la liberación de Sudáfrica, en efecto a principios de los 90 el ejército sudafricano invadió Angola que ante la inoperancia de las organizaciones internacionales recibió de inmediato la ayuda militar cubana. Ante la aplastante derrota militar sufrida por Sudáfrica estos pidieron negociar, la parte cubano-angoleña aceptaron a condición de evacuar Namibia y de liberar a todos los prisioneros en Sudáfrica, ante lo inevitable estos accedieron, evacuaron Namibia y liberaron los prisioneros entre ellos Mandela, era el inicio del fin del apartheid. No es por nada que Mandela fue a Cuba en su primera visita al exterior. Estas cosas a los plumillas de los masmedias se les "olvida".
La historia se repite como farsa y para muestra está que ahora el nuevo Mandela sea un MAGAzolano llamado Leopoldo López.