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Huelga feminista
No estoy tan sola
He sufrido todos los agravios, todas las reivindicaciones y todos los hashtags que recogemos en el Manifiesto #LasPeriodistasParamos. Pero ya no me siento sola.
Aquel final de otoño de 1978 escuchaba, miraba, leía y trataba de entender entre fascinada y embelesada aquel texto blanco sobre negro que pasaba ascendente en la vieja Tv Inter de mis padres. Llegó el capítulo II, con el Art. 14, leí y oí: “Los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión…” y después de un rato, leí y oí también el Art. 20: “Expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones… comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión…”. Aquel día, a los doce años, decidió cómo iba a ser mi vida.
Al llamarme mis padres para ayudar a poner la mesa, me enfadé por la interrupción y les espeté estos maravillosos derechos a la cara. Mamá mostró su temor a que recibiera muchos golpes en la vida por ser tan respondona, y papá me instó a que siguiera aprendiéndome la Constitución, para que algún día manchara mis manos de tinta de máquina de escribir, en vez de con grasa de motor como él, o de la cocina como mamá. “Pero ahora ayuda, anda, 'señorita Transición'”.
Esta 'señorita Transición' se creía a salvo de cualquier discriminación o machismo cuando comenzó a salir del paraguas familiar al mundo. Siendo universitaria, un 'amigo' se permitió, una noche de juerga, darme un azote y decir con sorna que tenía la “cara hinchada”. El golpe que le devolví con toda mi rabia y la mano bien abierta fue acompañado de un sonoro “y tú el culo, capullo”. Eran los ochenta y a tus iguales los capeabas bien, a poco que los aires de igualdad te hubieran empapado el alma y estuvieras medianamente apoyada por los tuyos.
Leer: #LasPeriodistasParamos: 2.000 tías (y subiendo) nos hemos venido arriba
Desde aquella noche de la bofetada a la última noche que he salido a un local nocturno han pasado más de tres décadas y las experiencias negativas aún me tienen ojiplática.29/12/2017, madrileño local de la calle Bailén. Se “adorna” a la entrada con una muchacha de la que cabía dudar su mayoría de edad, que se contornea al ritmo de la música, subrayada por letras un pelín hirientes para una cincuentañera como yo. “Vámonos pal baño…” Los tres paisanos que babeaban copa en mano mirándola me parecieron penosos. Al rato pido que me pongan, por favor, algo de los 80. “No es nuestro estilo”, dice el dueño del local. “Al menos quita esta canción, que es mogollón de machista”- digo yo-“. “Mira, tiiiía, esta es la música que le gusta a los tíos, y son los que pagan las copas”. Sentí como un latigazo.
Después de tres horas debatiendo de periodismo, sociedad y política en terrazas, a las tantas de la mañana me invita a seguir charlando en su habitación de hostal
Desde entonces hasta estos días, en los que por fin curo heridas, he recordado latigazos similares que me han producido igual dolor y estupefacción, pero que en vez de frenarme o hundirme, me han hecho siempre más fuerte. Y han llenado mi vida de lo que esta semana son hashtag de rabiosa actualidad.
1987. Verano de tercero de periodismo. Ilustre informador televisivo destacado en USA pasa la noche en el leonés pueblo de mis padres tras dar unas charlas en una ciudad cercana. Después de tres horas debatiendo sobre periodismo, sociedad y política en terrazas, a las tantas de la mañana me invita a seguir charlando en su habitación de hostal, porque tiene jet lag. Me excuso porque, con 19 años, me la juego a nivel familiar. Me fui a casa de mi abuela vomitando. Un amigo de la pandi, medio en broma, me dijo “así no vas a llegar a nada”.
•1991. Periódico Diario en Aragón. Colaboradora a 45.000 pesetas al mes (270 euros) de cierre, que llega a las 11 de la mañana a la redacción y sales a las 2h. El director me dice, tras dos años, que no me hace un contrato porque mi compañero de deportes, llegado un año después que yo de prácticas, “algún día formará una familia”.
Leer: Deportistas, académicas y profesoras muestran su apoyo a la huelga feminista
1996. Curso de periodismo jurídico de prestigioso diario nacional en residencia de la sierra madrileña. Tras la cena, invitación del reconocido organizador académico a pasar lo que queda de noche en su habitación para seguir nuestro ameno debate profesional. “Perdona —dije— pero a) estoy agotada y mañana nos da una charla Garzón y b) estoy felizmente emparejada”. No entré jamás a trabajar en ese periódico.
2001. Tres años redactora de contenido en prestigioso informativo televisivo de humor, con repentina caída de audiencia. Embarazada de cuatro meses, me avisan de que no renovaré tras la Navidad. Anulo compra de cuna, coche capota, maxicoxi, sentido del humor y dejo de ver la vida de colores. Finalmente, conseguí no abortar y al año volví a creer en mí misma cuando me contaron off the record que no fue por la productividad, si no que no querían pagarme toda la baja maternal sin existir ya el programa.
He sufrido todos los agravios, todas las reivindicaciones y todos los hashtags que recogemos en el Manifiesto #LasPeriodistasParamos
2003. Redactora del programa de la mañana de televisión nacional. Trabajo de lunes a lunes y de 6 de la mañana a 2h los días que se caían los invitados. Desastre de gestión de los y las responsables. Nos quejamos de que no teníamos vida y escuché: “Si tú tienes un bebé y no puedes quedarte más horas, es tu problema. A mí también me gustaría irme de compras”. Un par de meses después fui la primera en no renovar. De repente, en seis meses, mi hijo andaba, tenía todos los dientes, amiguitos en el parque y se había quedado sin ropa de su talla. Me perdí los segundos seis meses de su vida.
2006. Segundo puesto en las pruebas de acceso a la redacción en una televisión privada. Tras la reunión de directivos, me indica uno de los que había apostado por mí que “no quieren que entre nadie ya con tu edad”. Tenía 42 años. Una amiga con contactos se enfada al saberlo, mueve mi currículum, y acabo siendo presentadora en otra cadena.
Me acuerdo de más acosos (de fuentes de información), de más malas contestaciones (de jefes) y de más diferencias de contratos o sueldos, pero se largaría mucho el relato. En efecto, mis manos se han manchado de tinta de máquina de escribir, de bolis y de tóner como quería mi padre. Sin embargo, mi espíritu libre, mi ingenua creencia de que me amparan los derechos que me inspiraron de niña, se han visto muchas veces manchados, mancillados, vapuleados y anulados de un plumazo. Y recibiendo todo esos “latigazos” me he visto muy sola, sin ánimos para denunciar, porque habrían sido causas perdidas. El patriarcado muchas veces ha callado a las demás, a mis compañeras. El temor, o cierto bienestar propio conseguido, inmoviliza y adormece.
He sufrido todos los agravios que recogemos en el Manifiesto #LasPeriodistasParamos. Apoyo todas las reivindicaciones, me sumo a todos los hashtags. Este año, por fin, gracias a las más de 6.000 firmantes del mismo, vuelvo a tener la determinación e ilusión de los doce años. Sigo aquí, ejerciendo. No han conseguido frenarme. Este año me paro yo. Este año ya no me siento tan sola.
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Una pena que hayas pasado por tanto, una ventaja el que te haya hecho más fuerte, un gusto leerlo para tomar más conciencia del machismo que llevamos dentro, un placer compartirlo.