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Antiespecismo
El mito de la caza y la conservación de los ecosistemas

La Conselleria Valenciana de Medio Ambiente, Agua, Infraestructuras y Territorio ha publicado un anuncio por el que se somete a consulta pública previa el proyecto de decreto que establece las directrices de gestión, caza y control de ungulados silvestres y las medidas de gestión de los subproductos generados no destinados al consumo humano.
Este Decreto pretende ampliar los períodos y lugares en los que se podrá dar caza a los animales ungulados: jabalíes, corzos, gamos, cabras montesas, muflones y ciervos.
Tradicionalmente, se ha publicitado la caza como una actividad dinamizadora de la economía rural y conservadora de la biodiversidad silvestre. Sin embargo, a lo largo de los años han ido creciendo tanto la sensibilidad social hacia el medio ambiente como la empatía para con los demás animales, lo que ha supuesto el rechazo, cada vez más patente, a una actividad que es cruel e innecesaria. Del mismo modo, se aprecia cómo la caza queda asociada e identificada con problemas medioambientales y se entiende como un factor que incide negativamente en el equilibrio entre las especies silvestres. La presión cinegética (eufemismo utilizado para matar) sobre un grupo determinado y la suelta de animales procedentes de las granjas cinegéticas influyen sobre el hábitat y sobre las otras especies debido a la alteración de los ecosistemas y de las complejas relaciones intra e interespecíficas que se desarrollan en ellos.
Las sucesivas leyes sobre la caza han ido reduciendo el número de especies consideradas como cinegéticas; por el contrario, cada vez son más las que requieren de protección y menos las especies que la propia Administración califica como “cazables”, es decir, que puedan soportar una muerte de individuos que no comprometa su estado de conservación. Esta definición es inadmisible desde la ética, pues desprecia por completo el valor de la vida de cada uno de los animales que conforman los grupos taxonómicos y además, se ha revelado como contraria a la ciencia.
El individuo frente a la especie
Tradicionalmente, la ciencia de la conservación ha rechazado el valor individual de los animales en aras de lo colectivo: la población, la especie, el ecosistema. Sin embargo, “la diversidad de los individuos —su genuinidad genética y fenotípica— es de gran importancia para la diversidad genética, para la trayectoria de las poblaciones y las especies, para la composición de las comunidades y para el funcionamiento de los ecosistemas.” (Des Roches et al., 2017; Violle et al., 2012). Esto es lógico intuitivamente, pues son los individuos quienes conforman lo colectivo, quienes aportan personalidades y características diferentes que, a su vez, son determinantes en la estructura y en la dinámica de las comunidades. Si la biodiversidad es esencial en la conservación de la naturaleza y, en consecuencia, de las especies animales, precisamente es esa diversidad lo que aporta cada uno de sus miembros. Por tanto, aunque la ciencia de la conservación tenga por objeto preservar colectividades no es contradictorio, sino complementario, reconocer y respetar el valor inherente de todos los animales.
La caza crea el problema y se presenta como solución
A la caza se le atribuye una función de control de determinadas especies silvestres y de contribución al mantenimiento del equilibrio ecológico. Este argumento no es correcto, pues despreciar el valor de la vida de cada animal es injustificable desde la ética y desde la ciencia. A menudo sucede que se consideran como competidores a otros animales como zorros o lobos, de manera que son eliminados desequilibrando el ecosistema; así se justifica la necesidad de “controlar” (es decir, matar) a otras especies una vez desaparecidos sus depredadores naturales.
Aumentar mediante sueltas o alimentación artificial la población de determinados animales también desestabiliza los ecosistemas. En consecuencia, la caza necesita provocar desequilibrios para justificarse y presentarse ante la sociedad como el único medio de control posible para restablecer un supuesto equilibrio que nunca llega. Además, cabe señalar que muchas especies que se consideraron como cinegéticas ahora gozan de algún grado de protección debido a que la propia actividad de la caza llevó a sus poblaciones al borde de la extinción.
Este Decreto, que amplía las posibilidades de cazar, va en dirección contraria a la sensibilidad social, que muestra una oposición progresiva hacia aquellas actividades que dañan el medio ambiente y a los demás animales: la abrumadora evidencia sobre sus capacidades cognitivas y sociales ha provocado que las sucesivas reformas legales los consideren como seres sintientes y en consecuencia, merecedores de respeto.
La caza se fundamenta en superpoblaciones imaginarias difícilmente demostrables
En el caso del proyecto de Decreto que nos ocupa, la Administración intenta justificar la muerte por caza de los animales ungulados debido a una presunta superpoblación de consecuencias funestas para la vida en general. Sin embargo, esta apocalíptica amenaza no cuenta con el menor respaldo; por el contrario, no se puede considerar que el crecimiento de la población de la comunidad de ungulados sea preocupante dado el número que de estos animales, según los censos de la asociación ADHIF, hay en los ecosistemas forestales. Antes bien, su presencia aporta un gran beneficio en materia de prevención de incendios forestales. Por otra parte, el número de apariciones de ungulados en parques, jardines, núcleos urbanos, campos de golf o playas es insignificante o nulo en nuestra comunidad y mucho menos crea ningún perjuicio a infraestructuras, daños físicos ni materiales. Además, la inmensa mayoría de los daños a los cultivos achacados a los ungulados silvestres no se peritan y más teniendo en cuenta que la Generalitat Valenciana no realiza censos ni seguimientos de fauna fiables, por lo que la percepción de sobreabundancia de ungulados es muy cuestionable. Y en caso de haberla, se podrían buscar alternativas no letales.
La ética más básica hace intolerable la práctica de la caza; una actividad que consiste en matar animales y contaminar el entorno. Sin embargo, conviene desmontar las falsedades con las que se pretende defender como algo necesario. Estos animales no generan conflictos ni problemas con los humanos ni con los ecosistemas y mucho menos una pérdida de biodiversidad. No existen datos de transmisión de enfermedades a los animales domesticados que acaban en los mataderos. Incluso en cuanto a los accidentes de tráfico con fauna y según un informe de la propia DGT, el mayor número de accidentes se produce durante los meses y jornadas de caza.
Del mismo modo, los criterios de los cupos de captura para cazar de cada temporada que se están utilizando hasta ahora no se corresponden con la realidad, ya que la Administración determina, de forma totalmente arbitraria, que matar un gran número de ungulados durante una temporada significa que habrá muchos más individuos en la siguiente. En cambio, lo que se está observando en los últimos años es que no quedan grandes rebaños de ungulados, solo grupos de entre diez y veinte individuos por grupo y solamente en casos aislados algún grupo de 50. A esto hay que añadir que los animales herbívoros nacen al 50% machos y hembras; se contabilizan más hembras muertas que machos, y sin embargo, la mayoría de los individuos que se observan en el monte son hembras. ¿Qué está pasando entonces con los machos?
Los pocos controles por parte de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado se realizan siempre al comienzo y solo en algunas de las modalidades de caza (batidas) y nunca a la finalización, imprescindibles para saber qué está pasando con esos machos que desaparecen por arte de magia. Además de que serviría para constatar el control de capturas anual, ya que lo que reflejan en las memorias es inexacto dada la ausencia de machos constatada en los montes.
Igualmente, tendría que ser de obligado cumplimiento la inclusión en los planes técnicos la determinación de los cupos de aprovechamiento cinegético a partir de observaciones ilustradas con fotografías y geolocalización para que los cazadores demuestren que el esfuerzo que realizan es real, porque hasta ahora no se aprecia ninguno de los presuntos efectos benéficos de la caza sobre la biodiversidad. Por ejemplo, con la gestión y control del jabalí, cuyas poblaciones no hacen más que aumentar. Los nuevos períodos de caza anticipan el exterminio de los ungulados y son contrarios a cualquier principio de precaución.
Cebaderos y granjas para facilitar la caza
Otra de las medidas controvertidas es la permisividad de la alimentación artificial, cuya finalidad es fidelizar a los animales para poder cazarlos con mayor facilidad, así como la suelta de animales criados en granjas cinegéticas, con el fin de garantizar población “cazable”. Como se puede apreciar, nada de esto tiene relación alguna con la protección de los ecosistemas. El cebado en los comederos hace que los animales se acostumbren a ser alimentados por el ser humano, perdiendo su instinto de búsqueda de alimento y favoreciendo que se acerquen a los entornos urbanos. Tampoco tiene sentido alguno permitir la suelta de animales teniendo en cuenta que se considera que sus poblaciones son excesivas, esa es la justificación para matarlos y demuestra que la caza no es una actividad orientada a gestionar comunidades.
La existencia de cebaderos y sueltas de animales provenientes de granjas donde son criados sin contacto con su entorno natural es una de las causas principales que propicia el acercamiento de estos animales a entornos urbanos, pues buscan alimento fácil. Aquellos animales criados en granjas son prácticamente animales domesticados que carecen de las habilidades necesarias para sobrevivir en libertad.
En definitiva, con este nuevo Decreto, de llevarse a la práctica, se avanza en dirección contraria a la protección de la naturaleza, favoreciendo una actividad fundamentada en una serie de premisas que no resisten el menor análisis. De entrada, no hay conservación posible de las poblaciones sin considerar el valor de la vida de cada uno de los animales que las conforman; se aportan datos no contrastados de presuntos daños y de las propias especies. Se trata de una actividad cada vez más ampliamente rechazada a nivel social y que causa graves perjuicios en los ecosistemas. La naturaleza nunca ha necesitado del ser humano para regularse ni para conservarse; por el contrario, es la actividad humana la que destruye el medio natural.
Una sociedad que avanza en el respeto al medio ambiente no puede permitir que una normativa imponga un grave retroceso en el camino hacia la justicia social, que no debería dejar de lado a los demás animales.
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