Opinión
Luz de verano en la habitación de Machado
Nuevo capítulo de la serie Insólita Península en la habitación donde vivió Antonio Machado durante trece años.

“Estos días azules, y este sol de la infancia”. Así dicen los versos encontrados en el abrigo de Antonio Machado días después de su muerte en Collioure en febrero de 1939. Esos últimos versos llegan a cualquier parte cuando los días se vuelven larguísimos, cuando el calor es un género de la conversación. Y para acercarse a su alquimia, a la palabra esencial en el tiempo, para intentar tocar ese sol de la infancia, tal vez merezca la pena acudir a la habitación del poeta el primer día del verano.
Son las cinco de la tarde del 21 de junio de 2017. El calendario dice que el estío acaba de comenzar. En el patio de la pensión segoviana en la que vivió Machado entre 1919 y 1932 se escucha el rumor de los pájaros. Una escalera angosta y un corredor de techo muy bajo conducen al comedor. Al fondo, al término de un camino sin salida, se encuentra la habitación del poeta.
Los elementos que contiene la estancia son los mismos que acompañaron al escritor. A diferencia de otras casas museo, aquí la recreación es mínima. El visitante puede hacer inventario de lo observado e imaginar la vida de un profesor de francés en los años veinte del siglo pasado.
La celda machadiana, fría y acogedora, alberga: un mueble sobre el que yace una maleta, un perchero de tres ganchos, una butaca diminuta, una mesilla de noche alta con un mantel blanco sobre el que se sitúan dos montones de libros y una botella de cristal cubierta con un vaso, un interruptor, una cama con cabecero de forja rematado en tonos dorados, un orinal, una estufa, una silla de madera, una mesa camilla con brasero, una lámpara de techo, una papelera, una ventana al norte protegida con visillos, un escritorio con libros de lomos verdes, un espejo desgastado y, en el rincón más próximo a la puerta, un mueble escueto a modo de lavabo, un jarrón metálico en el suelo y un espejo para el afeitado que cuelga con una cuerdecilla de la pared. Nada se repite. La habitación contiene una sucesión de elementos únicos. Un cenicero, una silla, un vaso. Lo único plural son los libros. Ediciones sencillas desparramadas sobre cualquier rincón.
Aunque no huela a nada ni nada se oiga, huele a tabaco y paredes de invierno. Sería mucho decir que huele a soledad
Aunque no huela a nada ni nada se oiga, huele a tabaco y paredes de invierno. Sería mucho decir que huele a soledad. Pero el visitante tiene la impresión de que el profesor de francés que aquí vivió, el poeta luego tan celebrado, quiso no tener nada. La habitación, cuyas paredes y techo presentan formas abombadas, contiene la ligereza y la sencillez de lo que está a punto de evaporarse. Este último cuarto de una pensión con estrecheces de submarino escondida en las calles de Segovia parece que va a desaparecer en cualquier momento. Y, sin embargo, permanece parado en el tiempo.
¿Cómo sería uno de aquellos veranos en los que el profesor Antonio Machado acababa de terminar sus clases de francés? Con todos los alumnos aprobados, exámenes de trámite y buenos deseos de descanso, tal vez contemplaba la luz de la primera tarde del verano filtrándose por la ventana y esbozaba la idea de unos versos sobre el sol y los recuerdos de los primeros años.
Sol y vida por descubrir que ahora, a las 17.45h, a un cuarto de hora de que la Casa Museo cierre sus puertas, se cuelan en tropel por la escalera y el corredor.
Son un grupo de alumnos italianos. Chicos y chicas adolescentes que caminan con prisa. Llegan hasta la habitación y la observan unos instantes. Comentan que la casa les parece grande. Un profesor les aclara que era una pensión. Algunos retratan con sus móviles la celda de Machado. Tienen prisa. También curiosidad. Abren una puerta de madera situada en la antesala de la habitación. La cierran. Lo examinan todo sin excesivo pudor. Las maderas del suelo crujen bajo sus pasos. Cuando se van, la habitación no parece la misma.
Alumnos aprobados, fin de curso. Quizá este grupo italiano no se parezca en nada a los alumnos de Machado, pero, como ellos, tiene el inmenso verano por delante.
Me he quedado con ganas de decirles algo. Una frase afortunada sobre el poeta que tal vez alguno recordará dentro de unos años. Pero no me he atrevido porque me miraban con extrañeza. Sorprendidos de encontrarse con alguien en el último rincón de una casa vacía. A mí también me ha parecido extraño que el verano haya llegado a la casa de Machado con una visita despreocupada de un grupo de alumnos italianos. Y me he quedado mirando la puerta de madera de la antesala sin atreverme a abrirla. Son las 18h. Fin de la visita.
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