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El Metaverso como distopía: necesitamos construir utopías
El prefijo meta, proveniente del antiguo griego, significa “después” o “más allá”, y se utiliza para indicar un concepto que es una abstracción sobre otro concepto. Los metadatos, pues, son datos sobre otros datos, y la metaprogramación consiste en programas que controlan otros programas. Podemos deducir, entonces, que el Metaverso es un universo que pretende ir más allá del nuestro, abarcándolos todos.
El concepto de Metaverso apareció por primera vez en la novela Snow Crash, de Neal Stephenson, publicada el año 1992. En el universo de ficción que presenta Stephenson, las corporaciones son las dueñas de prácticamente todos los aspectos de la vida, que ha devenido absolutamente miserable y violenta. En un entorno futurista, los repartidores de pizza se juegan la vida para que los pedidos lleguen a tiempo, ya que de lo contrario perderán el empleo. Empleo que de todas formas tienen que conciliar con otras formas de ganar dinero, ya que en un mundo completamente a merced de la mano invisible, sorpresa: la vida está muy cara. El protagonista, además de ser rider y vivir en un cuchitril que comparte con un amigo, pasa largos ratos en el Metaverso, donde consigue información que revende. El Metaverso es, en este caso, una suerte de realidad virtual a la que se accede gracias a ciertos dispositivos connectados a una red. Ahí, su vida es algo menos miserable, ya que, como fue de los primeros que se aposentó en el espacio, goza de una casa en condiciones y de un buen avatar que él mismo programó. En Snow Crash, el Metaverso es, lógicamente, un espacio dominado por las corporaciones. Un gran escaparate diseñado para fomentar transacciones que refleja el sueño roto de lo que podría haber sido. Los personajes, pero, habitan el mundo que les ha tocado con resignación, en una actitud que recuerda el realismo capitalista del que hablaba Mark Fisher. La guinda de este universo, ya de por si pesadillesco para la gran mayoría de la población que lo habita, es la Almadía. Esta consiste en un conjunto de balsas, pateras y objetos flotantes varios, enredados entre si y a un buque principal que tira de ellos, el (obsérvese la acidez del autor) Enterprise. En ella tripula la parte más desdichada de la humanidad: la que nació en el sureste asiático e intenta llegar a la promesa de occidente para acceder a una vida mejor.
Resulta por lo menos curioso que Mark Zuckerberg haya elegido este nombre para el lavado de imagen de Facebook, empresa que engloba, cabe recordar, Instagram y WhatsApp. La compañía no ha obtenido las cifras que pretendía el último año, declive que viene de lejos pero que últimamente ha incrementado debido al escándalo de los papeles de Facebook, en los que se filtró que la compañía sabía que estaba causando estragos en la salud mental de las adolescentes pero decidió hacer caso omiso a los datos en favor de seguir incrementando sus beneficios . Otros factores, como la expansión de redes sociales de la competencia o el apagón del cuatro de octubre del 2021 , contribuyen a que este gigante de Silicon Valley no esté cumpliendo sus previsiones de crecimiento, que por otro lado se pretende infinito. Ahora, en una ampulosa maniobra comercial, Facebook se llama Meta y vende la promesa de un confuso metaverso a sus huidizos inversores.
Pero ¿qué es el metaverso?
Los universos paralelos que permiten la interacción y amplían las posibilidades de identidad y acciones por parte de los individuos, existen desde antes de internet. ¿Qué si no son o eran los juegos de rol, las ferias medievales o las aventuras gráficas de los años 80?
La popularización de la red, evidentemente, dinamitó los límites de estos universos, y los mundos virtuales fueron experimentados con entusiasmo e ingenuidad.
Los MUD (Multi-User-Dungeon) consistían (y consisten, ya que todavía tienen una comunidad activa), en videojuegos de rol multijugador a tiempo real, basados en texto. Es decir, pantallas negras con líneas de texto en las que se describen los personajes, los objetos, los ataques y los enemigos. Fue precisamente en un MUD llamado LambdaMOO donde tuvo lugar la primera violación en el ciberespacio de la que tenemos constancia , en el año 1993. El caso es especialmente interesante porque supuso un antes y un después para las personas que participaban de aquel mundo paralelo. La agresión sexual rompió el espejismo de que en internet no existen el género, la raza, la clase y el capacitismo. El pueblo de LambdaMOO, consternado por lo ocurrido, empezó una serie de interesantes reflexiones colectivas sobre la justicia y la responsabilidad de los actos en aquella nueva realidad que estaban construyendo con sus palabras, decisiones y acciones. Desde aquel entonces y hasta día de hoy, en todos los entornos digitales se dan constantemente procesos similares, aunque no siempre de forma tan evidente y abrumadora. Personas usuarias, moderadoras o administradoras tienen que tomar decisiones sobre como ordenar el contenido, qué mensajes y actitudes no están permitidos o como se articula cierta idea. Tanto si hablamos de una lista de correo electrónico, un foro, un banco de fotos digital o una red social en la que compartir recetas de repostería, estas decisiones, así como el comportamiento de las usuarias, van conformando poco a poco una realidad en la que se consideran deseables ciertos comportamientos y otros se penalizan, y donde el prestigio social tiene una forma específica.
¿No es acaso un metaverso el proceso de escritura colectiva de un fanfiction? ¿No permite a quién participe de la obra jugar con su identidad? ¿Acaso en un entorno así no se interacciona según ciertos parámetros establecidos previamente, para el máximo disfrute del ocio?
Antes de que las GAFAM se comieran el ciberespacio, internet era un lugar caótico en el que miles de propuestas convivían sin demasiados protocolos de compatibilidad entre ellas. En aquellos entornos, en los que el anonimato era canon, miles de comunidades creaban su propio metaverso constantemente. Sin necesidad de entornos gráficos en tres dimensiones ni de realidad virtual, se estaban generando otras formas de relación, lugares nuevos en los que existir de forma inédita. Fue el momento de los chats IRC, los foros, los blogs... En una era pre-monetización, el contenido se creaba por amor al arte y las horas empleadas en participar de los espacios no aportaban un prestigio que tuviera traducción alguna al mundo analógico.
No hay que caer en la idealización, pues el acceso a la red era muy limitado y esta no cumplía alguna de las funciones que desempeña hoy en día, véase facilitar la organización de protestas, denunciar abusos policiales y ayudar a la autorrepresentación de identidades no hegemónicas, acciones que han ayudado en parte a acabar con la ignorancia pluralista. Este es un concepto de la psicología social que habla de situaciones en las que hay individuos que aceptan normas y sesgos incorrectos, o generalizaciones que les son dañinas, pero que no pueden cambiar porque carecen del reconocimiento de más gente en su situación.
¿Qué está aconteciendo, entonces, con todo este revuelo de lo que han llamado Metaverso y Web3? ¿De verdad es tan novedoso? ¿No parece más bien una mezcla de cosas que ya están en marcha con otras que ya hemos visto?
Así pues, es innegable que el crecimiento en el uso de internet ha expandido ciertas posibilidades, pero la constante corporativización de cada uno de sus espacios parece haber constreñido la energía primigenia que existía hace 20 o 30 años. Ese sentido de la maravilla, esa ilusión propia de los comienzos, que transmitía la posibilidad de construir cualquier cosa. Esta energía es, precisamente, la que intenta emular Meta.
El Metaverso ya existe. O mejor dicho, existen varios metaversos, si los entendemos como entornos de realidad virtual en los que reproducir dinámicas sociales. En el mundo de los videojuegos, el metaverso paradigmático es Fornite, ya que aparte del juego en sí mismo, aprovecha su plataforma para conciertos virtuales y en ella se presentan productos en primicia. Hay que tener presente, también, que diariamente millones de personas se conectan a los servicios que ofrecen Minecraft y Roblox, ambas plataformas lúdicas, pero en las que se comparten experiencias más allá del mero juego. Por otro lado, Nvidia, empresa especializada en tarjetas gráficas, que, por cierto, sería una gran beneficiaria de todo lo que implique un aumento del uso y la calidad de los gráficos, está trabajando en su propio entorno virtual. Este consistiría en una reproducción del mundo analógico, creando un universo paralelo con la misma distribución que el original. Cabe mencionar que Second Life todavía existe, y que el lanzamiento de los Sims 5 se prevé como un mundo abierto y conectado en el que interactuar con otros jugadores.
¿Qué está aconteciendo, entonces, con todo este revuelo de lo que han llamado Metaverso y Web3? ¿De verdad es tan novedoso? ¿No parece más bien una mezcla de cosas que ya están en marcha con otras que ya hemos visto? Sí y no. Lo verdaderamente irónico y novedoso es ver como imaginarios que hace décadas se nos presentaban como distópicos se recuperan hoy como espacios utópicos.
La crítica cyberpunk a la tecnología no partía de una crítica a las máquinas en si, sinó a quién las manejaría y el tipo de sociedad en la que existirían. Lo distópico de Snow Crash no era su metaverso, era su sistema económico y de explotación. Lo mismo sucede con casi toda la ingente cantidad de producción cultural de las últimas décadas dedicada a explorar futuros tecnificados donde la vida humana es miserable: desde la esclavitud informática y conspiranoide de Matrix, Detroit: Become Human o Deus Ex, pasando por las pesadillas cybercapitalistas de Elysium, Cyberpunk 2077 y Blade Runner, o la hipervigilancia robotizada de Ghost in the Shell, Terminator y Robocop.
Con la popularización de este género, pero, su espíritu contracultural ha sido absorbido por las élites. Las distopías ya no son advertencias sobre lo que podemos perder, sino que se empieza a valorar de ellas lo que está por venir estéticamente. Este tipo de narrativa se somete a una fetichización por parte de quienes saben que, pase el tipo de colapso que pase, tienen las de ganar. Así, mientras que la ecoansiedad y la precarización del presente convierte el futuro de la mayoría en un espacio inhabitable, los frikis de Sillicon Valley celebran la recuperación de conceptos que ya hemos visto antes, despojándolos de contenido y convirtiéndolos en un mero cascarón estético. Ready Player One, libro convertido a película, refleja la consecuencia última de este fenómeno: el mundo que nos presenta no dista tanto del cataclísmico sistema mundial de Snow Crash, pero lo que importa es que con tus gafas de realidad virtual entras en un plano en el que lo que importa es cuantos referentes pop puedas encontrar, ya sea la moto de Akira o el Gigante de Hierro. El ambiente que recrean estas narraciones, de high tech-low life (alta tecnología-baja calidad de vida), ha sido totalmente mal interpretado por los tecnobillonarios, quienes, cómo dice la profesora Jill Lepore, después de haber leído historias sobre la creación de mundos en la infancia, ahora como adultos, tienen la suficiente riqueza para construirlos. Los demás estamos atrapados en ellos.
El trasfondo crítico de las distopías tecnológicas se deshace cual azucarillo y su historia responde a las fantasías básicas de hetero nerd. Sólo quienes han hecho de la cultura geek su identidad y saben que su porvenir está asegurado gracias a su posición de poder celebran estas retro(dis)topías. Al resto, se nos cancela el futuro y se reduce nuestra única utopía posible a los cortes publicitarios, como señala Neil Gainman en Señal y Ruido.
Por eso proponemos, frente al entusiasmo por un no-futuro y un mundo virtual que sólo sirva para paliar nuestras miserias analógicas, construir horizontes utópicos que cuestionen el antropoceno y el monopolio de la normalidad capitalista y patriarcal.