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El Metaverso como nostalgia: necesitamos la creación colectiva
I stood on a hill and I saw the Old approaching, but it came as the New.
Bertolt Brecht
La nostalgia vende. Lo saben las empresas de publicidad y los partidos fascistas. Con el paso del tiempo, el pasado se vuelve borroso y es fácil caer en la trampa de rellenar vacíos con recuerdos dorados. Hay quien piensa que hace una o unas cuantas décadas todo era mejor, pero en la mayoría de casos se confunde la propia juventud con el panorama real del momento en cuestión.
La veintena es, muchas veces, una etapa de descubrimiento, de adquisición de independencia y autoafirmación, en la que todavía no hay muchas cargas y en la que muchos futuros son posibles. Algo similar pasa con la infancia y la adolescencia, si hemos tenido la suerte de nacer en hogares y coordenadas geográficas que no nos hayan supuesto muchos quebraderos.
Por ello, recuperar productos culturales de épocas pasadas puede llevarnos a una sensación de confort. Lo conocido nos arropa en vez de cuestionarnos, sin suponer ningún peligro. Cabe destacar, además, que el proceso colectivo de adquisición de consciencia que ha tenido lugar en los últimos quince años, en aquello referente a temáticas como el feminismo o el antiracismo, hacen que revisitar series, canciones, novelas y revistas sea especialmente interesante. Haciéndolo descubrimos que el personaje de la gorda no estaba gorda en absoluto, que el romance con el que teníamos sueños húmedos era en realidad una relación violenta, y que la representación de personajes racializados era, en muchos casos, vergonzosa. Estas revisiones nos facilitan entender comportamientos propios, y puede llegar a ser satisfactorio comprobar que hoy en día nos horrorizan. Pero la parte más luminosa de esta vuelta al pasado, por la que seguramente se da con fuerza entre algunos sectores para nada conservadores, es la de descubrir artefactos culturales infravalorados en su momento. Las cosas de chicas, desde series de romance adolescente a anime de magical girls o boys bands, pasando por el rosa chicle y la purpurina, tienen una segunda vida al ser reivindicadas por cibercomunidades feministas. Los motivos son claros: la misogínia imperante de la época no nos dejó disfrutar al completo de la experiencia, que vivimos a escondidas, con remordimientos o untada en capas de ironía. En este panorama acomplejado, nos perdimos una de las mejores partes del consumo cultural: la socialización de la vivencia.
El deseo de no querer ser como las otras chicas supuso, para muchas, un rechazo brutal y absoluto a aquello relacionado, supuestamente, con el género femenino. Han pasado los años, y con una nueva perspectiva de género adquirida, muchas reivindicamos esta parte de la vida de la que nos avergonzamos. El color rosa es un buen ejemplo de ello, llegándose a acuñar el término rosacimiento, término que describe la recuperación de la relación de amor con el color rosa, perdida en algún momento de la infancia por un rechazo debido a la misoginia interiorizada.
Se fabrican productos a partir del algoritmo. Fórmulas a cero riesgo ideadas en despachos, taquillazos asegurados. Vídeos virales que ya han funcionado una primera vez, colaboraciones forzadísimas entre artistas musicales, miles de perfiles de Instagram indistingibles entre ellos
Revisitar el pasado, pues, puede ser constructivo y enriquecedor, pero hay que tener mucho cuidado en no caer en las redes de la nostalgia. Estas pueden suponer la antesala del fascismo, que trabaja con la idea de volver a un pasado glorioso que ni siquiera existió. Ser incapaz de valorar los avances sociales que permiten la existencia de identidades no hegemónicas parte de posiciones muy concretas que nunca tuvieron problemas por ocupar el espacio público. La crítica al neoliberalismo contemporáneo es posible sin necesidad de reivindicar estructuras patriarcales ni patrias opresoras.
La producción cultural de hoy en día se coordina con los estudios de mercado, segmentando el público y creando productos a medida a través de la minería de datos. El algoritmo, sobre el que no tenemos ningún tipo de control, acaba decidiendo, de forma más o menos sutil, qué serie vemos, qué podcast escuchamos o cómo nos vestimos. Más allá de la problemática evidente que supone la invasión publicitaria de nuestra cotidianidad y la especulación con nuestros datos personales, nos encontramos ante un atolladero inquietante: casi todo se produce intentando repetir, en forma de bucle infinito, un éxito comercial pasado. La tendencia algorítmica nos dificulta descubrir creaciones que, aunque difieran de lo que hemos consumido hasta ahora, podrían resultarnos fructíferas y ayudarnos a ampliar nuestros horizontes. Las cámaras de eco no nos permiten ir más allá de nuestra identidad cultivada y de nuestras preferencias pasadas. Resulta paradójico que, sintiéndonos tan especiales y libres en nuestras elecciones, se nos condicione casi tanto como cuando teníamos acceso a apenas unos pocos canales de televisión.
Grandes innovaciones culturales en todos los ámbitos surgieron del error, de la experimentación, del ocio sin la presión de la productividad. En el nuevo paradigma, esto no se está permitiendo. Absolutamente todo se monetiza, y la tecnología permite medir al milímetro el consumo, la productividad y el resultado.
Como señala Alejandro G. Calvo en su crítica a la película Uncharted, se fabrican productos a partir del algoritmo. Fórmulas a cero riesgo ideadas en despachos, taquillazos asegurados. Vídeos virales que ya han funcionado una primera vez, colaboraciones forzadísimas entre artistas musicales, miles de perfiles de Instagram indistingibles entre ellos... Esto no significa en absoluto que no se produzca arte y cultura de calidad. Vivimos un momento sin precedentes en lo referente al acceso a ellas y a los medios que facilitan su creación y difusión. La algoritmización de la cultura, sin embargo, implica que se mercantilice cada obra. La fórmula matemática no mide el hecho pasional que implica el arte, la magia no puede suceder a partir de una base de datos con estadísticas sobre qué es lo que consume la masa.
Si todos los productos culturales se idean a partir de aquello que ha dado rédito económico, estaremos condenadas a revisitar el pasado una y otra vez. La incapacidad de pensar más allá del capitalismo, la dificultad de generar utopías, están directamente relacionadas con los límites a la creatividad. ¿Como es posible que esté socialmente aceptado que haya tantas start-ups deficitarias pero la producción cultural y artística no pueda existir más allá de los beneficios que genere? No nos confundamos: los y las artistas bloqueadas en su libertad de expresión no lo están por una inexistente (y beneficiosa para la ultraderecha) cultura de la cancelación, sino por un mercado absolutamente dependiente de la aprobación del público, que ahora se puede medir meticulosamente a partir de los likes y las visualizaciones.
El egregor, pero, sigue habitando en los huecos que deja el tráfico de la red. Los memes, por ejemplo, escapan de la lógica de la producción algorítmica porque son difícilmente mercantilizables. Se trata de obras que circulan libremente, generando un gran impacto, sin que haya fórmulas infalibles para su fabricación. La creación colectiva sin ánimo de lucro sigue existiendo, impulsando e inspirando a miles de personas que encuentran satisfacción en crear, al margen de lógicas capitalistas. Todas hemos visto vídeos de TikTok en los que se va añadiendo más y más gente generando una obra colectiva, la Wikipedia es, a día de hoy, una de las fuentes de información más completas y fiables, y en Tumblr siguen naciendo movimientos estéticos que proponen formas de habitar el mundo generando un imaginario común a partir de lo bello.
Acabemos, pues, con el futuro fosilizado al que nos relega el algoritmo y la nostalgia, y construyamos un futuro inesperado, imperfecto, emocionante e insospechado por esas estructuras de poder que no nos permiten ir más allá.