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Juegos olímpicos
El brillo perdido de los Juegos Olímpicos
El 8 de agosto la ceremonia de clausura ponía fin a los Juegos Olímpicos de Tokio con la espectacularidad habitual, pero con una frialdad extraña, debido a la ausencia de buena parte de los deportistas. Y, aun así, cuando cedieron la bandera olímpica a la alcaldesa de París, los miembros del comité organizador debieron de soltar un largo suspiro de alivio. Habían logrado sortear el riesgo de un brote de covid-19 y llegar al último día sin la necesidad de suspender ninguna de las competiciones.
Con la desconfianza de la comunidad científica, con la oposición de buena parte de la población local, los Juegos se tenían que celebrar, por la misma razón que se vienen abriendo negocios, se permiten vuelos transoceánicos con aviones llenos de gente o se autorizan espectáculos con asistencia masiva
Las dudas acerca de la celebración de los Juegos se mantuvieron prácticamente hasta el día de la inauguración. Los deportistas iban aterrizando en Tokio y lo celebraban como si fuera un éxito en sí mismo, mientras se sucedían las manifestaciones en contra del evento. Al final, con la desconfianza de la comunidad científica, con la oposición de buena parte de la población local, los Juegos se tenían que celebrar, por la misma razón que se vienen abriendo negocios, se permiten vuelos transoceánicos con aviones llenos de gente o se autorizan espectáculos con asistencia masiva. Los Juegos Olímpicos son un gran negocio y toda la inversión realizada en los últimos años dependía de que se encendiera la llama y los deportistas empezaran a competir.
Desde su nacimiento, el Comité Olímpico Internacional (COI) vivió la dicotomía entre querer sacar adelante el proyecto olímpico y la necesidad de financiación. Los primeros Juegos de la era moderna, Atenas 1896, salieron adelante por la aportación económica del filántropo griego, George Averoff. Después, el intento de vincularlos a las exposiciones internacionales fue un rotundo fracaso, hasta que encontraron una solución dejando el coste de los Juegos en las arcas de la sede organizadora. A cambio, el COI garantizaba una propaganda a nivel mundial, un prestigio internacional, que cualquier ciudad quería disfrutar. Así se mantuvo, con mayor y menor éxito, hasta que los Juegos de Los Ángeles 84 abrieron una nueva era en el movimiento olímpico.
Era la edad de oro de Reagan y Thatcher, la puesta en escena del neoliberalismo occidental, cocinado en la Universidad de Chicago a principios de los años 70 y ensayado en América Latina durante toda esa década. Los Ángeles quería evitar el fracaso económico de los Juegos de Montreal, cuyos habitantes tardaron treinta años en pagar, e idearon el modelo de los patrocinadores oficiales. Al COI de Juan Antonio Samaranch le gustó el sistema y así nació el programa Socios Olímpicos, por el que grandes multinacionales pagan enormes cantidades de dinero para que su marca aparezca vinculada a los Juegos Olímpicos.
Al mismo tiempo, la ciudad del entretenimiento llevó los Juegos a una nueva dimensión. A partir de esa edición se convirtieron en un espectáculo a escala global, que garantizaba unas buenas dosis de audiencia en todo el mundo. Samaranch dejó de lado los problemas que habían tenido anteriores presidentes del COI con al amateurismo y se benefició del impacto de deportistas como Carl Lewis o Ben Johnson. Ocho años más tarde, la presencia de las estrellas de la NBA en Barcelona daba por cerrado definitivamente un debate que había durado casi un siglo. Los Juegos Olímpicos acogerían a los mejores deportistas del mundo, sin importar si cobraban por ello o no.
Crecieron los ingresos por patrocinio y crecieron también los ingresos por derechos de televisión. El COI veía cómo se multiplicaban los beneficios que atesoraba en bancos próximos a su sede en Lausana (Suiza), al tiempo que dejaba los costes en manos de unas ciudades a las que aumentaba las exigencias por albergar el mayor evento deportivo del mundo.
Durante décadas, los Juegos Olímpicos han sido el sueño de muchos alcaldes de las principales ciudades del mundo, cegados por la proyección internacional de una fiesta cuya factura pagarán los que vengan después
La fórmula parecía ridícula, pero, sorprendentemente, funcionó. Durante décadas, los Juegos Olímpicos han sido el sueño de muchos alcaldes de las principales ciudades del mundo, cegados por la proyección internacional de una fiesta cuya factura pagarán los que vengan después. También ha sido el sueño de unos ciudadanos dispuestos a hacer la vista gorda a cambio de recibir a los mejores deportistas del mundo. Todo bajo el supuesto dogma de que la organización de unos Juegos genera, en los años siguientes, un crecimiento económico en las ciudades organizadoras.
La realidad es que, desde Barcelona, ninguna ciudad ha experimentado un crecimiento significativo como consecuencia de la organización de los Juegos Olímpicos, pero eso no ha sido freno para que el COI siguiera recibiendo numerosas candidaturas en cada edición. Un fenómeno que sólo se puede explicar atendiendo al efecto real que la organización de unos juegos tiene en cada ciudad sede.
En palabras de, Jules Boykoff, profesor de la Universidad del Pacífico, los lugares comunes a la organización de unos Juegos son el aumento de la deuda pública, el desplazamiento de población local, el greenwashing y la militarización del espacio público. El periodista deportivo David Goldblatt, por su parte, destaca las acusaciones de corrupción en las licitaciones y adjudicación de las obras.
Para los Juegos de Pekín de 2008 se calcula que el gobierno chino desplazó de su lugar de residencia a un millón y medio de personas. Cuatro años más tarde le tocó el turno al barrio de Hackney Wick, seguido del proceso de gentrificación que ha vivido el este de Londres desde que el proyecto olímpico incluyera la regeneración de la zona. En el caso de Río de Janeiro fueron los habitantes de Vila Autodromo quienes se vieron expulsados de sus casas para que se pudiera construir la Villa Olímpica, que pasaría a ser, tras los juegos, un barrio de lujo. “No se podía eludir el destino que le ha sido otorgado a esta región. Por esta razón tenían que ser casas ricas y no casas para pobres”, declaró entonces Carlos Carvalho, promotor de las nuevas construcciones.
En el caso de los últimos Juegos, el presupuesto final ha sobrepasado los 30.000 millones de dólares, que terminarán pagando los ciudadanos de Tokio y de todo Japón
Ya desde la primera edición de los Juegos de la era moderna, el barón de Coubertin maquilló el presupuesto inicial para lograr convencer a las autoridades griegas. Desde entonces, el sobrecoste de las obras se ha convertido en una práctica habitual. En el caso de los últimos Juegos, el presupuesto final ha sobrepasado los 30.000 millones de dólares, que terminarán pagando los ciudadanos de Tokio y de todo Japón.
Asimismo, desde la masacre de Munich 72 y la bomba de Atlanta 96, la seguridad viene siendo uno de los retos de los organizadores, que no dudan en hacer grandes inversiones en mejorar tecnológicamente y dotar de mayores recursos a las fuerzas de seguridad. Todo este material queda en manos de las mismas instituciones y suele repercutir, en los años posteriores, en un aumento de la represión sobre la población local.
Estos aspectos han hecho aumentar las voces críticas hacia los Juegos Olímpicos. En Tokio, la pandemia hizo crecer aún más la oposición al evento y las protestas se sucedieron incluso hasta el día de la ceremonia de clausura. Ya no resulta tan fácil encontrar ciudades dispuestas a asumir la organización de semejante evento. En la 131ª Sesión del COI, celebrada en 2017 en Lima, se debía elegir la sede para los Juegos de 2024. Ante el escaso interés y con el temor de que la cifra bajara para la siguiente edición, se decidió repartir la organización de los juegos de 2024 y 2028 entre las dos únicas ciudades candidatas, París y Los Ángeles.
El modelo de unos Juegos gigantescos en los que la ciudad asume los gastos y el COI se queda con los beneficios parece haber entrado en crisis y ya se estudian alternativas
El modelo de unos Juegos gigantescos en los que la ciudad asume los gastos y el COI se queda con los beneficios parece haber entrado en crisis y ya se estudian alternativas. Hay quien habla de establecer una sede fija, idea que ya propuso el gobierno griego en el congreso posterior a la primera edición de 1896. Entonces la propuesta tuvo una gran acogida entre los miembros del COI. El barón de Coubertin, por su parte, guardó un prudente silencio y luego movió hilos para asegurarse de que la siguiente edición se celebrara en París.
Su empeño por internacionalizar el evento impidió entonces que la idea prosperara. Ahora, en tiempos de crisis, podría salir adelante. Eso sí, que nadie espere el gesto romántico de otorgarle la sede a Atenas. La elegida sería Los Ángeles, con más medios y mucho más cerca de los centros financieros. Al fin y al cabo, aunque oficialmente sea una organización sin ánimo de lucro, no es casualidad que el COI tenga su sede en Suiza.