La copia ha sido, históricamente, mal vista. Copiar implica traicionar, imitar mal, apropiarse de lo que no nos pertenece. Pero si uno escarba un poco, aparece otra historia. Mucho más ambigua. Mucho más humana también.
Los niños no inventan su lenguaje: lo repiten. El músico no empieza componiendo: imita una melodía que lo fascina. El pintor, antes de encontrar su trazo, copia. No hay génesis sin réplica. No hay estilo sin haber pasado primero por el túnel de otro.
Lo decía Stravinsky: “los buenos compositores imitan; los grandes roban”. No era cinismo. Era precisión. Porque copiar, cuando se hace con inteligencia, no es clonar: es fagocitar. Y este es un proceso mucho más orgánico. Es tomar una estructura ajena e introducirla en nosotros.
El escritor Hunter S. Thompson practicó esta idea de manera bastante literal. Solía transcribir El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald para mejorar su prosa. En su caso no imitaba, simplemente se limitaba a pasar por sus manos lo que él consideraba una obra excelsa.
En la práctica artística —como en la vida— copiar es una forma de acercarse. A un lenguaje, a una sensibilidad, a una forma de estar en el mundo. Pero no se trata solo de técnica: hay afecto en la copia. Hay deseo.
La admiración es envidia bien orientada. No como posesión, sino como impulso. No quiero tener lo que haces. Quiero poder hacerlo. Copiar, en ese sentido, es un gesto amoroso: reconozco en otro algo valioso y, en lugar de destruirlo, intento llevarlo en mí.
Desde la psicología del aprendizaje esto se sabe. Bandura lo llamó “aprendizaje vicario”. Se observa una conducta y se reproduce. Es una forma de economía cognitiva: copiar acorta el camino. No es trampa. Es método.
Pero la copia también es un estado transitorio. Nadie debería quedarse ahí. Porque el riesgo está en volverse fósil: una repetición sin reinterpretación. La copia solo es fértil si se rompe desde dentro.
Walter Benjamin temía la pérdida del “aura” en la reproducción técnica de las obras. Pero quizás el aura no reside en la originalidad de la obra, sino en la transformación que cada mirada hace de ella. El aura se regenera en la apropiación significativa, no en el objeto.
Un buen ejemplo es el manga japonés. Las escuelas de dibujo animado enseñan a copiar paneles de maestros. Durante años. Hasta que aparece el trazo propio. Una voz que no se encuentra: se arrastra hacia la superficie, que emerge como una exhalación.
Y hay algo bello en entender que nuestras primeras palabras no fueron nuestras. Que escribimos con sintaxis heredadas. Como una suerte de descarga de responsabilidad, porque hay voces que nos habitan sin permiso. Y está bien.
La naturaleza no es ajena a esto. El ave lira no canta sonidos nuevos: los imita. Su canto es un archivo vivo. Puede reproducir el canto de otras aves y también los aullidos, cacareos o gritos de otros animales. También es capaz de reproducir sonidos artificiales como una motosierra o el clic de una cámara. Canta lo que existe. Buscar y repetir es su propia naturaleza.
Kafka escribía cartas con la precisión de un notario. Pero lo que pocos recuerdan es que en su juventud intentó imitar a Flaubert. Flaubert, ese obsesivo de la frase exacta, del estilo como dictado divino. Kafka lo adoraba. Y lo copió. Hasta que se agotó.
Un día, dejó de intentarlo. No porque encontrara su estilo, sino porque se resignó a no tener uno. Escribió en las pausas del trabajo. Y entonces apareció esa voz —frágil, absurda, incompleta— que hoy reconocemos como suya.
Kafka no mató al maestro. Lo dejó ir. Porque lo que queda después de la copia no es la originalidad. Es la necesidad de seguir.
Y eso es más que suficiente.
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