La madeja
Oído/lengua/vientre

El oído que deja de prestar atención a la palabra del amo y se vuelve, inclinado ligeramente hacia abajo, a las que durante siglos callaron y al fin abandonaron la mudez, no será nunca subyugado.
Olalla Castro Hernández
14 jun 2025 06:00

En un tratado que titula Sucede que las orejas no tienen párpados, Pascal Quignard afirma: “En latín escuchar se dice obaudire. Obaudire derivó en la forma castellana obedecer. La audición, la audientia, es, por tanto, una obaudientia (una obediencia)”. Décadas antes, también Blanchot había relacionado el habla y la escucha con la dialéctica del amo y del esclavo. “El amo habla, palabra que es mandamiento. El esclavo solo oye. Hablar, he aquí lo importante. El que no puede sino oír depende de la palabra y viene solamente en segundo lugar”. Y es cierto que la lengua, durante tanto tiempo en manos del poder, ha sido un látigo, algo con lo que golpear aquello que se nombraba para hacerlo aparecer en el mundo bajo un determinado orden. En el momento en que no todas han tenido voz, el habla se ha convertido en un acto de violencia sobre quienes no elegían las palabras con las que las llamaban los otros, quienes pronunciaban únicamente después de ser pronunciadas.

Escuchar y asentir: esas fueron para muchas, durante siglos, las únicas opciones. En tanto los legisladores del lenguaje velaban el sentido —lo custodiaban y, al tiempo, lo cubrían—, la lengua seguía siendo un yugo. Obligadas a plegarse a las definiciones que el amo ofrecía, las subalternas encogían brazos y rodillas, encorvaban la espalda para caber en los nombres que les inventaban los demás. Pero, incluso en las distintas épocas en las que para la sierva hablar suponía morir, siempre hubo insurrecciones en la lengua. Muchas se irguieron y pronunciaron —del susurro al grito— su verdad. Taparon los oídos y abrieron las bocas, aunque ese gesto fuese el último que hicieran: quien muere hablando nunca muere en vano, pues cada revuelta implica una ruptura y, al quebrarse, la lengua siempre se ensancha un poco más.

En el motín de quienes recién aparecen en el lenguaje bajo sus propios nombres no siempre la intención es encerrar en la vieja celda al antiguo guardián —“Él domina para destruir. Ella domina para no ser dominada, para destruir el espacio de la dominación”, decía Cixous—. Las más de las veces, lo que prima orbita alrededor del propio sujeto oprimido: el deseo de liberarse, dominar-se, recuperar el control de sí. Entonces, si es posible otra palabra, si es posible hablar sin voluntad de mando, también es posible no devenir esclavas en la escucha.

Pliegue y cavidad, la oreja hospeda. Adopta la forma de un cuenco y, como tal, acoge, asila. Es el vientre donde las otras vienen a nacer. El oído que deja de prestar atención a la palabra del amo y se vuelve, inclinado ligeramente hacia abajo, a las que durante siglos callaron y al fin abandonaron la mudez, no será nunca subyugado. Por el contrario, en la palabra ajena encontrará la fuerza, el relato que falta para hacer posible el sueño colectivo, la rebelión total. Entonces la palabra de las otras se volverá nuestra en los oídos. Resonará en cada tímpano. Escucha y habla dejarán de alternarse y vendrán juntas, se darán a la vez. Ya nadie amo, ya nadie esclavo: destruido al fin el espacio de la dominación.

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