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La semana política
Lo que pasó, pasó
Ningún resultado electoral del pasado domingo ha dicho más de la época que el de la ciudad de Barcelona. Después de un recuento agónico, en el que el PSC mantuvo la segunda posición por poco más de 300 votos, la victoria de Junts y su candidato Xavier Trias es la noticia, y el anunciado apoyo de Esquerra Republicana de Catalunya, el broche a lo que ha pasado esta semana. Trias, representante de la burguesía catalana, regresa al lugar de los hechos nueve años después. Fue derrotado en 2015 por Colau, tercera tras las elecciones del domingo, y con ella llegaron ocho años de políticas innovadoras a Barcelona.
Vuelve el orden –entendido como la victoria inevitable de los patricios sobre la plebe– y se agarra al último recuento el cambio, más ecléctico y difícil de definir puesto que, pese a los avances, no se trató de la victoria de la plebe sobre el patriciado, sino de una más modesta utopía de coexistencia pacífica adaptada a los nuevos tiempos. No hay, del otro lado, intención de coexistir. El objetivo de echar a Colau, como ha descrito Steven Forti, era una consigna de clase, un consenso en la zona alta de Barcelona, el “Upper Diagonal”.
No ha resuelto el problema de la vivienda y la ciudad siguió viviendo la problemática contradicción del turismo de masas, pero el equipo de Barcelona en Comú puso varias piedras en la consideración de la economía social como un elemento clave para la construcción de las ciudades post-cambio climático. Lo fundamental, no obstante, no fue solo lo que llevó a cabo la todavía alcaldesa de Barcelona sino las resistencias que ha encontrado.
El llamado “lawfare”, cuya virulencia contra Podemos sí ha sido suficientemente documentado, se cebó con Colau y su equipo. Las querellas y denuncias de los fondos de inversión han torpedeado la actividad ordinaria, y decisiones como las del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya de anular un servicio pionero como el de salud dental para familias vulnerables, han mostrado los límites que impone la razón de Estado convertida en una razón del beneficio privado –lex mercatoria– que está por encima del bien común. Y, cuando no llegaban las brigadas de abogados corporativos, llamaron a los desokupas.
Si este es el final de una etapa no es por la posibilidad de que no haya “unidad” de cara a las elecciones de julio sino porque se ha terminado la inercia en la llegada de nuevos votantes
La “política del cambio” entendida desde su inicio como una apuesta por ensanchar los límites de lo posible y estrechar al mismo tiempo las desigualdades urbanas tuvo en Barcelona su campo de pruebas más acabado. Así lo han vivido los votantes de las zonas más ricas de la ciudad, que el domingo votaron masivamente por Trias y contra Colau. Así se lo ha tragado ERC, atorado por la dificultad para dar por cerrado el capítulo del procesismo, que ha optado, en clave nacional, por apoyar a Trias –y al “upper” Diagonal– para borrar a Colau (y a la utopía de una coexistencia en clave nacional) de los cuadros de mando de la novena ciudad europea por PIB.
El domingo venció la restauración, en el sentido clásico del término y en casi todo el territorio. Las excepciones las pusieron EH Bildu y el Bloque Nacionalista Galego y Más Madrid. Ninguno de los tres partidos son estrictamente partidos del cambio, los dos primeros –junto a Compromís o ERC, que el domingo tuvieron malos resultados– son clásicos a su manera y tienen largo recorrido en la disputa contra el orden tradicional en sus territorios. En el caso de Más Madrid, el partido es consecuencia del “cambio del cambio”, de una inteligente adaptación al medio tras constatar los límites encontrados en el primer periodo de llegada a los Ayuntamientos. Su referente ético, Manuela Carmena, tomó las decisiones oportunas en 2015 y 2019 para vencer, a su manera, la contradicción entre patricios y plebeyos en una ciudad y una comunidad dominada por los primeros. En ese trance, el proyecto perdió –o renunció– a algo que Colau sí ha sabido mantener: la cohesión del grupo inicial.
Camino a la derecha
Las filas no están prietas y las tropas están exhaustas. La resaca del domingo 28 de mayo fue bruscamente interrumpida por el anuncio de Pedro Sánchez de que se disuelven las cortes y se produce la convocatoria de elecciones el 23 de julio. El PSOE tiene una estrategia definida: se reivindica como uno de los dos partidos del orden que hay en España. Por eso ha pactado un acuerdo con el PP para dejar a EH Bildu fuera de las instituciones vascas allí donde sean necesarios sus votos.
En el periodo de dos meses, los resultados electorales en Turquía, Grecia o Finlandia –sumados a los de Suecia e Italia de finales de 2022– han señalado que el camino a la derecha es ancho en todo el continente. Después de las elecciones del 28M, el sex appeal del Gobierno de coalición y sus medidas de contención en materia de derechos sociales quedó amortizado. En la campaña, Sánchez reivindicará la gestión económica más reciente pero más aún la experiencia del PSOE en la administración de la “única política posible”, aunque esta afloje la rienda en determinados momentos y la vaya a apretar –mediante las políticas de austeridad– en el futuro inmediato. Sánchez lo debe hacer así si quiere ganar y, más aún, si quiere conseguir el objetivo que no logró en 2019: gobernar en solitario. Lo hace así porque es como está programado el partido al que pertenece.
Las filas están exhaustas y las tropas no están prietas. La derrota de Podemos el 28M puso el colofón a su etapa. Lo hizo como ha sido todo en Podemos, de manera extrema, con estrépito y romanticismo: el cielo y la hostia padre estuvieron a dos décimas de distancia. Al final, el suelo.
Lo que viene, Sumar, está hecho de otra madera y hace una lectura diferente del mapa de esta nueva etapa. Su virtud es que esa lectura está proyectada en el tiempo. Cuando Yolanda Díaz habla de un proyecto a diez años confirma, aunque sea de manera tácita, que actualmente hay un bloqueo para todo lo que conlleva tratar de democratizar el país. Su defecto, entonces, no parte de la lectura sobre el auge de las tendencias del orden que triunfan en todo el continente –nunca puede ser un defecto aplicar el principio de realidad– sino que hay demasiadas dudas sobre la intención de cohesionar al grupo e integrar a los derrotados de la etapa anterior. Hay algo de falta de realismo en la idea –con la que coquetean abiertamente sectores de ese espacio– de que Podemos y todo lo que significa se puede volatilizar, con o sin unidad. Hay falta de realismo, y mucho de revanchismo, en la narrativa según la cual Irene Montero “resta” en un proyecto político.
Si este es el final de una etapa no es por la posibilidad de que no haya “unidad” de cara a las elecciones de julio sino porque se ha terminado la inercia en la llegada de nuevos votantes a los espacios del cambio. Ilusionados o quemados, son los mismos. No hay desborde ni brecha sino un juego, en el mejor de los casos, de suma cero, en el que los rendimientos electorales del “espacio” de izquierdas a la izquierda del PSOE –y esa nomenclatura vaga es un síntoma del problema– van decreciendo.
La nota optimista que ejemplifica el “caso Barcelona” es que, aunque no se haya percibido completamente en este tiempo, la victoria de 2015, y el momento que se abrió en esa fase de esplendor, fue objeto de una reacción violenta por parte de los poderes salvajes y patricios, del Estado y de las ciudades, lo que da muestra de que se estuvo a punto de subvertir las normas de la “única política posible”. Y si pasó puede volver a pasar.
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Sigo perplejo ante la pérdida de Carmena frente a Almeida, que junto a Ayuso son los dos títeres de la política del esperpento nacional. Y ahí siguen.
Eso sí, toda esa gente que se autodenomina antiespecista, anticapitalista, antifascista, feminista antiterf, etc, etc, que no vota porque le da calambre, henchida de sí misma en sus arcadias felices...
Cuando vaya Desokupa a sacarla de su paraíso se caerá del guindo.
Cuanto se puede aprender de la historia de Roma, y que poco han cambiado las cosas, los patricios han derrotado una vez más a la plebe.