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Cooperación internacional
Esa democracia de la que usted me habla
En el auditorio de la Casa América de Madrid, lleno a abarrotar de diplomáticos y profesionales de la cooperación y las relaciones internacionales, Martín Caparrós soltó una de esas verdades que, de sencillas, caen como una lápida y retumban con estruendo:
- No sé qué contrato social vamos a rehacer, porque en América Latina nunca existió ninguno.
Jorge Volpi, el escritor mexicano, en la sesión posterior, aprovechó la grieta abierta por el periodista argentino en la escrupulosa corrección del discurso político:
- En realidad, sí que existe. Es como aquello que firmamos cuando entramos en Facebook y que nadie se lee ni conoce sus consecuencias. Claro que existe, y está escrito para preservar y reproducir los privilegios de una minoría en toda la región.
Esa región es América Latina. Pasan demasiado minutos hasta que Indira Huilca, la excongresista y activista peruana, mente a la bicha. Es la desigualdad, estúpidos. Eso que hace que la gente salga a las calles a protestar es la constatación de que esa democracia de la que usted me habla no ha resuelto sus problemas, ni probablemente lo haga nunca. Todos los barómetros, encuestas y centros de análisis detectan cómo el espejismo de crecimiento igualitario se rompió tras el estallido de la crisis inmobiliaria del 2008 y ya no se ha vuelto a recuperar. La pandemia, de la que en ningún lugar nadie ha salido mejor persona ni ningún colectivo reforzado, ha postergado estallidos que ahora se ven inevitables. La protesta violenta se vislumbra en el horizonte, la aceptación de gobiernos autoritarios crece en las gráficas a cambio de que resuelvan, sin preguntas incómodas, los problemas de la ciudadanía.Es el sistema económico, amigo. América Latina sigue siendo una finquita, una inmensa mina, un bosque sin fin en el horizonte, una corriente de agua imparable, campos de cultivo hasta el infinito ante nuestra vista. Y la desigualdad, fácil de alimentar con ese sistema extractivista, una opción que la mayoría de gobiernos de la región adoptó, para que los márgenes de ganancia de las commodities se mantengan en los niveles que las oligarquías esperan. A pesar de las reclamaciones de la sociedad civil, de la gente de a pie, esa opción por la desigualdad no afloja. No hay recursos para la educación y los elegantes becarios latinoamericanos que toman notas en esa sala abarrotada del centro de Madrid nunca habrán bajado de los cerros de Lima o Caracas, para tomar un avión y estudiar relaciones exteriores en la capital del antiguo imperio. ¿Saben cuántos delitos se denuncian en México? El 10%, porcentaje del cual no llega a resolverse ni el 1%. Ni de largo. Impunidad y contrato social son incompatibles, pero la justicia social no es gratis, alguien tiene que pagarla.De esos cerros solo baja rabia e impotencia. Pocas veces llega a cristalizar en procesos como el de Chile, ahora mismo la gran esperanza refundacional de la democracia en el continente. Sea lo que sea eso de la democracia: los expertos a los que miran atentamente los becarios encorbatados denuncian que en América Latina ya solo basta con ganar los comicios. Una vez en el poder, no hace falta ejercer la democracia. El sistema de partidos ha saltado por los aires, aquellos que propiciaron la transición a esta democracia de zaguán, desde las oscuras dictaduras militares de finales del siglo pasado, prácticamente han desaparecido. Los presidentes gobiernan solos, a veces hasta les sobra el concurso de jueces y parlamentos, y siempre les molesta la impertinencia de su sociedad civil, residuo y espejismo democrático, decadente.
Es el sistema económico, amigo. América Latina sigue siendo una finquita, una inmensa mina, un bosque sin fin en el horizonte, una corriente de agua imparable, campos de cultivo hasta el infinito ante nuestra vista.
Nuestro Ministerio de Exteriores ha decidido poner su granito de arena para reconstruir un contrato social que no deje a nadie atrás, como reza el título, y esta es la primera sesión del programa que ha ideado. No sabemos a quién se ha encomendado ni qué hay más allá del placer de escuchar a tan autorizadas voces. La democracia nos preocupa solamente cuando el ruido de tantas tripas vacías se hace ensordecedor (durante la pandemia, apunta uno de los ponentes, un tercio de las familias latinoamericanas ha pasado al menos un día sin comer), y seguimos confiando en que un desarrollo sostenible, verde y amable, en manos de los de siempre, multiplicará panes y peces para acallarlo. Seguimos votando a favor de acuerdos de inversiones y tratados comerciales, como hace pocos días sucedió con Colombia, que reproducen ese sistema injusto con el que América Latina sigue desangrándose. Seguimos mirando hacia otro lado en lo que respecta la protección de activistas ambientales o sindicales. En estos días se negocia la nueva Ley de Empresa y Derechos Humanos, por cierto, una ocasión inigualable para limitar los abusos de las grandes empresas e inversiones con base en España, que puede quedar en otra capa de pintura verde si nos despistamos.
A estas alturas, ya no esperamos nada de esas élites y de esos próceres, de los que se suponía debían emanar todas nuestras libertades. Violencia es la suya, no la de los cerros que inundan las avenidas. Esa democracia está todavía por construir. No la de las urnas y los candidatos, sino la de cada día, la que da pan, agua y aire limpio o te deja llegar a casa tranquila por la noche después de estudiar, trabajar o bailar. Para esa democracia necesitamos una nueva cooperación internacional, que apele a una ciudadanía libre y movilizada. Y el resto de política públicas, claro, ¿de qué estábamos hablando, si no?