La utopía en actos
La revuelta de los Ciompi, primera insurrección obrera de la historia europea

A finales del siglo XIV, el ‘proletariado de la lana’ y el pueblo bajo se levantan en Florencia reclamando igualdad entre todos los ciudadanos.

2 dic 2017 07:30

A finales del siglo XIV, la república de Florencia, donde los negocios, la banca y la manufactura florecían, se convierte en laboratorio de las relaciones sociales capitalistas en la Europa feudal. Excluida de la cumbre de la pirámide social por las grandes familias comerciantes, la antigua nobleza feudal acabó por borrarse en el exilio y en el olvido. El fraude y el tumulto, la intriga y el clientelismo, son los instrumentos de las luchas que enfrentan entre sí a los clanes burgueses de los Albizzi, los Ricci, los Strozzi y otros Médici.

En 1378, el conjunto de los ciudadanos de la ciudad-Estado está dividido en 21 corporaciones, o “artes”, cuyos delegados constituyen el Consejo del Pueblo. El consejo supremo de las artes se llama Señoría y se compone de 12 miembros, de los que dos representan las artes menores (artesanos) y cuatro a los notables de los barrios, mientras que los otros seis son elegidos en el seno de las artes mayores, formadas por la alta burguesía… Elegido solo para dos meses, ese gobierno patricio designa un confaloniero de justicia que tiene bajo sus órdenes a mil mercenarios armados.

El gremio de los pañeros, l’arte della lana, ha alcanzado la hegemonía desde que la fabricación del paño se ha convertido en el principal recurso de Florencia, atrayendo las inversiones. El gremio constituye un Estado dentro del Estado, recaudando impuestos, emitiendo créditos y sobornando a mercenarios para hacer reinar una disciplina férrea en los talleres.

De las diferentes categorías de trabajadores de la lana, la más numerosa es la de los obreros poco cualificados de las pañerías (cardadores, lavadores, tundidores), supuestamente representados en las instancias de poder por sus empleadores… Se les paga por jornada, y muy poco, y los patrones pueden despedirlos a su antojo. Es el “proletariado de la lana”, al que se llama los “Ciompi”, pero ese término engloba a todo el pueblo bajo: estibadores, mendigos, ladrones, etc.

El sorteo de la primavera de 1379 desemboca en la designación del banquero Salvestro de Médici como confaloniero de justicia. Su clan está, lo sabemos, prometido a las cumbres –Cosme y después Lorenzo de Médici alcanzarán el poder absoluto en Florencia, dos papas llevarán su nombre, y finalmente esa sangre plebeya se mezclará con la de los reyes de Francia–. Salvestre es un personaje importante, pero la fortuna de su familia es reciente. Para satisfacer sus ambiciones e imponerse frente a la oligarquía tradicional, no tiene otra elección que la de crearse una clientela en las clases bajas.

Salvestre y sus personas de confianza proyectan provocar un motín y manipularlo a su antojo para eliminar a las facciones rivales. Esa lógica de la provocación les atraerá a posteriori ese célebre reproche de Maquiavelo: “Que se guarden de excitar una sedición en una ciudad jactándose de poder pararla o dirigirla a su voluntad”. Y, en efecto, la revuelta que atizaron no será una de esas revueltas sin continuidad muy frecuentes en la época. Será de hecho la primera insurrección obrera de la historia, que verá a trabajadores exasperados echar fuera de Florencia a sus explotadores más despiadados, afirmando su propósito de instaurar la igualdad entre todos los ciudadanos.

Salvestre se encarga de dar motivos para el tumulto proponiendo a la Señoría votar la amnistía de la nobleza florentina despojada y exiliada. La mayoría del consejo supremo rechaza, como estaba previsto, esta propuesta. Salvestre convoca entonces el Consejo del Pueblo y exhorta a las masas a defender los principios republicanos. La asamblea se convierte en levantamiento. Las callejuelas se llenan de hombres armados con picas y hachas. Los artesanos de las artes menores están en primera línea, estandartes al viento, y los Ciompi los siguen y los empujan a actuar. La Señoría se apresta a votar la ley de amnistía. La multitud consiente en dispersarse, no sin antes haber tomado conciencia de su fuerza.

Cuatro días más tarde, una enorme procesión popular invade las calles de Florencia. La Señoría, en pánico, proclama entonces la balía, una especie de asamblea general prevista por la Constitución para hacer frente a las situaciones de urgencia. Pero la balía todavía no había acabado de deliberar cuando los Ciompi entregan las suntuosas viviendas patricias al saqueo y al incendio.

Habiendo ganado esta primera batalla, el pueblo se calma durante una decena de días pero permanece dueño del espacio público. El 11 de julio, las corporaciones forman largos cortejos armados en toda la ciudad y consiguen de la Señoría la nominación de una comisión encargada de establecer nuevas reglas sociales. 

Los Ciompi son conscientes de que corren el riesgo de ser los marginados de estas conversaciones. El arresto de uno de sus líderes precipita los acontecimientos y reaviva el furor popular. El 21 de julio, la Señoría convoca a las milicias de barrio a la plaza del Palacio para asegurar la defensa, pero estas se niegan a obedecer, y es la multitud la que toma posesión de la plaza. Desde las murallas del Palacio, una ráfaga de flechas se abate sobre los asaltantes y no hace más que avivar su ardor. Ya es demasiado tarde para negociar cuando los gobernantes se resignan. La jornada transcurre entre saqueos e incendios.

El 22 de julio, los Ciompi se apoderan del prebostazgo, que se convierte en la sede y la fortaleza de la insurrección, mientras que el preboste, odiado por todos, es entregado al furor mutilador de las mujeres del pueblo. La Señoría acaba por aceptar todos los puntos del programa de los sublevados: revisión del sistema fiscal en detrimento de los ricos, supresión de las milicias patronales, creación de tres nuevas artes, una de las cuales engloba al “pueblo menudo”. Un tercio de las funciones públicas debe atribuirse a esas nuevas artes, y otro a las artes menores, lo que significa despojar a la oligarquía de su poder.

El 23, un consejo extraordinario de todos los organismos municipales es convocado para ratificar esa revolución constitucional. Los Ciompi acampan en la plaza de la Señoría, bajo la luz de las antorchas. Los altos magistrados son forzados a abandonar su palacio. Todo el poder está en manos de los insurgentes.

El 8 de agosto se crea una nueva fuerza municipal, constituida ya no por mercenarios, sino por ciudadanos hasta ayer desprovistos de sus derechos civiles. Pero la idea de un reparto igual del poder político con la burguesía es una quimera. El cardador Michele di Lando, nuevo confaloniero de justicia (y secuaz de Salvestre), proyectado desde la miseria a la cumbre del poder, pronto ejercerá una feroz dictadura para yugular las pasiones igualitarias de los sublevados, rechazando todas sus peticiones. Los Ciompi lo recusan y forman su propio consejo, que tiene lugar en la iglesia Santa Maria Novella. Michele llama discretamente a los proscritos a los que la revuelta ha expulsado y congrega a mercenarios. Después hace masacrar traicioneramente a los emisarios de los Ciompi que habían venido para presentarle las exigencias de la plebe, y desencadena así el último combate.

El 1 de septiembre, Michele se pone a la cabeza de su tropa contrarrevolucionaria y consigue coger por la espalda a la horda de los Ciompi que de nuevo asedia el palacio de la Señoría. En pocos instantes la plaza se cubre de cadáveres, y se produce la desbandada. La represión es infinitamente más sangrienta que el levantamiento.

La milicia popular y el arte del pueblo menudo son disueltos, sus partidarios perseguidos, y las artes menores pierden la mayoría en las funciones públicas. La facción de los Médici no consigue asentar de manera duradera su influencia sobre una pequeña burguesía que, harta de ver la sangre derramarse, lo único que pide es someterse al partido del Orden.

Ya nada se opone a la restauración de los antiguos señores que la insurrección había dispersado como gorriones en el firmamento toscano. Desde enero de 1382, la situación que prevalecía antes de la revuelta es restablecida: Michele di Lando y los notables reformistas también son proscritos; la jerarquía social se reforzó de manera duradera y el poder de los empresarios es de nuevo absoluto: hasta la más mínima congregación de obreros es prohibida. La rentabilidad máxima del trabajo vuelve a convertirse en la triste finalidad de la sociedad florentina.

Pero el espectro de los Ciompi y sus avatares futuros no dejarán de aparecerse en las pesadillas de los pudientes.

Maquiavelo arenga a los ciompi
Cuando Maquiavelo se lanza a relatar esta crisis social crucial en la historia de su querida ciudad, no solo aclara el acontecimiento con su penetrante sagacidad, sino que también nos proporciona algunas de las líneas más bellas que han salido de su pluma: la arenga a los Ciompi, monumento demasiado desconocido de la literatura subversiva. El fiel servidor del Estado, el taimado teórico del principado, se pone por una vez la máscara de agitador para poner en guardia, de manera indirecta, a los poderosos contra la fuerza y la inteligencia táctica que pueden alcanzar los pobres enardecidos. Pero lo hace con tanta lógica, talento y convicción que los consejos que prodiga a los insurrectos siguen siendo pertinentes hoy. Medítalos bien, lector que sueña con voltearlo todo, pues, como decía Saint-Just poco antes de ser guillotinado: “Los que han hecho las revoluciones a medias no han hecho más que cavarse su propia tumba”.

“Si tuviéramos que deliberar sobre si hay que tomar las armas, robar y quemar las casas de los ciudadanos y saquear las iglesias, quizá yo preferiría una pobreza en paz a una ganancia peligrosa. Pero puesto que ya se ha hecho mucho daño, y las armas ya se han tomado, hay que pensar en los medios de conservarlas, y protegerse de las investigaciones sobre el pasado.

Si este consejo no nos llegara, creo que la propia necesidad nos lo sugeriría. Esta ciudad, como véis, está llena de odios y resentimientos contra nosotros: los ciudadanos se reúnen; la Señoría hace piña con los otros magistrados. Creed que se urden tramas contra nosotros, y que nuevos peligros amenazan nuestras cabezas. En nuestras deliberaciones debemos intentar alcanzar un doble objetivo: la impunidad por el pasado y una existencia más libre y más feliz para el futuro.

En mi opinión, para que se nos perdonen nuestros antiguos errores, hay que cometer otros nuevos, redoblar los excesos, multiplicar los robos, los incendios, y aumentar todo lo posible el número de nuestros cómplices. En efecto, cuando los culpables son muy numerosos no es posible castigar a nadie. Son los pequeños pecados los que se castigan; los grandes crímenes se recompensan. Cuando mucha gente sufre, pocas personas buscan vengarse. Se soporta más pacientemente las injurias generales que las particulares […].

Gente como nosotros, a la que devora el miedo al hambre y a la prisión, no puede ser frenada por el miedo al infierno. Si observáis la conducta de los hombres, veréis que todos aquellos que consiguen una gran fortuna y poder solo lo alcanzan a través de la violencia o del engaño; después los veréis intentar honrar con el falso título de “ganancia justa” las ventajas que no deben más que a las artimañas y a la violencia. Aquellos que por estupidez o por exceso de pusilanimidad no saben recurrir a esos medios se marchitan cobardemente en la servidumbre, y se estancan en el fango de la pobreza, pues los sirvientes fieles siempre serán sirvientes, y los hombres honestos siempre serán pobres […].

De este modo, o seguiremos siendo los amos absolutos de la ciudad o al menos nos convertiremos en tan poderosos que no solo nos haremos perdonar nuestros excesos pasados, sino que podremos además hacer que teman otros nuevos. Esta determinación, lo reconozco, es osada y peligrosa, pero cuando la necesidad manda, la audacia se convierte en prudencia: en las grandes empresas, los hombres valientes nunca han calculado los peligros. Los proyectos rodeados de peligros siempre encuentran al final su recompensa, y nunca se sale de un peligro sin afrontar uno nuevo.

Me parece, de hecho, que cuando vemos cómo se preparan las cárceles, las torturas, los cadalsos, es más peligroso esperar apaciblemente que buscar ponerse a cobijo: en el primer caso, el daño es claro, en el segundo es dudoso. ¿Cuántas veces os he oído quejaros de la avaricia de vuestros amos y de la injusticia de vuestros magistrados? Ha llegado el momento no solo de liberaros de su yugo, sino también de convertiros en sus amos, hasta el punto de que no tengan más temas para quejarse y para asustarse de vuestro poder que vosotros del suyo. La ocasión que se os ofrece tiene alas: si en algún momento emprende el vuelo, vuestros esfuerzos por volverla a atrapar serán inútiles”. 
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