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Laboral
Eloy Fernández Porta: “La cultura promete el cielo, pero el sector cultural trae el infierno”
“Somos los hijos tarados de la Ilustración y la contracultura”, escribe Eloy Fernández Porta en su último ensayo. No puedo evitar imaginar a Montesquieu encerrándonos en una habitación del castillo de su familia en La Brède, avergonzado de que las visitas pudiesen ver el engendro que había producido. Pienso en la esposa desquiciada que el señor Rochester tenía encerrada en la azotea mientras él coqueteaba con la joven institutriz Jane Eyre, en el gemelo trastornado de Bart que la familia Simpson tenía confinado en la buhardilla y alimentaba con restos de pescado. Esto no tendría que haber salido así, murmura Montesquieu con las manos sudorosas mientras echa la llave.
Los brotes negros. En los picos de ansiedad (Anagrama, 2022) habla de ese proceso de expulsión a la azotea y de cómo en el piso de abajo la industria cultural sigue celebrando fiestas con la música bien alta. También de la medicación, de los episodios de ira y de desesperanza, de la productividad, de la adicción al trabajo, del duelo. De un sufrimiento psíquico que aquí es personal pero en el que no es difícil verse reflejado.
Una de las cuestiones que tratas en el libro es cómo la industria cultural exprime a la gente que trabaja en ella para después desecharla cuando ya la ha agotado. Esto no solo ocurre en este sector, pero ¿crees que el consumo de trabajadores es más rápido aquí que en otras industrias? ¿Hay alguna diferencia entre el modo de funcionamiento de la industria cultural respecto a otras?
Como trabajador en ese sector me he sentido explotado y explotador; he hecho tareas complicadas por poco dinero, y le he pedido a otras personas que hicieran lo mismo. Esta dinámica se va haciendo cada vez más intensa y exigente, hasta que uno no puede aguantar el ritmo y explota. Esta lógica laboral de usar y tirar personas humanas la veo también, claro está, en otras profesiones. El caso del sector cultural es, si cabe, más indicativo, porque las cualidades que se le presuponen al trabajador —la vocación, el desinterés, la disponibilidad total para con sus proyectos— se han extrapolado a otros campos, y se usan como modelo del ‘empleado del mes’. Dicho de otro modo: la cultura promete el cielo, pero el sector cultural trae el infierno.
En una entrevista, Christina Rosenvinge contaba que se había podido dedicar a la música porque había tenido la “beca Rosenvinge”, es decir, una familia que le había podido dar una renta durante los siete años que tardó en poder vivir de la música. ¿Crees que esto es así, que la cuestión económica o de clase es importante para aguantar en la industria cultural?
Sin duda es un factor relevante. Por otra parte, a Christina Rosenvinge también la recuerdo diciendo que a lo largo de una carrera “solo hay una bala”, o sea, una única oportunidad de lograr un éxito que lleve a la profesionalización. Eso ya no depende de si el artista dispone de fondos o ahorros para sobreponerse a un fracaso comercial. Por lo que respecta a la imagen del artista, entre los espectadores hay más que prefieren ver a un escritor que creció en una casa sin libros que a uno que creció en la biblioteca de una mansión. Porque el primer caso es representativo del valor de la cultura como ascensor social, mientras que el segundo parece reafirmar una jerarquía preexistente. A mí a veces me dicen que, claro, como tu padre era catedrático y tu madre trabajaba en editoriales, entonces tú… ¿entonces tú qué? Mi padre tuvo que picar piedra durante décadas y su posición en política y en la academia fue poco menos que marginal durante la mayor parte de su vida. En cuanto a mi madre, pasó largas temporadas en paro, fue explotada en empresas editoriales como Gedisa o Pacmer. Cuando tus padres se han pasado la vida deslomándose y acaban falleciendo cuando les tocaría retirarse cambia bastante tu percepción sobre las virtudes del trabajo cultural.
En los últimos años tanto en las redes sociales como en diferentes ensayos se han criticado bastante las condiciones de la industria cultural y de la carrera académica. Sin embargo, a veces tengo la sensación, sobre todo con tuits que se han hecho virales, de que esas críticas se construyen más desde un “qué hay de lo mío” que desde la intención de verlo como algo más global y quizá construir puentes con trabajadores de otros sectores. ¿Es elitismo, creemos de verdad que nosotros no nos merecemos eso y una limpiadora o una camarera sí?
A mí nunca me prometieron que a fuerza de estudiar fuera a conseguir gran cosa, y no se me escapa que el trabajo cultural no está entre los más extenuantes físicamente. Solo me prometieron una vida de trabajo continuo, con las alegrías puntuales que pueden suscitar la creatividad y la imaginación; por ese lado, no puedo decir “¡que me devuelvan mi dinero!”. En cambio, no podía prever que haciendo trabajos especializados en tres idiomas 24/7 no podría ganarme la vida.
Tampoco era previsible que tareas como la docencia, la crítica o el comisariado dejaran de ser profesiones y se convirtieran —en muchos casos— en bolos por los que se pagan cantidades de tres cifras, del lado bajo de las tres cifras. No sé si me merezco haber acabado en un micropiso dando gritos de ansiedad hasta que vinieron los bomberos o dándome de hostias en la cabeza con la tapa de la papelera para intentar atenuar el dolor psíquico, a lo mejor sí; en cualquier caso, no se lo deseo ni a una empleada de la hostelería ni a nadie. También quisiera señalar que la sensación de pertenecer a una élite no es exclusiva del campo cultural, es un sentimiento que se desarrolla a partir de un cierto grado de especialización, de un cierto tiempo de trabajo, y de un imperativo de distinción que no solo se da desde las clases privilegiadas, sino que se reproduce en la distinción entre proletariado y lumpenproletariado y sigue funcionando en esos contextos.
Hay partes de tu ensayo, sobre todo las que cuentan el empeoramiento de las condiciones de trabajo de la docencia universitaria, que pueden leerse desde el discurso de la precariedad, aunque creo que tú no lo enfocas desde ahí, en el sentido de que este discurso suele entender la precariedad casi como un peaje que hay que pagar en la juventud para poder acceder a determinados puestos.
Precario es el becario que cobra una miseria por dar cursos que corresponderían a un titular, y lo es también el escritor de 60 años que se presenta a un premio no para aumentar su caudal sino porque no llega a fin de mes. Por tanto, estas cuestiones no deberían abordarse desde la perspectiva de un combate entre promociones sucesivas, por mucho que algunas generaciones precedentes lo hayan tenido “menos difícil” en cuanto a los precios del alquiler o al coste de la vida. Son una problemática transgeneracional. Y sí, en el campo de las artes se ve claramente cómo la figura del “autor emergente” no evoluciona hacia un autor “asentado” o “establecido”, sino que se eterniza en una situación intermedia como un delfín que va emergiendo y sumergiéndose eternamente.
No sé si has visto por redes el meme de “No necesitas un psicólogo, necesitas un sindicato”. Como en tu libro abordas la cuestión de cómo ha tratado la izquierda la salud mental, quería preguntarte qué te había parecido.
“Diabético: No necesitas insulina, necesitas un sindicato”. “Hipotiróidea: no te tomes la medicación para la tiroides, afíliate a Comisiones”. Ese meme, y el discurso que suele venir con él, pasa por alto todos aquellos casos en que las dolencias psíquicas tienen un origen neurológico y, de hecho, descarta la neurología misma como si no tuviera nada que aportar a la cuestión. Es anticientífico, irracionalista, supersticioso y, desde luego, peligrosísimo para aquellas personas que sí requieren terapia, medicación o combinaciones de las dos cosas.
Por otro lado, no olvidemos que los problemas de salud mental no empezaron con la Revolución Industrial y no son exclusivos del criptocapitalismo ni producto únicamente de la presión laboral. En el libro comento el célebre texto de Ernesto Guevara sobre las responsabilidades de los jóvenes comunistas, y señalo cómo la palabra “trabajo” se repite decenas de veces, cómo se llama “trabajo voluntario” a lo que, a todos los efectos, son trabajos forzados, y cómo la ética de la militancia le lleva a desarrollar un workalcoholismo motivacional y psicológicamente irrealizable que se parece mucho, muchísimo, a un discurso de motivación escrito por un CEO corporativo.
Recientemente se han puesto en marcha iniciativas de autónomos que buscan mejorar su situación. En el libro dices que “el trabajador autónomo se llevará a sí mismo al límite de sus fuerzas y ni siquiera tendrá a quién culpar”. ¿Cuál es la posición del autónomo ahora mismo dentro del sistema productivo?
Creo que en la figura del autónomo se reúne un haz de tensiones que sintetizan el estado exaltado del cuerpo en el turbocapitalismo. El autónomo encarna la ilusión profesional de la emprendeduría, el proyecto político de la comunidad autónoma y la configuración emocional del soltero, usuario de Tinder o de Bumble, productor emocional y sexual acreditado. En el comportamiento del autónomo hay proyecto de realización y una ilusión de autosuficiencia que, continuamente, se dan de bruces con la certeza de ser insuficiente, de no ser o hacer lo bastante, de no disponer de tiempo de calidad para abordar las responsabilidades profesionales y amorosas.
En ese estado, los sentimientos de autodepreciación y autoodio son frecuentes porque, en muchos casos, el autónomo no es subalterno de un jefe en particular, sino que ha interiorizado los mandatos de una autoridad superior. No digo que la posición de un empleado a tiempo completo sea mejor ni menos dolorosa; me limito a señalar que en la figura del autónomo se encarna toda una lógica de hiperproductividad sin progreso —no hay carreras, solo yincanas— que dificulta las acciones reivindicativas en tanto que toda la responsabilidad recae sobre sí mismo.
¿Qué hacemos con la cantidad de trabajo no pagado que hay en la industria cultural?
Aunque conocemos bien las presiones financieras que pesan sobre la industria cultural, seguimos manteniendo el hábito de pensar en ella como un espacio desinteresado, en el que continuamente deben realizarse actividades por nobleza obliga, todo ello en una dinámica de hoy por ti, mañana por mí. El mayor problema es que esas actividades se han ido volviendo cada vez más continuas, exigentes y numerosas. La sensación de encontrarse totalmente desbordado y de llegar tarde a todas las fechas de entrega ya no es una incidencia particular; es un sentir estructural. Me parece importante que esta realidad sea reflejada en las obras; pienso en creaciones como la de Núria Güell, que realizó un proyecto expositivo con un presupuesto de seis euros, y documentó todo el proceso, en novelas como Curling de Yaiza Berrocal y, en general, en las operaciones realizadas en el campo artístico desde la perspectiva de la crítica institucional.
¿Qué queda del cuerpo, cómo se vive con él cuando sientes que tu cabeza se dedica a torturarte? ¿Y cómo afecta al proceso de escritura?
En los momentos peores, la cabeza se convierte en una caja de resonancia de recuerdos dolorosos y añoranzas desesperadas; la sensación es la de tener dentro un termitero que no se puede acallar. Incluso en fases más moderadas no hay manera de desarrollar un pensamiento lineal, porque surgen continuamente ideas intrusivas y ecos dañinos. En primera instancia sentía que era imposible escribir en esas condiciones. Luego fui encontrando en el formato dietario una vía para ir describiendo esos estados psicológicos. En este proceso tuvo que ver haber entrado en Twitter muy tardíamente, al principio de la pandemia, y ahí vi que se relacionaban esos dos polos de la escritura, porque la dinámica tuitera es pura ansiedad, pero es una tensión compartida, un inconsciente externalizado, donde se negocian y se pueden resolver, al menos en parte, los padecimientos comunes, a veces por medio del acuerdo parcial y a veces por medio del enfrentamiento.
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Aquel bello meme del dinosaurio que le decía a otro: “No necesitas un psicólogo, necesitas un sindicato” supuso para mí una alegría, en medio de la pandemia y tras años de militancia en el movimiento de la salud mental. Algo se movía, algo cambiaba.
Mi salud perdida por darme de “hostias en la cabeza con la tapa de la papelera” intentando hacer ver a la gente la importancia de la salud psíquica, de la necesidad de juntarse y luchar, resurgía feliz al ver como estas ideas tan lógicas eran retuiteadas decenas de miles de veces gracias a una viñeta que lo resumía de una forma tan simple y graciosa. Por supuesto, esto fue un tuit en una red social, diseñado proverbialmente para ser asumido por mayorías de la manera más amena posible (sin tener que comerse el coco descifrando argumentos). Por eso tuvo tanto éxito.
Tampoco creo que la idea de su autorx fuera crear un corpus teórico, más bien fue un empujón a las masas para que se atrevieran a abrazar la idea y oportunidad que se les presentaba en aquel momento: deconstruir la salud mental para empezar a verla como algo colectivo.
Salud.