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Gobierno de coalición
La Segunda Transición y el peligro del letargo feliz
Sonrisas de incredulidad, abrazos, vítores, puños en alto y lágrimas. La estampa con la que terminó la sesión de investidura del pasado martes dista mucho de ser común. Los improperios —que los hubo— quedarán olvidados, sepultados bajo una capa de triunfo, felicidad y, sobre todo, esperanza. Nada de esto habría sido posible sin el papel que ha desempeñado la sociedad civil española, uno de los elementos clave para entender la entrada de un partido antirégimen del 78 en un Gobierno claramente dominado por sus estructuras.
La conformación del primer Ejecutivo con fuerzas a la izquierda del PSOE de la historia de la monarquía constitucionalista española ya ha sido definida desde algunos sectores como la Segunda Transición; aludiendo, por disrupción, al período que se inició con la muerte —plácida, nunca está de más subrayarlo— del dictador Francisco Franco. El epíteto no está colocado de forma caprichosa, sino que pretende reflejar el paralelismo entre dos momentos históricos que supusieron una ruptura en la continuidad política del Estado español.
El primero hizo de bisagra entre la dictadura y una predemocracia que, si bien fue una bendición en muchos aspectos, sirvió para asegurar la conservación de los privilegios instaurados durante el franquismo. El segundo, aún en marcha, tiene por delante la ardua tarea de poner en pie una infraestructura sociopolítica que logre equilibrar la balanza entre unas élites que lo deciden todo y una clase trabajadora que se contenta con la ilusión de participación de los comicios electorales. O que, al menos, construya esa balanza y la sustituya por el sistema actual, mucho más parecido a una de esas máquinas recreativas en las que se debe aplastar con un martillo a cualquier topo que asome los ojos por encima de la superficie.
La influencia de los movimientos ciudadanos en la construcción del Gobierno es una muestra de que el poder está en el pueblo, pero también un factor de riesgo para la desmovilización social
La enorme influencia que han tenido los movimientos ciudadanos en el proceso de construcción del Gobierno progresista es, a la vez, una muestra inequívoca de que el poder está en el pueblo y un factor de riesgo que puede tener como resultado —paradójicamente— la desmovilización social. Por suerte, contamos con una Transición previa en la que fijarnos para evitar caer en los mismos errores; y la desmovilización fue, quizá, el más grave de todos. Tras 40 años de represión genocida, el establecimiento del Régimen del 78 sumió a gran parte de la población en un letargo feliz en el que solo importaba disfrutar del bienestar, la libertad y las conquistas sociales. Nada se veía como insuficiente, porque incluso los parches más chapuceros fueron celebrados —con razón— como grandes victorias. La política quedó para los políticos. Nosotras ya habíamos sufrido suficiente, nuestra lucha había terminado.
El resultado de ese sopor lo seguimos sufriendo hoy, en forma de una red de corrupción política, económica y mediática que ha demostrado con fervor su oposición a la entrada de cualquier actor externo a las élites en las instancias de poder del país. Lo llamamos cloacas, porque llamarlo directamente Régimen del 78 sería desmerecer el sacrificio —en ocasiones, de forma literal— de muchísimas personas que se lo dejaron todo por construir una democracia.
Mientras mirábamos hacia otro lado, con el firme convencimiento de que las decisiones debían tomarlas exclusivamente aquellos que cobraban por hacerlo, la política fue despegándose del suelo, ascendiendo hasta lugares inalcanzables para la enorme mayoría. Allá arriba, un hatajo de adictos al dinero y al poder se hicieron con ella y comenzaron a manipularla en beneficio propio o, lo que es lo mismo, en perjuicio del resto. Quizá en otro contexto, el hartazgo se habría dirigido directamente contra quienes estaban machacando al 90% de la población, robando su fuerza de trabajo y desposeyéndola de sus derechos y libertades. No obstante, nuestro letargo feliz, unido a la vil e interesada manipulación de las élites, nos guió hacia una conclusión propia de la comedia más surrealista: la precariedad vital es culpa de la política, en general. Siguiendo esa lógica, la responsabilidad en un apuñalamiento es del cuchillo, y no de su portador. Una vez más, la realidad superaba a la ficción.
Un hatajo de adictos al dinero y al poder se hicieron con la política y comenzaron a manipularla en beneficio propio o, lo que es lo mismo, en perjuicio del resto
El manido “son todos iguales” es la máxima expresión de este fenómeno, que tiene su cénit en la creación de un tipo de persona que se denomina a sí misma como “apolítica”. En lo que es una macabra paradoja, esta actitud se concibe como una protesta contra la clase política, cuando en realidad contribuye a ofrecerle impunidad total en sus abusos de poder. “Haz lo que quieras, que yo no miro”, sería una definición mucho más veraz. Y la política seguirá alejándose del suelo.
Esta Segunda Transición es una oportunidad insólita para levantar una serie de enlaces, entre la sociedad civil y las instituciones, que establezcan una bilateralidad en la acción política que debería ser inherente a cualquier sistema democrático que se precie. Por primera vez, el Gobierno cuenta con una figura nacida de la sociedad civil y dispuesta, al menos aparentemente, a escuchar las propuestas que surgen desde la parte más baja de la pirámide.
En lugar de complacernos en la victoria, debemos observar atentamente las decisiones que se toman y protestar con firmeza cuando vayan en la dirección equivocada. Si logramos poner de regreso una parte de la política en manos del pueblo, será mucho más difícil que nos la vuelvan a arrebatar. Han prometido hacerlo, así que el pensamiento crítico y el inconformismo son ahora más importantes que nunca; podemos estar ante una conquista social mayúscula. El primer paso es volver a convencernos de que la política no les pertenece. El segundo, hacerla nuestra.
Esta Segunda Transición es una oportunidad insólita para establecer una bilateralidad en la acción política inherente a cualquier sistema democrático que se precie
El letargo feliz solo sirve para desaprovechar las victorias, y ésta ha costado mucho. La premisa a seguir es bien sencilla: si no hacemos política en nuestro beneficio, la harán contra nosotros y nosotras.