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Literatura
Rafael Navarro de Castro novela la memoria campesina de Sierra Nevada
Inscrita de lleno en la literatura de temática rural que parece abundar hoy, La tierra desnuda —primera novela de Rafael Navarro de Castro— es la crónica de la extinción de una cultura milenaria abocada al recuerdo: la campesina, autosuficiente y enfrentada al progreso.
En la localidad granadina de Monachil aún se recuerda que una mesa, una báscula y unas sillas fueron el comienzo de la Cooperativa Valle de Monachil, situada a la entrada del casco antiguo del pueblo. Sucedió en 1964, cuando los campesinos se agruparon para proteger la producción propia de patata copo de nieve, una variedad autóctona de Sierra Nevada. La cooperativa llegó a sumar 248 miembros.
Ese mismo año se fundó la Estación de Esquí de Sierra Nevada, a 20 kilómetros de Monachil pero incluida en su término municipal. La apertura supuso un agente de transformación de los modos de vida de la comarca, orientando progresivamente la actividad hacia el turismo y dejando atrás a esos campesinos cooperativistas.
A Monachil huyó desde Madrid a principios de siglo Rafael Navarro de Castro (Lorca, 1968). Lo de huir no fue literal, pero casi.
Allí fijó residencia, construyó una casa con las manos, fue padre, plantó bastantes árboles y cayó rendido a los vecinos, su memoria y sus historias. Allí, también, ha escrito un libro en el que recrea la vida de uno de ellos, Blas, el Garduña. En las páginas de La tierra desnuda se leen las vivencias de un muchacho que recibió de manos de su padre un pico y un azadón como regalo cuando cumplió 13 años. Una novela que celebra unos valores milenarios a punto de desaparecer —junto a las personas y al paisaje— y para la que se fijó en la manera en la que John Berger se aproximó a lo rural en la trilogía De sus fatigas.
Para su sorpresa, reconoce incrédulo a El Salto en el ecuador de una intensa jornada de entrevistas, La tierra desnuda ha llegado a las librerías a través de Alfaguara, editorial integrada en uno de los dos gigantes de la edición en España, Random House. Con el libro ya en sus manos cuarteadas, aún se pellizca.
¿Cómo es publicar la primera novela a los 50 años?
Pues… menuda pregunta, no tengo ni idea [risas]. Supongo que hace la misma ilusión que si tuviese 30. Todo ha sido bastante sorpresivo para mí. No escribía pensando en publicar una novela, sino que yo tenía una historia que contar, que era la de mis vecinos. Como llegué al valle desde Madrid y venía del cine —había escrito guiones y un cortometraje—, lo primero que intenté fue hacer un documental: grabarles, escribir un guión. Llegamos a grabar entrevistas, pero fue imposible, por cosas de trabajo, horarios,... No hubo manera y se quedó ahí colgado.
Pasados los años, me rompí el hombro y estuve cuatro meses encerrado en casa sin poder trabajar, y recuperé el guión, las notas. El documental ya no se podía hacer porque ellos están muy mayores, enfermos, no pueden andar, y pensé en escribirlo. Empezó como un juego, una prueba, un ensayo. Escribía fragmentos y se los daba a leer a la gente a ver cómo reaccionaba, hasta que me di cuenta de que tenía una novela. No tenía un plan, así que no sé cuál es la sensación.
Seguí escribiendo y luego ya vi que funcionaba, terminé la novela, empecé a moverla y he tenido la suerte increíble de que la publique Alfaguara, que básicamente es algo imposible. Después ha sido todo muy rápido. He llegado aquí en un globo. La novela estaba en librerías la semana pasada, la veía en los escaparates y me preguntaba cómo había pasado esto. Cuando la terminé, pensaba que la autopublicaría de algún modo, qué sé yo... Pero supongo que si te pasa con 30 años no será muy distinto, será parecido.
Para el primer libro, o el primer disco si haces música, has tenido toda tu vida hasta ese momento y por ello se supone que hay mucho del autor en la obra, algo que va menguando en las posteriores. ¿Es tu caso?
Cuando siga escribiendo te lo diré, pero estoy seguro de que es así. Hubo muchos años en los que no escribía pero sí tenía en mente esta historia y la necesidad de contarla, así que creo que, de forma inconsciente, recogía experiencias, datos, me fijaba en las cosas desde la perspectiva de contarlo, estás trabajando sin darte cuenta. Todo eso deja un poso y, además, no tienes esa presión de los plazos de un segundo libro, que ya lo hace algo más artificial.
Lo bueno de mi novela es que es muy espontánea, natural, no tenía aspiraciones, no pretendía ser escritor ni nada… Pretendía contar eso, y al principio pensé en contarlo a mi gente más próxima, luego pensé en que lo podría leer más gente, y después va y lo publica Alfaguara. Pero no tenía ninguna ambición. Ahora estoy pensando en escribir otra, pero ya lo haces de otra manera distinta porque estás en un circuito. No va a ser lo mismo. Habrá que ver.
¿Cómo fue el proceso de escribir La tierra desnuda?
Tardé tres años. El primero fue de tanteo, que empezó cuando me rompí el hombro. Ahí buscaba la manera, al principio pensaba en una especie de escritura documental, ser fiel a los hechos, no ser literario sino sencillo, pero me salían cosas muy diversas, con muchos tonos. Lo daba a leer a gente y veía lo que funcionaba, y a partir de ahí fui creciendo. Encontré mi voz, o mis voces porque el libro tiene distintos registros. Hay un presente de indicativo, que es un poco extraño y me generaba dudas pero confié en él porque es mejor que contarlo en pasado, que parece una batallita del abuelo hablando de la posguerra y el hambre que pasaban.
Poco a poco fui dando con la fórmula, llegué a la mitad y volví a repartirlo. Como a la gente le gustaba y querían saber cómo seguía, ya me lo tomé en serio: tengo una voz, tengo una historia, podría ser una novela, no hay principio ni final pero he contado muchas partes de la vida del Garduña, del Blas, por qué no hago que nazca y muera y cierro la historia contando estos 80 años, que era algo que no había pensado.
¿Habías escrito antes?
Escribí guiones, aunque ninguno fue a ninguna parte, solo el de mi propio corto. También escribí mis cosas, sobre todo entre los 20 y los 30, tenía mis cuadernos y locurillas, pero nunca con la intención de publicar. Luego entre los hijos, el trabajo, no sé qué,...
En la contraportada se lee “un debut con ecos de Delibes y Chirbes”. Dos nombres muy grandes de la narrativa española.
Esta gente de Alfaguara no pone cosas pequeñas [risas]. Lo de Chirbes me encantó, lo adoro, aunque no sé si tenemos nada que ver. Me encanta por su autenticidad, su verdad, su humildad, el lugar desde el que escribe, el contar las cosas de la calle. En ese sentido me identifico.
Me preguntan quién me ha influenciado, y no lo sé. Por supuesto he leído a Delibes y a Chirbes y todas estas cosas y te influyen de algún modo, pero… Un amigo escritor me decía el otro día que “esto tuyo es el Pedro Páramo de Juan Rulfo”, y claro que lo he leído, pero fue cuando tenía 20 años, no sé si puede haber algo en el libro. Puede ser pero yo no lo sé.
He procurado tener mi propia voz, es algo que valoro mucho en un libro y en un escritor: que lo cuentes de una manera personal, que sea tu mundo, y luego tendrás errores… Mira a Chirbes, errores narrativos todos los que quieras y muchas cosas que narrativamente… Cómo puede ser que un carpintero de Misent hable de marxismo con términos en alemán. Pues no, eso lo dices tú, no lo dice el carpintero. Pero me da igual porque es tan auténtico, tan verdad, que a mí eso no me importa. Sobre todo, busco eso: la verdad. Y si luego tengo errores estilísticos, narrativos, incluso lingüísticos, ortográficos, que tendré de todo tipo, me preocupa menos. Siempre me ha preocupado más decirlo desde mí mismo, sin intentar buscar un lenguaje. Lo que te salga, luego enriquecemos, pero con naturalidad.
También dice ese texto que “la vida de Blas es la historia de España en el último siglo”. ¿Era tu intención?Esto surgió de forma intuitiva, no me lo planteé desde un principio pero después vi que iba sucediendo. Claro, es la historia de España desde una perspectiva muy particular, tal como se vivió en un pueblo de montaña en Sierra Nevada y los ecos que esa historia tenía en esa montaña, que no eran los mismos que tenía en otros lugares. Y, además, vista a través de los ojos de los campesinos. Casi todas las visiones que doy de la historia son sus opiniones, es como ellos lo vieron más que como fue. Sí doy datos históricos, como por ejemplo el episodio del fusilamiento de los Hijos de la Tierra durante la guerra, algo que pasó en el pueblo.
La visión que ellos tienen de la guerra es muy relativa porque eran muy niños. Te hablan de la guerra como si se acordasen, cuando en realidad es más lo que les contaron sus padres. Esa imagen que tienen se parece más a la historia de los duendes, eso que cuentan de que les llevaban a dar de comer a los duendes a la montaña, que en realidad eran los refugiados que escapaban de la ciudad. Entonces ellos tienen esa visión de que tampoco estaban tan mal porque tenían comida y seguían teniendo sus cinco gallinas, las siete cabras y el huerto… Está la historia de España, pero de una forma muy especial.
Pero planteado así es una responsabilidad muy grande para un primer libro.
Desde luego yo no voy a venderlo nunca como una novela histórica, no tiene esa pretensión. No tengo formación ni preparación, ni la he buscado. Es más una cuestión de sensaciones, como el escepticismo de ellos cuando muere Franco y llega la Transición y todo el mundo está muy contento pero ellos no se creen que las cosas vayan a cambiar mucho. Es esto lo que intento transmitir, más que hablar de la Transición o la democracia, por ejemplo.
En los pueblos sigue habiendo agricultores y ganaderos pero no viven de esa manera, pegada a un trocito de tierra, autosuficientes, sobreviviendo de la nada, en condiciones durísimas de miseria y trabajo permanente
Otra frase que se lee en la contraportada es que se trata de “una novela que nos conecta con la memoria compartida de todo un país”. Yo diría que se trata más de la memoria compartida por una clase social, o por un determinado modo de vida.
Es muy curioso por las reacciones que me están llegando de gente que ha leído la novela desde sitios muy diferentes —ya lejos de mi círculo personal— y que dice sentirse identificada. De alguna manera, estos campesinos de dos generaciones anteriores son nuestro pasado y nuestras raíces aunque quien lo lee sea muy de ciudad y viva en Madrid o Barcelona. Todo el mundo lo siente como suyo, no lejano o distante o que no interese.
Estos campesinos están desapareciendo y en algo nos toca, que es la otra parte de la novela, la crónica de la extinción: esos 80 años no son casuales, son sus últimos 80 años. Blas se muere y con él va a morir una forma de vida milenaria. En los pueblos sigue habiendo agricultores y ganaderos pero no viven de esa manera, pegada a un trocito de tierra, autosuficientes, sobreviviendo de la nada, en condiciones durísimas de miseria y trabajo permanente. En mi valle hay dos, uno tiene 86 años y el otro 87, y en el resto de España habrá 15, no creo que haya más.
¿Crees que es posible satisfacer esa pretensión de globalidad —todo un siglo, todo un país— en una sola novela?
No creo, todo no. Yo busco mucho las emociones y las ideas, no me interesa tanto retratar cómo fue de verdad la guerra civil sino cómo la vivieron ellos, cómo la sintió esta gente tan concreta y qué valores se muestran a través de todos esos hechos históricos, pero no tengo una preocupación histórica. También porque tengo una visión del mundo que es así, política. En el último valle del último rincón de España se nota la política: las decisiones que se toman en Madrid tienen efectos que llegan deformados, con ecos, tarde, pero se reflejan. Y eso era lo que yo buscaba, más que contar la historia de un país. Esa frase me parece excesiva, pero ya sabes cómo son las editoriales.
¿Se puede leer La tierra desnuda como la otra cara de La forja de un rebelde de Arturo Barea?
[Se lo piensa] ¿La otra cara? Tengo un poco verde La forja de un rebelde. Yo cuento la vida de los humildes en el mundo rural, la novela entra de lleno en el terreno de la literatura rural. El cambio que he pretendido hacer es romper un poco un esquema que se repite muchísimo, que es ese retrato de un mundo rural bestial —hambre, miseria, explotación, abuso, injusticia, ignorancia, maltrato, violación— cuyo resultado es violencia, brutalidad. La literatura rural está llena de eso. El ejemplo máximo es Pascual Duarte, de Cela, de ahí sale un criminal que mata hasta a su madre. Pero también en Cañas y barro o La barraca de Vicente Blasco Ibáñez; en Delibes sucede menos pero en Los santos inocentes el campesino termina colgando del árbol al señorito; también en La lluvia amarilla de Llamazares o incluso en Intemperie de Jesús Carrasco, mucho más reciente. Yo quería saltarme el último paso: el retrato del mundo cruel es inevitable porque el campo es así, pero ahí crecen flores, gente normal y corriente, sencilla y humilde, que tiene principios y no se convierten en maltratadores ni en asesinos. Ese paso me parecía muy importante.
Yo llegué al valle y me enamoré de los campesinos. Lo hacen todo por sí mismos, son autosuficientes, cooperativos, solidarios, se juntan para la vendimia, para la aceituna, para la siega, ahora cogemos tus cerezas, mañana cogemos las mías. Se han muerto ellos y se acabó. En la ciudad nadie ayuda a su vecino aunque le vea desangrándose en la puerta de casa. Esto se pierde con ellos.
Otro valor importantísimo es el respeto por la naturaleza. La fisonomía del valle depende de sus manos, ellos han sostenido las acequias, han cultivado, han sembrado, han plantado los pinos del bosque. Se muere un árbol, al día siguiente plantan otro. Es ecología pura, sostenibilidad.
Estas son las cosas que quería rescatar en la novela sin decirlo abiertamente, que se vea el amor que tienen por el suelo. Ellos están cuidando la tierra, dejándola descansar, pensando en el futuro, y llegamos nosotros y la explotamos, la expoliamos, la saqueamos, la envenenamos, la contaminamos, la dejamos inservible. Quiero homenajearlos a ellos porque quiero que se recuerden estos valores, no que araban con mulos, que es muy pintoresco. Sus valores es lo que se pierde con ellos, que es lo que igual estamos todavía a tiempo de aprender. Bueno, no, ya no estamos a tiempo.
¿Habrías podido escribir este libro sin vivir en Monachil?
No. Nunca jamás. Podría haber escrito otros pero este no, porque son ellos, cómo respiran, cómo se comportan. Si no has vivido eso, lo puedes perfilar pero no de cerca. Creo que un valor de la novela es que está contado desde allí.
¿Cómo es Monachil?
Precioso, aunque ya no tanto porque lo están… Está metido entre montañas, encajonado, con un río. Está cerca de Granada pero es curioso porque se ha conservado. Todos los pueblos del cinturón metropolitano de Granada se han convertido en ciudades dormitorio, chalés adosados, todos iguales, pero el nuestro, por alguna razón, se conserva, tal vez porque está ahí en la montaña. Hay mulos, hay cabras. No es tan pequeño como estos pueblos de Castilla que están abandonados. No tiene mucha posibilidad de crecimiento porque está entre dos paredes. Aunque estos cabrones de arquitectos construyen en un precipicio con tal de vender pisos [risas].
¿Qué te llevó allí?
Había vivido en Granada parte de mi vida, crecí allí, mis padres vivían en Granada. Trabajaba en Madrid e iba mucho a Granada y cuando ya me harté de Madrid y estaba muy desesperado pensé en irme a Granada. Lo alternaba con Madrid y Sevilla, por trabajo. Eso lo sostuve unos años pero luego fui desconectando, nació mi hija, construí la casa con mis manos. Pierdes la conexión y dejan de llamarte. Y me quedé allí, hecho un paleto [risas].
¿Hay ambiente literario en Monachil?
No. Tengo una amiga escritora, es de las Islas Feroe y vive en el valle, allí perdida. Escribe novelas de aventuras pero no se pueden leer porque las escribe en feroés o danés [risas]. Ella me ha leído y me iba comentando.
He usado a los amigos del pueblo, algunos muy lectores. También gente de Madrid, del mundo del cine. En Granada tengo un amigo escritor que me ha hecho muchos comentarios. Es un trabajo muy solitario, estás muy perdido. Pasas semanas trabajando y no sabes si vas para algún lado o si sirve para algo lo que estás haciendo.
En Granada sí hay un ambiente literario muy potente, con escritores muy famosos como Andrés Neuman o Luis García Montero. De un pueblo muy cerca del mío es Cristina Morales. Granada tiene mucha vida cultural pero yo no estoy muy metido, no estoy muy relacionado.
¿Cómo llegas a publicar una primera novela en una editorial tan grande desde allí, lejos de los centros?
De milagro, porque otra explicación no tiene. Un amigo de Málaga que lo leyó y se entusiasmó se lo pasó a otra amiga del mundo del cine que vive en Madrid. A ella le gustó mucho y habló con gente de las editoriales. Consiguió que Pilar Álvarez, que ahora trabaja como editora en Alfaguara, leyera un capítulo, lo que ya era milagroso. Ella creyó en el manuscrito y me dijo que había que publicarlo. Envié la novela a algunos sitios, pero ni siquiera contestaron. Y cuando Pilar entró en Alfaguara me llamó para decirme que lo iban a publicar. A mí me parece imposible.
Parece ser que el camino ahora son los agentes literarios, pero también es difícil acceder a ellos. Yo al final lo he hecho sin agentes, confié en Pilar y para adelante. Pero, vamos, un milagro.
¿En qué se parecen escribir y las tareas del campo?
En que para las dos cosas tienes que ser como una hormiga, super constante. Trabajar todos los días unas cuantas horas. En el campo es así, los campesinos van día a día, poquito a poquito, y no paran. Y escribir es exactamente lo mismo. Esa es la semejanza más clara. Otras no sé si decírtelas.
Cuando escribo, necesito escribir todos los días, sábados, domingos y festivos. Si me paro dos días, luego me cuesta volver a coger el hilo, el tono. La gente del campo no se descuida nunca, si se descuidan pierden, siempre hay algo que hacer. Es muy esclavo.
Como vivo allí me parece natural, es muy normal escribir sobre la historia de mi pueblo, pero por qué escribe de esto gente que vive en Madrid, qué relación tiene Sergio del Molino con el campo, qué le mueve, cuál es la inquietud
Hay ahora una especie de boom literario sobre temática rural.
Sí, no sé si se puede decir que está de moda, pero han surgido bastantes libros como Intemperie de Carrasco, La España vacía de Sergio del Molino, Los últimos de Paco Cerdá. Son muy interesantes. Me da la sensación de que hay interés entre los lectores porque son libros que están funcionando.
También María Sánchez.
Sí, pero aún no he leído su Cuaderno de campo. Hay muchos, hay un movimiento. Creo que estamos todos demasiado hartos de la ciudad y queremos mirar para otros lados para ver si se puede o no, cómo se hace. Creo que viene de ahí.
Como vivo allí me parece natural, es muy normal escribir sobre la historia de mi pueblo, pero por qué escribe de esto gente que vive en Madrid, qué relación tiene Sergio del Molino con el campo, qué le mueve, cuál es la inquietud. La mía es homenajear al campo, a los campesinos y poner en valor sus principios. Pero si viviera en Madrid, igual escribiría historias urbanas, qué sé yo.
¿Seguirás escribiendo o La tierra desnuda quedará como una experiencia única?
Sí, quiero seguir escribiendo, de hecho estoy trabajando. Quiero seguir con el campo, si he contado el campo tradicional que desaparece, ahora quiero contar el campo moderno que le sustituye. Aquello fue un elogio y esto va a ser una crítica, obviamente, a la química y al plástico.
¿Se puede vivir en el campo?
Ese es el problema fundamental. Si el campo queda abandonado es porque no se puede vivir del campo, no hay manera de sobrevivir allí con un mínimo de dignidad. Se habla mucho de que no hay infraestructuras, no hay internet, el médico está a 30 kilómetros, el colegio a una hora. Todo eso es grave, pero la clave es que no tengas de dónde sacarte un sueldo medianamente digno. Si lo tuvieses, igual aguantarías esas incomodidades; si no lo tienes, te vas seguro. No hay vuelta de hoja.
Y no se ve porque la agricultura está tan dominada desde fuera… Los modos de producción, los precios se imponen desde Estados Unidos, allí deciden el precio de la avena o el trigo. Y luego está la incertidumbre del campo, las cosechas que se pierden, un mal año. En el campo siempre es un desastre: si la cosecha es mala porque es mala, pero si es buena, se hunden los precios porque hay mucho. Y como quien manda es el dinero, si en Chile o en Argentina se produce más barato, ya está. Es consecuencia de la globalización, pero yo no lo veo tan difícil: ¿por qué no se fijan unos precios mínimos para los productos? Podéis especular, pero de aquí no se baja, no se puede vender el kilo a menos de esto. Pero como vivimos en el mercado libre, a especular.
El campesino está pillado por los huevos: tiene que vender a tiempo porque si no, se pudren. O lo vende o no lo coge. Las cerezas, las almendras se quedan en los árboles. En mi pueblo las cerezas se las comen los pájaros, y aquí las venden en los supermercados a cinco euros el kilo.
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