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Violencia machista
¿Quién quiere ser un maltratador?
Psicólogo y terapeuta de hombres que han ejercido violencia, Co-coordinador del proyecto Hombres Contra el Patriarcado
Vivimos otro 25N y con esta fecha, cobra más importancia que nunca la necesidad de abordar el tema de la violencia sexista con rigurosidad y feminismo. Yo trabajo con hombres que han ejercido violencia y, en este campo, entender es clave para poder cambiar a las personas y acabar con la violencia desde la raíz.
Como buen psicólogo, vengo aquí más a plantear preguntas que a responderlas. Lo que voy a plantear es una que lleva tiempo rondándome por la cabeza y en las sesiones que mantengo con hombres. ¿Qué significa ser un hombre maltratador? Creo que en esta época, en la que el trabajo con hombres ha demostrado ser un elemento imprescindible en el abordaje preventivo de la violencia de género, reflexionar sobre las categorías con las que nos movemos es fundamental para seguir avanzando en la comprensión y el cambio político.
Qué significa maltratador
No deja de ser curioso que en las principales lenguas europeas el concepto de maltratador per se no exista y todo se resuelva con el termino abusador o agresor (abuser, abusatore, agresseur o abusador). Si nos basamos en la etimología, maltrato es un concepto esquivo: ¿no estaríamos incluidos todos (o casi) los hombres en la definición? ¿Quién no ha insultado, humillado, herido, incomodado o gritado en algún punto más de le hubiera gustado? Si mi jefe me insulta en el trabajo, es un imbécil pero no es un maltratador. ¿O sí?
Ante esto podemos decir que, cuando hablamos de maltratadores, nos referimos a aquellas personas que, más que episodios esporádicos, tienen dinámicas de violencia hacia otres o que, si sólo tienen episodios, son de una violencia más extrema. Pero, de nuevo, ¿dónde está el límite? Insultar a tu pareja es una forma de tratar mal, pero ¿hacerlo una vez te convierte en un maltratador? ¿y si lo hago dos veces? ¿solo me convierto en un maltratador si insulto a diario?
Podríamos buscar similitudes con otro tipo de delitos como el robo. Todos alguna vez hemos podido robar alguna cosilla, pero no por ello entramos en la casilla identitaria de ladrones. De igual manera que, en el significado social de la palabra, robar una bolsa de patatas no te convierte o categoriza en ladrón, pero quizás robar un banco sí. De la misma manera, ¿es idóneo identificar en la misma categoría todas las situaciones de maltrato o quizás deberíamos encontrar una identificación más gradual?
En lugar de entender la violencia como un espectro, en el que tenemos dudas, tendemos a diferenciar a la gente en cajas categóricamente muy diferente entre ellas, hecho que favorece la polarización del discurso
Un debate polarizado
Aunque éste pueda parecer un debate quisquilloso y tiquismiquis, realmente adquiere mucha importancia si categorizamos las prácticas sociales en cajitas. En lugar de entender la violencia como un espectro, en el que tenemos dudas, tendemos a diferenciar a la gente en cajas categóricamente muy diferente entre ellas, hecho que favorece la polarización del discurso.
Pero oye, ¿y qué problema hay en polarizar el discurso? En realidad, puede haber bastantes puntos a favor de este tipo de enfoque:
Por un lado, poner nombre a las cosas sirve como primer paso para tomar consciencia de las mismas. Seguro que ha habido personas que han normalizado y justificado la violencia de su padre o pareja hasta que han conceptualizado a esa persona como a un maltratador y eso les ha permitido defenderse o trabajar en la reparación del propio daño y la cura.
Ser más flexibles en los gradientes puede generar un relativismo retórico que lleve a que nadie se categorice como maltratador más allá de algún caso extremo y patologizado
Permite conceptualizar y englobar a todos aquellos hombres que ejercen malos tratos. Aunque puedan existir grados, una diferenciación más estricta puede favorecer a la hora de simplificar y hacer más accesible el discurso. Ser más flexibles en los gradientes puede generar un relativismo retórico que lleve a que nadie se categorice como maltratador más allá de algún caso extremo y patologizado.
Se genera un debate social que enmarca a los hombres maltratadores como hombres indeseables que, a su vez, puede ayudar a cambiar el precepto de la propia masculinidad presente en esa sociedad. Algunos hombres podemos vernos reflejados en este concepto y, por miedo al mismo, iniciar un proceso de cambio o evitar actitudes de maltrato y entender que ese modelo de comportamiento no es el adecuado.
Como vemos, puede resultar útil políticamente el discurso de choque ya que permite poner sobre la mesa un tema históricamente invisibilizado, así como resulta un discurso contundente, claro y directo. Esto ha facilitado su difusión y que se comparta como una oleada.
El precio de la polarización
Ahora bien, si bien existen muchos puntos fuertes, el uso del término maltratador de una manera rígida también puede tener algunos riesgos.
Uno de los mayores peligros del uso indiscriminado del concepto es que polariza. No son pocas las veces que he escuchado frases como “yo no sé cómo puedes trabajar con maltratadores”, “yo es que acabaría con todos los maltrtadores” o “nunca entenderé porque algún hombre puede comportarse así”. Aunque esta polarización facilita que algunos hombres se puedan identificar, también deja en bandeja que otros muchos no se identifiquen con el mismo por percibirlo como un concepto extremo que no se aplica a su situación. Y lo mismo puede pasar con las víctimas: pueden entender que su agresor no se ajusta a esos parámetros dicotómicos, lo que lleva a normalizar y no identificar a una persona como agresor.
Con una categorización fuerte muchos hombres pueden resistirse a reconocer abiertamente sus acciones, no ya por predisposición a trabajar en las mismas, sino por miedo a que se le categorice con una identidad difícilmente revocable
La asignación de este concepto puede resultar una carga que a muchos hombres les puede dificultar avanzar. Uno de los principales pasos para generar un cambio en hombres que han ejercido violencia es el reconocimiento y responsabilización de sus acciones. Una vez pasado ese umbral, es más sencillo iniciar procesos de cambio. Con una categorización fuerte muchos hombres pueden resistirse a reconocer abiertamente sus acciones, no ya por predisposición a trabajar en las mismas, sino por miedo a que se le categorice con una identidad difícilmente revocable (¿cuándo a ojos de la sociedad un maltratador deja de serlo?).
Nos aleja de comprender cómo pueden funcionar las dinámicas de maltrato. Si un hombre tiene problemas para controlar la impulsividad, no tiene herramientas para solucionar problemas de una forma no violenta o no ha oído la palabra asertividad en su vida, por mucho que se les presione categóricamente, no van a poder cambiar, y no porque no quieran sino porque no saben cómo hacerlo. Si os pido que os comportéis de una manera más estoica, apostaría a que la mayoría de nosotros no sabríamos cómo hacerlo por mucho que nos presionaran discursivamente.
Por último, en este juego de identidades, persiste el problema de la irreparabilidad. Un ladrón se puede rehabilitar. “Yo antes era un ladrón”. La etiqueta vuela y muta. Con la etiqueta de maltratador las cosas no son tan maleables. No pocas son las experiencias que he escuchado de hombres que han hecho un cambio desde su agresión y que a pesar de todo y de los años, se les sigue conceptualizando como maltratadores, con el trato que representa hacia ese colectivo. Y a pesar, que podamos considerar que llevar esa etiqueta forma parte de la responsabilización de los propios hechos, en la vertiente más moral puede que una conceptualización tan rígida del término no haga justicia con la realidad y que genere daños colaterales desproporcionados.
¿Qué conclusión se puede sacar de todo esto? Por un lado, que no existe una solución tan dicotómicamente sencilla y que abrir el tema podría ser útil para generar más debate e investigación al respecto. Y por otro lado, poner en relevancia la importancia de la forma en que categorizamos las identidades en el discurso social, regido precisamente por una fuerte militancia en las propias identidades. Por último, me gustaría señalar que, como ha comentado mi amigo Lionel Delgado en varias de sus charlas, evidentemente, este tipo de debates son muy difícil de llevar en entornos políticos y que responde más bien al dilema que existe entre movilización y trabajo cotidiano con hombres. Algunas de las que tenemos de enfocar la militancia son complejas de implementar en el trabajo de transformación y viceversa. Espero con este artículo haber podido aportar elementos a un debate que se muestra muy necesario.