Medios de comunicación
Historia de un desguace

En los últimos quince años, la crisis y algunas decisiones empresariales escudadas en ella han construido unas nuevas relaciones laborales en prensa, convirtiendo en papel mojado los convenios y los derechos de las plantillas.

Hoy parece inimaginable, algo propio de otro mundo o fruto de alguna alucinación, pero hace unos años sucedía con frecuencia en las redacciones de las grandes cabeceras de prensa: periodistas que se negaban a trabajar para las ediciones digitales de los diarios.

Se estrenaba el nuevo siglo y ese rechazo no se debía tanto a una pretensión caprichosa o un enfrentamiento con los designios del progreso como a una elemental defensa del puesto de trabajo y las condiciones laborales establecidas hasta entonces.

Si la empresa pretendía potenciar su página web, mantenerla actualizada 24 horas al día y siete días a la semana o realizar coberturas en directo de los acontecimientos deportivos —o de otros espectáculos del ocio— durante sábados y domingos, estos periodistas rebeldes argumentaban que esas nuevas tareas debían ser llevadas a cabo por otros equipos diferentes a los que pergeñaban cada día la publicación impresa. Que se contratara personal cualificado para ello. Que se definiesen las categorías profesionales en las que quedasen fijadas esas funciones y se incorporaran al convenio, ya fuese de la empresa o sectorial. Que, al menos, se compensara económicamente o mediante descansos para que la versión 2.0 del medio no supusiera en la práctica el doble de trabajo por el mismo salario.

La crisis —en coalición con otras circunstancias no achacables a ella— arrasó ese paisaje y dibujó otro bien distinto.

La imagen se repitió en los consejos de administración y en las reuniones de Recursos Humanos con los comités de empresa de periódicos y revistas a partir de 2007: una presentación en powerpoint de un Ebitda extremadamente negativo acompañado por una feliz gráfica que pronosticaba un futuro prometedor en apenas dos años siempre que se procediera a reducir plantilla. El expediente de regulación de empleo como garante de la continuidad del proyecto y de la retribución de quien está en la cima. Consejeros delegados de un gran grupo de comunicación que ganan diez millones de euros durante el mismo ejercicio en el que han despedido a 300 personas.

La caída de ingresos publicitarios, la pérdida de audiencia e influencia política o la incapacidad para hacer rentables las ediciones web fueron algunos de los ingredientes que justificaron el cóctel terrorífico que desde las zonas nobles se sirvió a las plantillas de los principales periódicos: despidos masivos, rebaja de condiciones, descuelgue salarial, multitarea obligatoria, contratación como falsos autónomos… Nada, por otra parte, muy distinto de lo que sucedía en la mayoría de sectores productivos: la alusión al frío que hace fuera como obscena advertencia disciplinaria y lugar común en las relaciones laborales.

Otros elementos obedecieron directamente a decisiones empresariales: en 2007, por ejemplo, Vocento adquirió el diario Qué! por 132 millones de euros. Un año después ejecutó un ERE en el que despidió a más de un tercio de la plantilla para cuadrar cuentas. Difícil no establecer una relación causa-efecto entre ambos sucesos.

La venta de partes sustanciales de las empresas, en aras de la eficiencia y de la reducción de costes, fue una de las “soluciones” aportadas desde las direcciones. Se externalizaron áreas completas, y departamentos clave, hasta entonces propios, pasaron a depender de otras compañías o sus funciones fueron asumidas por ellas.

El desguace afectó especialmente a las plantas de impresión y tuvo un efecto pernicioso sobre los derechos laborales de las plantillas: eran, tradicionalmente, secciones con fuerte presencia sindical y contaban con un arma poderosa para su defensa.

Por mucho empeño que Juan Cruz pusiera en escribir él solo medio periódico durante una jornada de huelga general —celebrada en prensa un día antes que en el resto de sectores—, si la imprenta cerraba era muy difícil que el ministro de turno pudiera aparecer a la mañana siguiente con un fajo de diarios bajo el brazo, esa estampa de normalidad democrática tan perseguida por patronal y Gobierno en una fecha tan señalada. Aquí no ha pasado nada, circulen, hay hasta prensa en los quioscos, ¿lo ven?

Quince años después de aquellos brotes de rebeldía profesional, el sector ha sido uno de los más castigados por la reconversión laboral. Se ha llegado a hablar de más de 10.000 puestos de trabajo destruidos, aunque la Asociación de la Prensa de Madrid —extraño ente que no es colegio profesional y mucho menos sindicato— cifra en 7.890 los periodistas en paro a finales de 2016.

Una maquetadora con una década de experiencia, y actualmente a sueldo de uno de los grandes diarios, asegura a El Salto que sus condiciones hoy no distan mucho de las que disfrutaba cuando empezó a trabajar como dependienta, con 17 años. “Te acostumbras a agachar la cabeza, a aguantar por un salario, por no quedarte fuera del todo, y aguantas jornadas interminables y episodios tremebundos, en contra de lo que tú eres y escondiéndote también”, recalca.

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