Desde que en 2013 comenzó a emitirse La Sexta Noche, el país entero pudo conocer a Eduardo Inda, uno de esos esperpénticos personajes, mitad polichinela, mitad villano de telenovela, que son capaces, sin proponérselo, de convertirse en una parodia de sí mismos. Desde entonces, su rostro cerúleo y su molesto tono de voz, como de uña en la pizarra, fueron haciéndose casi omnipresentes en la misma cadena, convirtiéndose de algún modo en el rostro y la voz de lo peor y lo más abyecto del periodismo cenagoso.
Eduardo Inda ejemplificó como ninguno un modo de comportarse completamente carente de escrúpulos, demagogo, falsario, grosero, obtuso y con un total y absoluto desprecio por la verdad y por la decencia, entendiendo esta palabra en su tercera acepción: “Dignidad en los actos y en las palabras”.
En todos estos años, nada de lo dicho por este hombre, ni una sola de sus intervenciones, puede adecuarse a esta definición. Incluso en sus instantes más comedidos siempre hay un resto de falsedad, de bajeza latente. De hecho, sus seguidores lo admiran por eso, por su capacidad para zaherir, para destruir, y no por su cercanía a la verdad. La verdad a ellos les da igual, piensan que esto es una guerra de mentiras donde solo importa quién gana y quién pierde. Y en esta guerra Inda es un ariete, ese instrumento que finalizaba en una cabeza maciza de hierro con forma de carnero y que solo servía para desvencijar las defensas del enemigo.
Pero su estilo es ya de sobra conocido por todos. ¿Por todos? No. Al menos una persona no se había enterado: Juan Cruz, adalid de la prensa libre y columnista de El País.
Juan Cruz y Eduardo Inda han dejado de hacer periodismo, si es que alguna vez lo hicieron, y se han convertido en soldados, en arietes
Juan Cruz era completamente ajeno y solo tuvo noticia de la maldad de Eduardo Inda hace apenas unos meses cuando sus invectivas tuvieron como blanco a Felipe González y al anterior rey. Precisamente, por cierto, en una de las pocas ocasiones en que Inda presentaba pruebas más o menos fehacientes no falsificadas por él mismo. Solo el día en que tuvo la osadía de hacer públicas las correrías amorosas del anterior jefe de Estado, los escrúpulos éticos de Juan Cruz se vieron violentados. Hasta entonces, durante cuatro años, no tuvo nada que objetar.
En todo caso, debemos congratularnos, pues fue esta también la única vez, que se sepa, en que Juan Cruz manifestó algún reparo al ejercicio de un periodismo, el español, que es considerado el menos fiable de Europa y cuya credibilidad, singularmente la del medio en el que él mismo escribe, se arrastra ya en ignotas y profundas simas. Lo que a él más le gusta no es regañar a los entrevistadores, sino a los entrevistados. No a todos, claro. Solo si se llaman Pablo Iglesias.
Pablo Iglesias manifiesta en una charla en la Complutense que muchos periodistas están condicionados por la línea ideológica que imponen sus periódicos. Tamaña blasfemia es considerada en la columna de Juan Cruz como un ataque y una intimidación intolerable. De paso, se hace eco de aquel delirante comunicado de la Asociación de Periodistas de Madrid en el que se denunciaba “el acoso” de Podemos a la prensa, unas semanas antes, por cierto, de recibir el premio que otorga dicha asociación. Sin embargo, cuando apenas unos meses después el grupo en el que él trabaja despide a Ignacio Escolar por informar acerca de las empresas de Juan Luis Cebrián en Panamá, Juan Cruz y la APM callan.
Es de suponer que esto último no lo considera una intimidación. Ya antes, por motivos igualmente políticos, el grupo PRISA había despedido a otras firmas ilustres. El último de la lista es John Carlin, que osó cuestionar los sagrados principios del nacionalismo español que El País lleva por bandera.
Juan Cruz no escribe sobre Rivera, ni sobre Rajoy, ni sobre Sánchez, salvo muy tangencialmente y de un modo afable. En este mundo cruel, solo Iglesias le irrita y el número de textos que le dedica raya en la obsesión
Quizá Juan Cruz no simpatice con Miguel Ángel Aguilar o Ignacio Escolar y piense que bien merecen su despido, pero sí se mostraba admirador confeso de John Carlin, de quien decía en un libro sobre el furgol que es “uno de los periodistas más importantes del mundo y tenemos la suerte de disfrutarlo en España”. Pobre John Carlin. Ser “el amigo Carlin”, alguien que llevaba “el periodismo a su máximo nivel de exigencia”, cuya lectura “era un festín” y “uno de los columnistas más queridos” no le ha valido para que, al contrario que con el Rey y Felipe González, Juan Cruz vaya en su auxilio.
En su mundo al revés, no son los dueños de los periódicos quienes ejercen esta férrea censura y coaccionan con estas purgas disciplinarias el trabajo de los periodistas. No, son aquellos que lo denuncian quienes merecen todo reproche.
Jordi Évole mantiene un debate con Pablo Iglesias y este último subraya que todos los participantes han sido hostiles a Monedero y esta unanimidad no refleja el sentir de la militancia de Podemos. ¡Cómo se atreve! Esto es anatema para Juan Cruz, quien reitera una vez más que Pablo Iglesias “encarna un libro de estilo” que va aleccionando al mundo sobre lo que está bien o está mal.
Insiste en la misma idea en la columna de confuso título: “Pablo Iglesias o la inquina comparativa”. En ella nos revela un descubrimiento portentoso: ¡Pablo Iglesias cree tener razón cuando afirma algo! No concibo mayor arrogancia, ni Juan Cruz tampoco. Que un político crea tener razón es, sin duda, toda una novedad en este mundo de personajes humildes como Albert Rivera que hacen de cada comparecencia un ejercicio de modestia y duda cartesiana. O quizá es que creer en lo que se dice sea una gran rareza en el mundo de cínicos en que se mueve el articulista de El País.
Para más escarnio, Pablo Iglesias tiene la soberbia de pensar que no solo es que él tenga la razón, sino que sus adversarios no la llevan. ¡Hasta aquí podíamos llegar! Es entonces cuando comprendemos qué quiere decir esa extraña expresión de “inquina comparativa”. Y nada menos descubrimos espantados que es “comparar lo que él piensa con lo que piensan los otros” y pensar que lo suyo “está bien”. Supongo que Juan Cruz piensa que cuando Susana Díaz, Felipe González, Mariano Rajoy o Albert Rivera comparan su pensamiento “con lo que piensan los otros” es para darles la razón a esos otros.
Pero lo cierto es que nunca lo sabremos. Porque Juan Cruz no escribe sobre Albert Rivera, ni sobre Mariano Rajoy, ni sobre Pedro Sánchez, salvo muy tangencialmente y de un modo afable. De hecho, no hay reproche alguno al comportamiento de estos responsables próceres y los partidos que representan. Ninguno.
Juan Cruz era completamente ajeno y solo tuvo noticia de la maldad de Eduardo Inda hace apenas unos meses cuando sus invectivas tuvieron como blanco a Felipe González y al anterior rey
En este mundo cruel, solo Pablo Iglesias le irrita y el número de textos que le dedica raya en la obsesión. Hace unos días le dirigió una epístola en la que, básicamente, lo responsabiliza de que se pueda producir un incendio en España y lo conmina para que no trabaje solo para los cinco millones de votantes que han puesto en Podemos su confianza sino también para el resto. ¿Conminó también a Mariano Rajoy y a los demás actores del llamado bloque españolista a “trabajar para que el país no se incendie”?. No, por supuesto. Son solo Pablo Iglesias y Podemos, aunque están en una posición de muy escasa influencia en los acontecimientos, los que no deben incendiar.
Cuando leí el título de aquella columna que hablaba sobre “inquina comparativa” pensé que Juan Cruz quería hacer una confesión. Pensé que deseaba abrir su corazón y revelar que sí, que es su inquina hacia Pablo Iglesias la que hace que jamás compare las acciones de este con las de sus adversarios, muchas veces más censurables y siempre silenciadas. Pero no, no era así.
Juan Cruz se cree muy distinto a Eduardo Inda, mas no lo es tanto. Este es zafio y grosero y aquel más cosmopolita y educado. Pero ambos han dejado de hacer periodismo, si es que alguna vez lo hicieron, y se han convertido en soldados o, como decíamos antes, en arietes.
Algunos de estos arietes golpean con toscas bolas de hierro y otros con labradas cabezas de carnero de cuernos broncíneos. Algunos tienen el grimoso y gritón tono de voz de Inda y otros el trino cantarín de Juan Cruz, que parece más bien un reclamo para aves. Lo que pasa es que detrás del reclamo está siempre el cañón de la escopeta. Y eso es algo que saben hasta los patos.
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