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Memoria histórica
Belchite: un viaje a la guerra civil española
Un viaje en el tiempo. Eso es lo que propone Belchite. Este pequeño pueblo ubicado 50 kilómetros al sur de Zaragoza comparte sus ruinas, muestra cómo los caprichos de la Historia a veces se ensañan injustamente con lugares y personas que poco tienen que ver con esas desavenencias trágicas que los hunden en la destrucción. Las inmanejables contingencias del devenir (y sus múltiples conexiones ¿azarosas? ¿mágicas? ¿astrológicas?) situaron a este poblado en el peor lugar posible y solo pudo alargar unos años su agonía antes de quedar como mera representación de ese trágico evento que le quitó la vida: la guerra civil.
Belchite es el testimonio del horror, del caos, de la brutalidad, de la guerra. Hoy el nuevo Belchite recuerda que hubo un viejo Belchite, invita a conocerlo, a viajar por sus ruinas, a sentir su destrucción... pero fueron muchos años de silencio, de intentar olvidar. El sufrimiento fue tal que muchos prefirieron callar durante décadas, se llevaron a otra vida sus secretos, sus discordias, sus testimonios y sus vivencias dentro del episodio más traumático para la historia moderna de España. Pero aún viven algunas historias, en las palabras de sus propios protagonistas y en los herederos de ese trauma político-social cuyas cicatrices aún recorren los cuerpos por fuera y por dentro.
A comienzos de 1936 en Belchite vivían cerca de 3.800 personas y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) gobernada la alcaldía tras ganar las elecciones de febrero de ese año. En julio se produjo el golpe de Estado. Las tropas de Francisco Franco avanzaban pueblo a pueblo destituyendo a los gobiernos elegidos por las mayorías. No solo eso, perseguían a todas las autoridades “izquierdistas” y fusilaban a sus cabecillas y a muchos de sus familiares. El propio intendente destituido, Mariano Castillo, murió en circunstancias dudosas. Algunos dicen que se suicidó. En el pueblo hubo casi 200 fusilados.
A mediados de 1937, con las fuerzas golpistas dominando Madrid y algunas regiones del norte del país, las fuerzas republicanas, que ya habían mudado la sede de gobierno a Valencia, buscaron una contraofensiva para frenar a los sublevados. El objetivo se centró en Zaragoza, la capital de la región de Aragón. Los rumores históricos hablan de que se fijó ese punto del mapa no solo para frenar a las fuerzas fascistas-franquistas, sino que también hubo presiones de Iósif Stalin para purgar las milicias republicanas, eliminando todo elemento anarquista y trotskista de entre sus filas; esas agrupaciones políticas justamente se habían hecho fuertes en esa zona, desafiando la autoridad del Partido Comunista como conductor de la defensa de la República.
Los avatares de las estrategias militares, los azares de las improvisaciones, las variables geográficas que hacen de algunos lugares sitios más propicios para guarecerse o para batallar, pusieron a Belchite en el medio de las fuerzas en combate. El pueblo sirvió de escenario de una de las obras más dramáticas y sangrientas de la contienda militar
En el medio de todas estas vicisitudes quedó Belchite. El viejo Belchite. Los avatares de las estrategias militares, los azares de las improvisaciones, las variables geográficas que hacen de algunos lugares sitios más propicios para guarecerse o para batallar, pusieron a Belchite en el medio de las fuerzas en combate. El pueblo sirvió de escenario de una de las obras más dramáticas y sangrientas de la contienda militar.
El 24 de agosto de 1937 las fuerzas republicanas entraron al pueblo y se inició el enfrentamiento que los atacantes creían que iba durar pocas horas y se terminó extendiendo hasta el 6 de septiembre. Las fuerzas golpistas eran menos numerosas que las republicanas pero resistieron tenazmente, logrando el objetivo de demorar el avance republicano sobre Zaragoza, objetivo que nunca llegaron a concretar. Por esto mismo, la victoria republicana en Belchite después de esas dos semanas de lucha cuerpo a cuerpo, casa por casa, tuvo sabor a derrota por el desgaste y las bajas sufridas.
Las ruinas y las búsquedas de construir sentido
La visita al viejo Belchite —donde solo se puede acceder con visitas guiadas que se realizan a diario desde 2013— hace tomar dimensión del horror en el que quedaron atrapados sus habitantes durante esos 14 días en donde miles de milicianos de ambos bandos se agolparon en el pequeño poblado, conmoviendo sus cimientos, su historia y las vidas de los allí presentes y sus familias.
Natividad Virgos, de 61 años, es la guía del tour y siente la historia del pueblo en carne propia. Sus padres vivían en el Viejo Belchite donde aún se aprecian sus antiguas casas en ruinas, con las bases de sus balcones y la fachada a punto del colapso. El resto son escombros y polvo. También cuenta la historia de los locales comerciales y las casas de los vecinos más distinguidos que había en la calle Mayor a la que se accedía tras cruzar el arco que oficiaba de puerta al pueblo. Natividad se detiene a mostrar las marcas de los balazos en la que era la puerta del único banco que había en Belchite. Recorre la plaza donde estaba la bomba de agua que, al parecer, era el lugar de coqueteo entre los jóvenes. Enseña las imponentes iglesias, con sus techos perforados por los bombazos, sus paredes donde aún hay algunos retazos de pinturas y sus campanarios que, a duras penas, resisten en pie tras la batalla y los muchos años de vandalismo y saqueos.
Caminar por el viejo Belchite imaginando todo lo que ocurría en ese pueblo antes de su trágico final envuelve de nostalgia los pensamientos. Los relatos de Natividad permiten remontarnos a esa normalidad cotidiana y la apacibilidad de la vida en un poblado de campesinos en la antesala del horror, de sus días finales.
Tras la guerra civil, el pueblo quedó devastado. Un tercio de las construcciones fueron destruidas. De entre los cinco mil muertos, muchos eran civiles que poco entendían lo que estaba sucediendo, según Natividad Virgos, guía del tour por Belchite
Tras la guerra civil, el pueblo quedó devastado. Un tercio de las construcciones fueron destruidas. De entre los cinco mil muertos, muchos eran civiles que poco entendían lo que estaba sucediendo, según nuestra guía, ya que había índices de analfabetismo elevados y la mayoría no se involucraban en política ya que solo tenían energías para mantener productivos los olivares que daban los frutos que sostenían la economía del pueblo. Todos ellos yacen hoy en fosas comunes, donde durante el franquismo se levantó un monolito conmemorativo pero solo para aquellos que combatieron en el bando “falangista”.
El mismo Franco fue a Belchite y juró reconstruirlo, pero todo quedó en promesas incumplidas. Luego se decidió dejarlo como estaba como “mera propaganda”, según Virgos, ya que esas ruinas eran un testimonio irrefutable de la supuesta brutalidad de los ataques republicanos. Pero como suele ocurrir, se recortó la historia según la perspectiva del bando triunfante, evitando mencionar cómo fue la “reconquista” franquista del pueblo, cuando en marzo de 1938 lanzaron cuatro bombas de 500 kilos de explosivos arrasando con lo poco que quedaba en pie.
Tras finalizar la guerra, con los ánimos más apaciguados, los vecinos que habían sido evacuados a poblados cercanos empezaron a volver a sus antiguas casas derruidas. Se encontraron con un escenario desolador. Ya no tenían nada, todo había sido arrasado y saqueado durante la guerra. Una imagen que cuesta imaginar y dimensionar. Hogares profanados. Escombros. Desorden. Ningún servicio básico disponible. Oscuridad. La sensación de una pérdida irreparable, de una vida irrecuperable. La cantidad de preguntas que habrán surgido... ¿Cómo seguir? ¿Por dónde empezar? ¿Qué hacer con tanta destrucción?
Hasta 1964 muchos vecinos siguieron viviendo entre las ruinas, mientras los presos políticos que habían sido alojados en un campo de trabajo en las zonas aledañas terminaron la construcción de las nuevas viviendas
En 1940 se iniciaron las obras, pero para construir un nuevo Belchite, justo al lado del viejo. Hasta 1964 muchos vecinos siguieron viviendo entre las ruinas, mientras los presos políticos que habían sido alojados en un campo de trabajo en las zonas aledañas terminaron la construcción de las nuevas viviendas. Fueron años duros, largos, de escasez, de mucho trabajo. Para colmo, las nuevas viviendas no fueron asignadas de manera gratuita para aquellos que lo habían perdido todo. La gente tuvo que pagar costosos créditos para acceder a sus nuevos hogares, lejos pero cerca a la vez de sus antiguas casas y de sus antiguas vidas.
Las marcas aún vivas de la tragedia
El 5 de septiembre de 1936, con las tropas republicanas rodeando el pueblo y vigilando todo desde las torres de acceso con sus ametralladoras (que tenían la orden de disparar a todo lo que saliera desde las viviendas), un grupo de vecinos y algunos milicianos de las tropas franquistas que aún resistían el asedio —ya sin recursos y en condiciones penosas (sin agua ni luz)—, intentaron romper el cerco y huir hacia Zaragoza.
Josefina Cubel aquel día tenía 12 años. Hoy tiene 96 y aún vive en Belchite. Sus padres habían tomado la determinación de separarse y llevarse consigo a tres de sus hijos cada uno. A Josefina le tocó apegarse a su padre e intentar la heroica de huir a Zaragoza, mientras que su madre junto a tres de sus hermanos se entregarían y buscarían refugio en otro pueblo. Es complejo saber qué los llevó a tomar esa decisión. Tras 14 días sin comer más que un poco de pan, ni acceder a agua potable, viviendo en los sótanos de las casas que conectaban entre sí haciendo boquetes en las paredes, la desesperación por salir de allí habría llevado a muchos a elegir distintos caminos apelando a diversas decisiones racionales para ese momento. Hablar hoy sobre esa racionalidad, saber el porqué de esa decisión, es francamente imposible. Por más que imaginemos, por más que nos cuenten sus vivencias, por más que veamos las ruinas del pueblo, jamás podremos saber por qué pensaron en esa estrategia los padres de Josefina. Lo cierto es que esa estrategia la marcó para siempre.
Aquella noche, el comandante Joaquín Santa Pau de las fuerzas falangistas fue uno de los que encabezó la huida. Josefina lo recuerda como alguien “muy valiente”. Fue quien lanzó una granada contra una de las ametralladoras que vigilaban uno de los accesos al pueblo para así abrir un flanco y que la gente pudiese escapar. Unas 300 personas lograron romper el cerco republicano y de ellas 80 llegaron a Zaragoza. Entre los que llegaron estaban el padre de Josefina y sus dos hermanos. Santa Pau murió en el intento. “Josefa” cree que esto se produjo porque él no conocía el camino a Zaragoza “cruzando los olivares”, sino el camino más visible y alcanzable por el fuego de las ametralladoras. El camino alternativo sí lo conocían los campesinos de la zona, entre los que se encontraba el padre de Josefina, cabeza de una familia humilde que “siempre trabajó en los campos de otros”. Otra de esas contingencias que marcaron el destino. La condición subordinada de campesino arrendatario, en ese momento les salvó la vida.
¿Qué pasó con Josefina? Una bala la hirió en su pierna izquierda durante las carreras desesperadas por salir del pueblo. La sangre brotaba en cantidades tan profusas que su padre y sus hermanos no tuvieron más remedio que abandonarla en plena huida, otra de esas decisiones difíciles de dimensionar a la distancia. A punto de morir desangrada, los “rojos” la socorrieron cuando el pueblo había quedado totalmente abandonado. La trasladaron de urgencia a un hospital en la localidad de Alcañiz y la cuidaron día y noche durante los largos cuatro meses que permaneció allí. “Josefa” recuerda la noche nueva de aquel año, en el que se encontraba sola en el hospital y algunos milicianos republicanos la acompañaron. Los mismos que la hirieron luego la salvaron y la cuidaron, en otro sinsentido dentro del gran sinsentido que implica una guerra.
Su familia la dio por muerta. Mientras su padre vestía el brazalete de luto en Zaragoza, su madre había sido evacuada en otro pueblo y sufría la muerte de su hija menor por alguna de las tantas enfermedades que se diseminaron en aquellos días de falta de higiene y escasa alimentación. Pero en una de esas extrañas cadenas de noticias que llegaban de dudosas fuentes, recibió la información de que algunos sobrevivientes de Belchite estaban hospitalizados en Alcañiz. Siguiendo una corazonada, esta madre valerosa juntó el poco dinero que le quedaba y fue directo hacia allí a buscar a su hija. Eriza la piel de tan solo imaginar ese encuentro. Josefina volvía de la muerte. La familia comenzaba su trabajoso renacer.
Cuando terminó la guerra volvieron a su casa. Vivieron entre las ruinas varios años. “No había nada, ni cucharas ni platos”. A los días cruentos de la guerra, indefectiblemente le siguen varios años de sacrificios, de reconstrucción, de rehabilitación emocional. Y los que más sufren esos años son los que menos tienen, los que poco tenían que ver con los que se enfrentaron a tiros en su pueblo, los que trabajaban en el campo y siguieron trabajando en el campo de otros. Allí estaban Josefina y su familia, buscando paz en medio de los escombros y la desidia.
“Josefa” vive en la residencia de ancianos del pueblo que nunca volvió a recuperarse de la catástrofe demográfica sufrida, ya que apenas cuenta con 1.500 habitantes hoy en día. Ella es una de las dos sobrevivientes que queda de aquel episodio donde huyeron del “cerco”. Su vida y su cuerpo con su pierna herida, quedaron marcados para siempre. “La coja”, como le decían en tono de burla sus parientes, nunca pudo correr detrás de sus tres hijos por el disparo recibido y hoy ya no puede movilizarse por sus propios medios. Además, padeció el coronavirus y tras 14 días internada pudo salir de alta con medio pulmón sosteniendo su respiración. Sus hermanos ya murieron pero por suerte pudo formar una familia y hoy sus hijos y nietos cuidan de ella. Cuidan de este testimonio vivo de lo que representa la guerra para la mayoría, esa mayoría ajena que lo pierde todo y tiene que reconstruir su vida desde el polvo, desde la nada, sin siquiera una cuchara para comer.
Josefina es la única sobreviviente que aún quiere hablar de esos momentos de penurias. Quiere que se recuerden los hechos para que nunca vuelva a ocurrir tragedia similar, para que la guerra no vuelva a ser una opción para dirimir conflictos entre seres humanos. Algo muy entendible cuando se aprecia el daño irreparable que generó en su vida y en su “pueblo alegre” que jamás volvió a tener esa impronta, esa algarabía, esa vitalidad de antaño. Pero, ¿cómo resistir ante el avance armado de sectores conservadores que se negaron a reconocer la voz de las mayorías que se habían expresado en las urnas allá por 1936? ¿Qué otra alternativa a la guerra civil se abría en ese momento de antagonismo de clases tan crudo, donde los sectores fascistas estaban dispuestos a todo con tal de seguir en sus lugares de privilegio?
Las respuestas podrán variar, las visiones podrán ser dispares sobre lo que representó la guerra civil, pero lo que no entra en discusión es quiénes fueron las verdaderas víctimas. Allí está Josefina, aún resiste para contarlo en primera persona, con su vida marcada por los disparos y los recuerdos de esos días donde todo, absolutamente todo, se desmoronó y tuvo que volver a empezar de cero, con la ingenua pero movilizante utopía de reconstruir su vida pasada, esa vida sencilla que cobró un nuevo significado y un nuevo valor tras el horror devastador de la guerra.