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México
La nueva presidenta tomará el poder en un México acechado por el crimen organizado
Periodista mexicano. Reside en Ciudad de México. ha sido directos de varios medios mexicanos. Actualmente está al frente del medio digital Fábrica de periodismo
México llegará a las elecciones de este domingo 2 de junio con una certeza: por primera vez en toda su historia una mujer ocupará la Presidencia del país. Pero lo hará acompañada de una sombra que se ha extendido por el territorio nacional y ha regado una huella de desesperanza por doquier: el creciente imperio del crimen organizado, que, además, ha decidido aportar una nada simbólica cuota de sangre y violencia a la disputa política por el poder.
Desde que en junio de 2023 comenzó el proceso electoral que llevará a las urnas a 100 millones de mexicanos y que incluirá la elección de todo tipo de cargos federales y locales, han sido asesinados al menos 38 aspirantes, muchos de ellos en zonas controladas con puño de hierro por el crimen organizado.
Las encuestas más serias otorgan ventaja a Claudia Sheinbaum, la candidata del oficialismo, con lo que existe una alta probabilidad de que se imponga a la senadora Xóchitl Gálvez, quien ha sido impulsada por dos partidos, el PRI y el PAN, que han dejado en la memoria colectiva una impronta de corrupción, abusos y privilegios en su paso por el poder. Con un escenario así, en el que la exjefa de Gobierno de la Ciudad de México podría caminar de su antigua oficina a la Presidencia con solo cruzar el Zócalo de la capital, la verdadera elección, la que podría cambiar la correlación de fuerzas en el país, se encuentra en el Congreso: 500 diputados y 128 senadores.
El Congreso es el objeto del deseo de un régimen que anhela gobernar sin contrapesos ni equilibrios democráticos para implantar un modelo de país único, con un pensamiento único, con estrategias únicas
Decir que es la verdadera elección no es exagerado: el Congreso es el objeto del deseo de un régimen que anhela gobernar sin contrapesos ni equilibrios democráticos para implantar un modelo de país único, con un pensamiento único, con estrategias únicas, sin las molestas complicaciones de aceptar que la realidad es distinta o de tener que rendir cuentas. Aunque tiene mayoría en ambas cámaras del Congreso, los representantes de Morena -el partido del actual presidente y de Claudia Sheinbaum- y sus aliados no han alcanzado una mayoría calificada que les permita modificar la Constitución y adaptarla a su proyecto. El presidente Andrés Manuel López Obrador lo ha expresado cuantas veces ha sido necesario: el objetivo fundamental de una elección en la que se entronará a su sucesora es que se cumpla lo que llamó el Plan C: el control total de la Presidencia, el Senado y la Cámara de Diputados.
Una vez conseguido ese propósito, vendrá la siguiente etapa: modificar la Constitución para moldearla y, así, eliminar, desaparecer o capturar en definitiva instituciones como la Suprema Corte de Justicia u organismos autónomos que, atrincherados, resisten los embistes del oficialismo, como los institutos nacionales encargados de las elecciones, de transparencia y de telecomunicaciones, por ejemplo.
Ante esa encrucijada se plantarán 99 millones de electores para elegir a más de 20 mil cargos federales y locales.
La cosecha de AMLO
El 2 de junio por la noche comenzará la cuenta regresiva para López Obrador, un hombre tenaz, perseverante, un genio de la comunicación política, que alcanzó la Presidencia en 2018 en su tercer intento. Armado con una envidiable legitimidad política y el mayor número de votos que nadie haya conseguido jamás, López Obrador representó la esperanza de una sociedad ahogada por la voraz corrupción, la abismal desigualdad social, el autoritarismo, la violencia y represión que caracterizó a los gobiernos previos del PRI y del PAN.
No hay nada más importante para él aún presidente que pasar a los libros de historia como la cuarta gran figura política en los más de dos siglos de vida independiente de México. Ha trabajado incansablemente para ello y ha logrado establecer una conexion cuasi religiosa con decenas de millones de mexicanos que creen a ojos cerrados lo que él dice, por más que la realidad les restregue en la cara que no es como él la dibuja. Esa necesidad de creer ciegamente en él les ha llevado a mantener su respaldo inquebrantable a una gestión que cierra su periodo con una envidiable tasa de aprobación que se mantiene en un 60 por ciento.
Ese apoyo le ha servido para instalar una lógica polarizante que ha dividido al país: su estrategia de demonizar a quienes piensan distinto le ha acarreado también ser rechazado por millones de mexicanos. La división entre conservadores y liberales, traidores y nacionalistas, progresistas o reaccionarios.
La llegada de una mujer no representará una transformación de los esquemas machistas y autoritarios
¿Un nuevo gobierno feminista?
La llegada de una mujer no representará una transformación de los esquemas machistas y autoritarios mediante los cuales los hombres han gobernado a México durante dos siglos.
Claudia Sheinbaum, una doctora en física con trabajo académico medioambiental y ex jefa de gobierno de la Ciudad de México, ha repetido el discurso de López Obrador: el feminismo, las organizaciones feministas y sus luchas y reivindicaciones no son más que artimañas conservadoras de la oposición que buscan desacreditar a su gobierno y a su movimiento político.
Su subestimación de los feminicidios -México tiene una tasa de caso 11 asesinatos de mujeres al día-, su desdén en el trato hacia las madres y padres buscadores de miles de personas desaparecidas, su castigo presupuestario a instituciones que atienden necesidades de las mujeres, los destellos de un lenguaje condescendiente no fueron compensados con el hecho de tener un gabinete paritario, presumido como una estrella feminista. Claudia Sheinbaum ha tenido encontronazos por las mismas razones con diversas organizaciones feministas, que han sido un enclave informal de resistencia política al actual gobierno. Figuras cercanas al oficialismo, como la escritora Sabina Berman, han reconocido que el presidente no ha entendido sus desplantes machistas, pero al final desdeñan esa circunstancia.
El maltrato a las agrupaciones feministas tiene su origen en los reiterados reclamos al gobierno de López Obrador para atender de manera eficaz la epidemia de asesinatos de mujeres en todo el pais. Pero como su mentor, Claudia Sheinbaum rechaza y minimiza las visiones distintas a las suyas.
Esa misma intolerancia se ha manifestado en el trato a los medios de comunicación que se atreven a preguntarle sin complacencias sobre temas de interés publico. “¿Por qué tan violenta la entrevista?”, cuestionó a un periodista que hizo comedidamente las preguntas que haría cualquiera de sus colegas que se tomara en serio su responsabilidad. “Estamos acostumbrados a una conversación tranquila, así, normal”. Sheinbaum, en realidad, continúa el patrón de descalificar el trabajo periodístico que hace un escrutinio del poder.
Es ampliamente conocido y documentado el acoso presidencial contra medios y periodistas que realizan un ejercicio crítico sobre su gobierno. La estigmatización y la descalificación, acusándolos de “corruptos”, “conservadores”, “parte de la mafia del poder”, ha sido constante desde que inicio su gobierno. Organizaciones de defensa de la libertad de expresión han reportado que el gobierno de López Obrador ha realizado casi 3.000 ataques directos contra la prensa en cinco años de gobierno.
La incidencia política del crimen organizado
La mancha criminal que se esparce en el país acompañará a la próxima presidenta mexicana. La prevalencia del crimen organizado en amplias zonas se ha extendido día con día.
En la última década se ha producido una evolución del crimen organizado en México: del tráfico de drogas se extendió a otras actividades. La hidra creció desaforadamente
Se calcula que un 35 por ciento del territorio nacional está controlado por el crimen organizado, creando zonas ingobernables. En los últimos años no sólo ha expandido su poderío bélico y económico, sino que se ha convertido en el poder real en regiones enteras del país. En la última década se ha producido una evolución del crimen organizado en México: del tráfico de drogas se extendió a otras actividades. La hidra creció desaforadamente. Hoy tiene ramificaciones impensadas hasta hace poco: cobran lo que en México se llama “derecho de piso”. Es una especie de impuesto, les cobran a los productores por cada kilo de limón y aguacate que sale de las huertas, le cobran a los vendedores de pollo, le cobran a los concesionarios del transporte público, le cobran a cada pequeño comercio; le cobran a las gigantescas mineras por cada kilo de mineral que sacan de la tierra.
En un arrebato de locura, hace poco cobraron a las familias por cada hijo que tuvieran y por cada metro de fachada que tuviera su casa. Por supuesto, cobran rescate por cada persona migrante que secuestran. Y cobran por muchas otras cosas más. Cobran, en más de un sentido, el derecho a la vida. A pesar de que eso implica millones y millones de dólares en ganancias, no se conformaron. Y pusieron sus ojos en los gobiernos locales. En México esas son las autoridades municipales, la unidad política más básica de gobierno. El crimen organizado utiliza la violencia como una herramienta para incidir en la política local mexicana.
Al principio, los objetivos eran muy utilitarios: financiaban las campañas de los candidatos a cambio de que les permitieran colocar en los puestos encargados de la seguridad a personas cuyo control tendrían, lo que les ayudaría a tejer una densa red de protección. Luego ya no fue suficiente. Algunos municipios en México manejan presupuestos económicos relevantes y, por supuesto, se les antojaba quedarse con su tajada. Así que a los cargos de seguridad, sumaron la exigencia de que les entregaran los puestos relacionados con la asignación de obras públicas. Si había dinero, pues por qué dejar pasar la oportunidad de ganarse una rebanada extra.
Y la estrategia se afinó: se asociaron, por las buenas o por la malas, con empresas constructoras o, de plano, crearon las suyas propias, lo que les permitía, además, lavar el dinero procedente de otras actividades ilícitas.
Así, pues, el crimen organizado busca a través de la violencia, por ejemplo, multiplicar y consolidar sus redes de protección; debilitar el sistema de seguridad y justicia; ampliar su acceso a recursos económicos, recopilar información sobre lo que ocurre en los territorios bajo su control, entre otros. Hoy, imponen alcaldes, regidores, diputados locales, y tienen lazos y acuerdos con diputados federales y gobernadores. La intervención del crimen organizado en las elecciones es un asunto que amenaza a la democracia mexicana.
Por ello, no es menor que los magistrados del Tribunal Electoral, una especie de Corte Suprema que atiende asuntos de derechos políticos, hayan expresado recientemente una advertencia: “La injerencia del crimen organizado en elecciones es una problemática que tiene que reconocerse y atenderse antes de que pueda llegar, incluso, a tomar control de la Presidencia de la República”.
Ante un panorama tan complejo, y en su afán de diferenciarse de la política sangrienta, de ataque sin estrategia contra el crimen organizado que puso en marcha el gobierno conservador de Felipe Calderón en 2006 y que provocó que desde entonces el país se haya bañado en sangre, López Obrador decidió no confrontar al crimen organizado y lo dejó crecer. No lo atajó ni un centímetro. Entendiblemente, quiso atender las causas sociales que explican por qué los jóvenes deciden incorporarse a las filas de los criminales: por falta de oportunidades, por la nula posibilidad de obtener ingresos. Su hipótesis, no probada, dice que atacando esas causas se reduciría la base social de las organizaciones criminales. El problema es que no ocurrió eso. Por el contrario, se han fortalecido.
Parece muy arriesgado, como lo ha prometido Sheinbaum, sólo continuar la estrategia de seguridad puesta en marcha por López Obrador abrazos, no balazos
Por eso parece muy arriesgado, como lo ha prometido Sheinbaum, sólo continuar la estrategia de seguridad puesta en marcha por López Obrador abrazos, no balazos, como él mismo la bautizó: fortalecer los programas sociales, con una entrega mensual de efectivo a jóvenes para atacar la falta de oportunidades y así evitar su incorporación a las filas del crimen organizado.
La violencia, pues, será una de las herencias de los gobiernos pasados a la futura presidenta: deberá atender una situación de urgencia nacional con 30 mil asesinatos al año (180 mil en el periodo de seis años de gobierno) y más de 100 mil desaparecidos acumulados, número que el gobierno ha querido rebajar con un recuento oficial que ha mostrado ser errático e inconsistente.
Un ejército casi omnipresente
De una manera paradójica, la explosión del crimen organizado en México ha ido aparejado con el creciente poder político, económico y protagonismo público de las fuerzas armadas, especialmente del Ejército.
Descartada su participación en el combate de frente al crimen organizado, el presidente López Obrador eligió gobernar apoyado en múltiples tareas por el ejército. Con el argumento de que es “incorruptible”, de que es eficiente y de que está compuesto por “pueblo vestido en uniforme”, el Ejército y la Marina comenzaron a recibir todo tipo de encargos: construir sucursales bancarias, administrar hoteles y áreas naturales protegidas, operar varios aeropuertos, construir el mal llamado Tren Maya, hacerse cargo de la operación del Canal Interocéanico, administrar viveros forestales, controlar las aduanas del país, dirigir la resucitada aerolínea estatal, distribuir vacunas, entre muchas otras tareas que nada tienen que ver con sus funciones esenciales.
Esta dinámica de militarización ha adquirido tal proporción que expertos y analistas a menudo se preguntan: ¿y ahora cómo y cuándo vamos a regresar a los militares a sus cuarteles?
El presupuesto que se les ha asignado para la ejecución de todos sus encargos ha sido monumental y a las fuerzas armadas se les han creado empresas mercantiles para dirigir todos esos negocios. Un estudio reciente ha identificado 291 actividades y funciones que antes eran civiles y ahora se han transferido a las fuerzas armadas, con la consiguiente asignación de recursos económicos.
Esta dinámica de militarización, no vista desde la Revolución Mexicana de 1910, ha adquirido tal proporción que expertos y analistas a menudo se hacen una pregunta: ¿y ahora cómo y cuándo vamos a regresar a los militares a sus cuarteles?
Sheinbaum lo ha dicho claramente: ella no lo hará. Y Xóchitl Gálvez ha dado un mensaje muy distinto: en caso de ganar la Presidencia, comenzará a retirar al Ejército de tareas que no tengan que ver con la seguridad.
La tarea de gobernar para la próxima presidenta no se limitará a atender algunos de los puntos mencionados.
Hay problemas en un sistema de salud pública rebasado y deteriorado, un sistema educativo en el que la pandemia profundizó las brechas ya existentes, una ciencia y una cultura dejadas prácticamente a su suerte, una desigualdad social que sigue siendo lacerante y tiene aún a 45 millones de mexicanos en pobreza (cinco millones dejaron de ser pobres en este gobierno) y a nueve millones en pobreza extrema, además de enormes retos medioambientales y un cambio climático que ya hace estragos frecuentes.
Eso es lo que le espera a la nueva presidenta de México. Bienvenida al poder.
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