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Migración
Zarzis: del otro lado del Mediterráneo
“La milicia que nos arrestó son traficantes de personas. Nos mantuvieron en la cárcel”. Abdullah Yahya, de 20 años, se sienta encorvado sobre una silla de plástico en la terraza de un café. Rememora su experiencia antes de Zarzis, como migrante en Libia. “En el momento en que llegamos allí, nos golpearon. Me encerraron y todos los días me tiraban un trozo de pan para comer”.
La historia de Abdullah se asemeja a la de cientos de miles de migrantes de África subsahariana, que atraviesan una Libia asolada por el conflicto, con la esperanza de llegar a Europa. Aquellos que logran llegar a la costa parten en frágiles embarcaciones, esperando conseguir buenos trabajos y una vida mejor del otro lado del Mediterráneo.
Sin embargo, son cientos los que, como Abdullah, terminan en Zarzis, una pequeña ciudad portuaria en el sureste de Túnez, que en los últimos años se ha convertido inesperadamente en un microcosmos del drama migratorio. Aunque, a primera vista, Zarzis parece una ciudad costera más, sus playas, calles y casas están habitadas por incontables historias de vidas suspendidas y cotidianas muertes de personas migrantes.
Cuando hay naufragios provenientes de la misma Túnez o de Libia, aquellos rescatados por la guardia costera son frecuentemente desembarcados en Zarzis. También hay personas migrantes que llegan a esta pequeña ciudad a pie, huyendo a través de la frontera del desierto del infierno en el que viven en Libia. Mientras quedan varados en Zarzis, algunos aspiran a hacer otro intento de cruzar el Mediterráneo, unos pocos buscan su repatriación y hay quienes intentan ganarse la vida en este nuevo hogar inesperado.
“Me llevaron a la prisión de Oussama. Allí estuve seis meses. Nos golpearon. Para ser libre tienes que pagar”, relata Abdullah
“De donde vengo, tenemos problemas tribales”, explica Abdullah refiriéndose a su pequeña ciudad natal en el sur de Darfur, en Sudán. Su voz baja y postura encorvada revelan a un joven aún traumatizado. “Los árabes tenían mulas pastando en nuestras tierras. El problema comienza cuando hablas con el árabe y le preguntas por qué sus animales están en tu tierra; te disparará de inmediato”.
Sin más opciones de trabajo que la agricultura, Abdullah decidió que tenía que probar suerte cruzando el Mediterráneo hacia Europa. Dejó atrás a su madre en enero del año pasado, se subió a un Toyota Cruiser con otros treinta migrantes y condujeron durante dos días hasta Chad. De ahí continuaron durante días hacia el norte, a la frontera sur con Libia. Al llegar trabajó en una mina de oro durante un mes, a treinta y cinco metros bajo tierra, y ahorró dinero suficiente para continuar su viaje.
En el transcurso de otro mes, Abdullah viajó en taxis y camiones, escondiéndose de las milicias y bandas armadas en media docena de ciudades más, hasta que llegó a la ciudad costera noroccidental de Zawiya. Allí pasó otro mes trabajando, esta vez en el puerto, reuniendo el dinero suficiente para pagar su lugar en una embarcación hacia Europa.
Según ACNUR, de las personas que registraron en 2020, el 93% de los migrantes que llegaron a Túnez vía Libia sufrieron alguna forma de abuso
Finalmente, en abril de 2020, Abdullah se encontró en la playa, haciendo fila para saltar a bordo del barco junto con otros 75 migrantes. “Fue entonces cuando llegaron las milicias, con máscaras. Dispararon al aire y corrimos por nuestras vidas”, explica Abdullah, casi inexpresivo. Lo arrestaron. “Me llevaron a la prisión de Oussama. Allí estuve seis meses. Nos golpearon. Para ser libre tienes que pagar”.
La experiencia de Abdullah no es excepcional, sino que es similar a la de la mayoría de personas en su situación. En Libia, un país que ha estado en conflicto desde hace una década, los abusos a las personas migrantes prevalecen. Según ACNUR, de las personas que registraron en 2020, el 93% de los migrantes que llegaron a Túnez vía Libia sufrieron alguna forma de abuso (tortura, malos tratos en detención, violencia sexual o de género).
Después de medio año en prisión, finalmente escapó junto con otras 50 personas. Él y otros migrantes tomaron un automóvil más al oeste, hasta la última ciudad antes de la frontera con Túnez y de ahí caminaron otras doce horas hasta la ciudad de Medenine, al sur de Zarzis.
“Encontré la oficina de la Cruz Roja en Medenine y dormí afuera hasta que abrieron. Me albergaron en una casa durante seis días y luego me llevaron a Zarzis”, recuerda Abdullah, era septiembre de 2020. En febrero de este año, Abdullah recibió buenas noticias, se le escuchaba feliz por primera vez en mucho tiempo: lo reconocieron como refugiado. Ahora espera ser reubicado.
El día a día en Zarzis
Frente a una de las playas turísticas de Zarzis, Monji Slim, voluntario de la Cruz Roja de Túnez en la provincia de Medenine, donde se encuentra Zarzis, expone la situación sobre los migrantes y refugiados que esperan en esta ciudad. “En Medenine tenemos alrededor de 1.200 solicitantes de asilo, refugiados y migrantes. Pero fluctúa. Siempre hay movimiento: algunas personas vienen o se van por mar, regresan a Libia o se trasladan a otras áreas de Túnez para trabajar”.
Slim explica que Túnez casi nunca es el destino final. “Primero quieren ir de Libia a Europa, pero cuando tienen problemas con los traficantes de personas, van a la cárcel o abusan de ellos, escapan de Libia y vienen aquí en busca de protección”. Otras veces “la guardia costera los recoge en el mar”, cuando sus motores fallan y se adentran en aguas tunecinas, relata.
“Fue un terrible accidente. El helicóptero vino por nosotros, pero solo nos salvó a 32 de 125”, recuerda Philomène
El invierno es la temporada de recolección de aceitunas, un buen momento para que los migrantes atrapados en Zarzis encuentren trabajo de jornaleros. En una fábrica de procesamiento de aceitunas en las afueras de Zarzis trabaja Philomène, proveniente de Goma, al este de la República Democrática del Congo. Huyó de la pobreza extrema y de una familia inestable hace ya quince años.
Pasó ocho meses en Libia, donde estuvo en prisión con otros migrantes. Recuerda que, al salir, los ojos le dolieron al exponerse a la luz del sol, pues había pasado todo su encierro en la oscuridad. En su intento por cruzar a Europa, su embarcación se volcó por las fuertes olas. “Fue un terrible accidente. El helicóptero vino por nosotros, pero solo nos salvó a 32 de 125 [migrantes]”, recuerda. Fue la organización humanitaria SOS Méditerranée la que rescató a Philomène y a su hijo Junior.
Ambos viven en una pequeña habitación en la planta de procesamiento de olivo. Philomène ahorra dinero recogiendo y procesando aceitunas y Junior, de ocho años, va a la escuela pública tunecina. La educación para los menores es prácticamente la única responsabilidad que el Estado tunecino asume en cuanto a la población migrante. Sin embargo, Philomène piensa intentar cruzar una vez más. “Psicológicamente estoy mejor aquí que en Libia. Pero si encuentro un barco en Zarzis, intentaré cruzar de nuevo“.
Del otro lado de la ciudad se cuenta una historia diferente. En el modesto restaurante Zarzis African Kitchen, Samuel Diamond se mueve con platos en mano entre la cocina y las mesas, charlando rápidamente con dos clientes en pidgin nigeriano.
Diamond, de 30 años, es el propietario y chef del restaurante. “Yo nunca quise ir a Europa. Solo irme de Nigeria”, afirma. En su país de origen se dedicaba al periodismo, pero en 2016 huyó para escapar de la persecución. Tras pasar dos años en Libia, escapó a Túnez a través del desierto en 2018. Diamond se dio cuenta de que los tunecinos no lo emplearían sin papeles oficiales, por lo que decidió seguir adelante con su vida iniciando su propio negocio. En diciembre de 2019 abrió su restaurante.
La mayoría de sus clientes son migrantes y refugiados del África subsahariana. A pesar de la mezcla cultural en Zarzis, el contacto es limitado entre los lugareños y los migrantes de fuera de Túnez. Diamond explica que, aun así, de vez en cuando vienen tunecinos a comer a su local.
Pescadores y rescatistas
A Zarzis llegan también los cuerpos de personas migrantes que la corriente arrastró hasta sus playas y aquellos encontrados en el mar por pescadores locales. Con una precaria Guardia Costera tunecina, los pescadores se han convertido en la última década en rescatistas, salvando a los migrantes que naufragan tras abandonar las costas libias.
Chemsidin Bourasile, un veterano pescador, recuerda que empezó a ver las primeras embarcaciones con personas de África subsahariana en 2005. Con los años, él y sus colegas asumieron una responsabilidad inesperada. “He visto cosas aterradoras”, dice con voz cortada. “Alrededor de 2011 [justo después de la revolución tunecina] llegó a ser difícil navegar por tantos cadáveres que había en el agua”.
Entre las lápidas hay algunas más pequeñas, que desvelan que ahí fue enterrado un bebé
Uno de los problemas para el rescate de las personas migrantes en el mar es la coordinación. “A veces llamamos a la Guardia Costera para que salven un barco y no responden. Tienen la mitad del equipo que deberían tener para ayudar a los migrantes o detener la pesca ilegal. Incluso le dimos a los guardacostas uno de nuestros muelles”, explica el pescador. Pretendían así mejorar la cooperación y mejorar los limitados medios de los guardacostas.
“Nuestro papel como pescadores es llamar a las autoridades cuando encontramos un bote y darles la ubicación y saber si los salvamos nosotros y los llevamos al puerto”, expone Bourasile, para agregar que incluso pescadores como él han recibido capacitaciones en rescate marítimo por organizaciones como Médicos Sin Fronteras.
El Jardín de África
Unos metros detrás del estadio de fútbol de Zarzis se encuentra un cementerio. Mongi Slim y sus compañeros entierran ahí los cuerpos rescatados o aquellos que la corriente lleva a la playas de Zarzis y alrededores.
El cementerio lo comenzaron en 2019, pues en el anterior ya no había espacio. Hasta ahora han enterrado aquí a 157 personas migrantes. Pequeños signos de madera marcan sobre las lápidas la fecha cuando el cadáver fue encontrado. Entre las lápidas hay algunas más pequeñas, que desvelan que ahí fue enterrado un bebé.
En la entrada del cementerio hay dos cuartos aún en construcción. Slim explica que uno será un archivo que almacene la información de las personas aquí enterradas. En el otro, una pila de cemento se levanta en el centro. “Aquí queremos construir una cámara fría”, señala Slim: a veces las morgues de los hospitales están saturadas, y los cuerpos de los migrantes se quedan sin lugar, pues no son prioridad.
Slim explica que al cementerio lo quieren llamar “El jardín de África”. En él hay ya construidas otras 300 tumbas, que con los meses se irán ocupando por los cuerpos de personas migrantes ahogadas en el mar Mediterráneo, 300 almas a las que nadie llevará flores.