Música
La misma canción de todos los veranos

Miles de personas trabajan cada año para que la música llegue a festivales, ciudades y pueblos. Repetidas cada año, una serie de tareas, ritos y ritmos vuelven a poner en pie un modelo festivo completamente establecido.

Suenan los primeros compases del pasodoble y a la pista de baile se acercan las parejas maduras y grupos de señoras con ganas de baile. Camisas de manga corta, vestidos floreados, un abanico y perfumes penetrantes. “Islas Canarias”, “Paquito el Chocolatero”, “El toro enamorado de la luna”. Las orquestas planifican la noche en función de dos o tres pases y el primero, todo el mundo lo sabe, es para las veteranas de verbena. Los pasodobles, alguna copla y una primera tanda de música pop de los 80.

Unas horas antes han llegado los jornaleros de la verbena. Son los encargados de la carga y descarga, los llamados humpers. Entre los “machacas” hay trabajadores con experiencia, que disfrutan cargando (y descargando) los pesados amplificadores, las torres de sonido y de luces, pero abunda la gente sin experiencia, quienes quieren sacarse unos eurillos en verano. Las empresas apenas valoran estos trabajos, nos dice Julio Rojo, un técnico de sonido que ha pasado en poco tiempo por varios escalones en el escalafón de los trabajadores del directo.

En el nivel más modesto, el de las verbenas de poco caché, como les pasaba a los cómicos de El viaje a ninguna parte, son los artistas quienes se ocupan de todo. Errukine Olaziregi, cantante del grupo Cromática Pistona, pertenece a esa especie. Descargar, tirar cables, poner pantallas, conectar micros y altavoces. Parar una hora para comer. Probar sonido. Un rato para cenar. El concierto. Y el desmontaje. Otra hora hasta devolver el material a la furgoneta o al tráiler. Concluir a las tantas de la mañana. Montarse en la furgoneta, dormir lo que se pueda y vuelta al lío.

Entre medias, pequeños y grandes riesgos laborales. Este año se cumplen diez de la caída de una viga en el montaje de un concierto de los Rolling Stones en Madrid. Fallecieron dos trabajadores de subcontratas. “Cuanto más grande es el concierto, más controles suele haber, lo que no quita que no haya burradas”, comenta Rojo. Entre los más castigados están quienes se ocupan de los “hierros”, que se quejan de los jornales menguantes. Son trabajos de “seis a ocho pavos la hora. Para un trabajo de todos los días no está mal, para uno temporal es una mierda”, apunta Rojo.

A última hora de la tarde entra la parte artística. Primero los técnicos de sonido y de luces, luego los que tocan. Los sueldos de los músicos oscilan entre los 100 o 150 que se llevan por bolo los guitarristas o bajistas de verbena y los 400 que cobran los “mercenarios” de las bandas de la clase media del rock estatal. “Hace 15 o 20 años era mucho más… el boom afectó porque los ayuntamientos tienen menos pasta”, explica Julio.

Una banda de versiones alcanza la cifra tranquilizadora de 40 bolos en los tres meses y medio que dura la temporada estival
Miguel Saeta, de la Unión de Músicas de Valladolid, apunta que su banda de versiones alcanza la tranquilizadora cifra de 40 bolos en los tres meses y medio que dura la temporada. A 150 o 200 euros por concierto y músico o técnico, salen 5.000 euros, señala Rojo. “El resto del año se puede compensar con eventos más reducidos o volviendo a las bandas de temas originales que quedan paradas en verano porque una gran cantidad de sus componentes se dedican a hacer la temporada para sacar un dinerillo con el que tirar el resto del año”, explica Saeta. Olaziregi explica que los cachés varían mucho. Depende de lo lejos que quede la ciudad que les llama, o de si consiguen encadenar varios bolos: “Procuramos no cobrar menos de 80 por músico”, explica.

La burbuja inmobiliaria acabó con las vacas gordas aunque, como suele pasar, estas se habían repartido asimétricamente. En aquella época se extendió el modelo que aún funciona para las orquestas de verbena: “La mayoría de las orquestas las llevan promotoras, tienen sus agentes comerciales de zona, que llevan el negocio con los ayuntamientos, con los concejales; ahí está el dinero, que nunca llega a los técnicos y músicos”, señala Rojo.

En el segundo pase se desatan las fuerzas del aquí y ahora. “La bicicleta”, David Guetta, canciones de reguetón —las verbenas han comenzado a contratar cantantes del Caribe para interpretar los ritmos latinos— y, cómo no, “Despacito”. La competencia con los DJ ha llevado a las orquestas a una mayor especialización y ha aumentado su versatilidad. El sector sobrevive innovando, pero las prácticas laborales han evolucionado poco.

Cuando Rojo habla del “antes” se refiere a sueldos más altos, pero con más dinero en negro. En el “ahora” hay menos pagos en B, aunque la cotización es por muchas menos horas de las trabajadas. Vanessa Giner i Roig, del sindicat de Música Valenciana, considera que la situación de mala praxis es la misma que el resto del año, pero que en verano se convierte en “escandalosa” por el hecho de que aumenta el número de actuaciones. Giner i Roig destaca como un hecho conflictivo que “cada vez más se exige a los músicos el alta en la seguridad social como condición sine qua non para realizar su trabajo, a pesar de que sigue siendo inexistente su asunción por parte de aquellos que contratan”, es decir, las promotoras y los ayuntamientos.

Edurne Vega, del Sindicat de Músics Activistes de Catalunya (SMAC!), destaca que la legalidad vigente permite que los músicos puedan ser “contratados por las promotoras e instituciones por contrato laboral y así estar cubiertos por ejemplo en accidentes in itinere”, es decir, en la carretera. Pero esto casi nunca se da. Olaziregi confirma que casi todas las bandas se acostumbran a cobrar en negro.

El alcohol ya ha corrido a lo largo y ancho de la pista polideportiva. Quienes estaban rezagados en las peñas y párkings, escuchando dubstep en un bafle, han llegado ya a la verbena. Pasan ya las tres de la madrugada y caen en cascada los clásicos del rock español. Amaral, Estopa, Fito o Ska-P. La misma canción de todos los veranos. El concierto ha comenzado a las once y no terminará hasta las cinco de la mañana.

Aunque esté poco reconocido, hay quien no duda en calificar de “heroico” el trabajo de los músicos de carretera. Susana Asensio Llamas, doctora en Antropología de la Música por la Universidad de Barcelona, destaca que “en unos meses, cuando el otoño ya no permita la música al aire libre, los músicos habrán conseguido que miles de personas disfruten del verano, de las fiestas, de bailar con sus amigos y familiares, de reírse en comunidad cuando vuelven al pueblo”. El periodista musical Luis Troquel coincide: “A veces parece un milagro que sigan existiendo orquestas de baile. Hace décadas que muchos las dieron por finiquitadas, pero por mucho que hayan menguado siguen en mayor o menor medida ahí”.

Junto con las giras de los grupos de las bandas con algún nombre y la verbena, los festivales son el otro vértice del triángulo musical veraniego. Cientos de eventos que van desde los festivales de jazz del norte a los de música folk —Ortigueira—, flamenco —con la reunión de cante jondo de la Puebla de Cazalla y el festival del Cante de las Minas de La Unión Murcia como principales hitos veraniegos—, electrónica —Aquasella—, música jamaicana —Rototom— hasta, por supuesto, los festivales de rock y pop, un estilo en el que sobresale el FIB de Benicassim.
Más de dos millones de personas se desplazan cada verano a los festivales de camping y playa, un modelo de ocio subvencionado
Más de dos millones de personas se mueven a los festivales de camping y playa cada año. Un modelo de ocio y verano, subvencionado por las autoridades locales o por las diputaciones, que ha comenzado a ser criticado por los músicos porque la realidad es que muchos de estos eventos se cimientan con cobros en negro o a “cambio de promo”.

David García Aristegui, de la Unión Sindical de Músicos, critica el modelo de esponsorización adoptado en los últimos tiempos, y destaca que el boom de los festivales, que nació unido a la burbuja inmobiliaria, no ha servido para desarrollar las escenas y estilos musicales autóctonos. Entre las bandas existe la sensación de que quienes intentan arriesgar en su estilo lo tienen más difícil para entrar en el circuito de festivales.“A los programadores les cuesta ponernos la etiqueta y en España no eres nada sin etiqueta”, dice Olaziregi, cantante de una banda que oscila entre el jazz manouche y el swing.

Para un trabajador anónimo y habitual de los festivales, el modelo lo definen las políticas laborales: “Cuando es el previo de un festival —tres semanas antes— se suele hacer una jornada diaria acortada (seis horas), siempre y cuando todo vaya bien, pero la última semana y durante el evento, las horas se disparan. No existe el concepto “hora extra”. En mi caso teníamos turnos de 12 horas, que puede ser que algunas estés tranquilo o puedas escaquearte, pero 12 horas con el walkie y al loro de tu tema”.

El sector tampoco se libra de lo que parece una constante en el combo música-verano: “He conocido personal ‘contratado’ para estar de pie con un chaleco reflectante en una posible zona de ‘colada’ de festivales cobrando cinco euros la hora en negro y sin bocadillo ni agua”, termina Tomás.

El modelo camión-verbena

El camión-escenario reina en Asturias y, sobre todo, en Galicia. Un modelo de verbena que se ha extendido a cientos de bandas y que se basa en algo tan sencillo como un camión —que de segunda mano puede comprarse por unos 30.000 euros— con el que recorrer pueblos y municipios al son de las canciones de moda y las que nunca se pasan. Susana Asensio considera que el norte de la península tiene varios elementos “que le ayudan a mantener una infraestructura social que se ha perdido en muchos otros lugares”. Entre ellos, Asensio destaca “la manera de articular una miríada de pequeñas fiestas, celebraciones, peregrinaciones, romerías, etcétera, incluyendo a toda la población que, por la particular orografía de la costa, vive en núcleos pequeños y aún a veces con mala comunicación”.

Los nombres de Panorama, París de Noia o El Combo Dominicano quizá dicen poco en otros territorios, pero son fenómenos de masas en la cornisa cantábrica. “Van diez mil personas a verlos a una pedanía, como si llegaran los Rolling”, explica Rojo. Orquestas como Panorama mueven cinco tráilers. Sus músicos, más de ocho, suben y bajan por plataformas hidráulicas durante el concierto, cuentan chistes, pasan de Eskorbuto a Rafaella Carrá en tres compases, reparten premios y cambian varias veces de vestuario. El objetivo, enganchar a todos los públicos.

La presencia de mujeres en el escenario, por otra parte, es mucho mayor en las orquestas que en las bandas que copan los principales festivales, muy apegadas al formato ‘cuatro melenudos tocan cuatro instrumentos’ que impuso el rock.

Las orquestas de verbena también tienen problemas que dan la medida de la magnitud del fenómeno. En enero comenzó en la Audiencia Provincial el juicio contra el promotor Ángel Martínez Pérez ‘Lito’, alma máter de Panorama y París de Noia, responsable de aproximadamente la mitad de la programación de orquestas en Galicia, acusado de un fraude de 9,5 millones de euros a Hacienda en dos ejercicios, 2011 y 2012. Los inspectores del Ministerio sospechan, según recogió Noticias de Galicia, que sólo el 8% de los clientes de las orquestas representadas por Lito —recordemos, conectado con ayuntamientos y concejalías de Galicia y Asturias— “querían” facturas por los servicios que presta la empresa.

Hedonista por natulareza

Ha llovido mucho, concretamente 44 años, desde que las autoridades competentes prohibieron a Jaume Sisa subir al escenario principal de Canet Rock para cantar su falsamente inocente “Qualsevol nit pot sortir el sol”. Aquella canción, aquel verano, fue un símbolo durante el fin del franquismo. Pero las constantes vitales de la música estival son otras: “En pocas escenas tiene tan poca cabida lo político como en la canción veraniega, hedonista por naturaleza. Aunque hay excepciones, como aquel antibélico ‘Ojú’ de Las Niñas”, termina Luis Troquel.

Hay algo prepolítico que permanece. “Las orquestas —cualquier grupo musical, realmente— eran fundamentales en la comunicación, y lo siguen siendo. No solo conseguían que la gente se divirtiera aunque no se conociera entre sí. También llevaban los repertorios de un lugar a otro, haciéndolos parte de un todo mayor, como un ensayo de proto-globalización cultural, en el que se compartían comidas y canciones. Parte de esa función aún perdura”, señala Susana Asensio.

También se reproducen rituales. Los de ligue. A ello ayudan las letras de las canciones, a menudo “burdas y ancestrales” según Asensio. Para Olaziregi hay pocos cambios en estilos que son mayoritariamente “machistas, anticuados y patéticos”. Aún así se cuelan hits que proponen otro tipo de relaciones, desde el célebre “Me voy” de Julieta Venegas a algunas letras de Shakira. “Lo que nos hace progresar es saber encontrar nuevos matices contemporáneos en esos viejos y manidos mensajes sexistas, y articularlos según formas menos atávicas”, concluye Asensio.

En unos pueblos más que en otros, nos dice Rojo, se da otro fenómeno secular. El de las peleas. “Batallas campales” en ciertos casos, que llevan a algunos ayuntamientos a contratar seguridad privada ante la duda de que los agentes de policía local puedan contener un ciclón que levanta mesas de terraza y hace volar vasos de cubata. No es exclusivo de ninguna parte, ni siempre obedece a razones específicas. En 2005, el viento y la mala organización generaron una tormenta eléctrica en el Festimad que derivó en disturbios en el interior del festival. La noche terminó con Prodigy poniendo a bailar al público entre los restos del naufragio.

El verano cierra por primera vez cuando se acaban las fiestas del pueblo o del barrio. Se han apagado las luces, se han marchado los feriantes, los forasteros hace tiempo que pidieron la cuenta, pagaron y se fueron. Se acerca septiembre, un mes intensamente musical. Pero los ecos de la misma canción de todos los veranos siguen agitándose en la cabeza como si fueran mayonesa. Hasta el verano que viene.

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