Música
‘Piedra contra tijera’, un inventario del rock hecho en España durante las décadas de su ocaso

El periodista Rubén González bucea a fondo en lo que ha dado de sí la música rock en España desde 1991. Para él, el llamado “rock urbano”, que alcanzó el éxito comercial en los años 90, es “el sonido genuino y popular” de este país.
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Alba Blanco, en un concierto de La Perra Blanco en 2022. Jaime Cinca

Hay una fecha que el periodista Rubén González (Madrid, 1979) señala como la última sacudida en los cimientos del rock en España: el 23 de febrero de 1996, cuando el disco Agila del grupo Extremoduro llegó a las tiendas. En los meses posteriores, las canciones de ese álbum —especialmente “So payaso”— sonaron en lugares vetados hasta entonces para una propuesta como la suya: música agreste y poco comedida que ya llevaba unos cuantos años haciendo ruido bajo la etiqueta de rock transgresivo. La banda liderada por Roberto Iniesta accedió al dominio público y los suplementos culturales de los grandes diarios alabaron una lírica furibunda que congraciaba poesía y exabruptos. Las copias del disco volaron de los expositores en cantidades industriales.

Antes de Agila, su sexto disco de estudio, Extremoduro era un grupo de carretera secundaria y manta; de cambiantes formaciones desde que Iniesta hiciera una especie de crowdfunding analógico en Plasencia para sufragar la grabación de sus primeras canciones; y de cintas de casete que circulaban de mano en mano. Curtida, como tantas otras bandas, en conciertos en salas pequeñas y escuchada previamente solo en emisoras especializadas en rock duro y derivados, el éxito de Extremoduro abrió la puerta al conocimiento (y reconocimiento) mayoritario de una cultura que había permanecido a la sombra de la oficial.


De cómo se gestó esa explosión musical a mediados de los años 90, el circuito que la propició, los nombres propios que intervinieron en ella y su relación con las instituciones trata profusamente González en el ensayo Piedra contra tijera (La Oveja Roja, 2023). Es un exhaustivo repaso —un bestiario, dicen en la editorial— a lo acontecido en el ecosistema del rock en España durante tres décadas, entre 1991 y 2021, en las que esta forma de expresión vivió un auge inusitado y una caída previsible. La cantidad de bandas y músicos que menciona en sus páginas resulta abrumadora.

González empieza su análisis en 1991 porque fue “el último gran año del rock a nivel internacional” —entre otros, el año que salió el primer disco en multinacional de los desharrapados Nirvana—, que por aquí “se reproduce parcialmente también como respuesta rupturista al pop-rock español y la crisis post JJOO, Expo 92 y V Centenario”, según cuenta a El Salto.

“El éxito de ‘Agila’ supone una ruptura total con la influencia meramente foránea y multiplica las posibilidades del rock urbano como gran exponente de rock local”, dice Rubén González

Sin embargo, puntualiza el autor, es a partir de 1996 cuando se consolidan “los diferentes espacios, mayoritariamente rock urbano, punk y heavy por un lado, luego albergarán mestizaje y rap; e indie y parte del hardcore por el otro. Nacen y se consolidan los primeros festivales contemporáneos, Festimad, Viña Rock, FIB... que potencian las diferentes escenas”. Pero González subraya que “el éxito de Agila supone una ruptura total con la influencia meramente foránea y multiplica las posibilidades del rock urbano como gran exponente de rock local”.

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Superada la década de los años 80 y sus contrastes —de la banda sonora superventas con “Me colé en una fiesta” pasando por “A quién le importa” o “Amante bandido” a la contracrónica firmada por el rock radical vasco—, el amanecer de los 90 dibuja un panorama en cuanto a la música popular también basado en la oposición, según González. Por un lado, la música electrónica en su versión bakalao que sigue llenando discotecas los fines de semana; y por otro la guitarrera, con dos caminos: uno guiado por sonidos, estéticas y modos de hacer del pop independiente anglosajón, que culminaría años después en los himnos para la clase media firmados por Los Planetas, y el otro inspirado por Leño y La Banda Trapera del Río, el rock urbano, que también recicló los últimos coletazos de la interpretación autóctona del punk. En medio de estas dos orillas del rock se ubican versos sueltos como Héroes del Silencio, con gran éxito internacional; el casticismo de Los Enemigos o la autonomía de los Negu Gorriak de Fermin Muguruza y su monumental Borreroak baditu milaka aurpegi, donde plasmaron una mezcla muy propia de hardcore, hip hop y salsa. Pero González pone el acento en el llamado rock urbano, por la impronta que dejó. En su opinión, y salvando otros géneros como la copla que encajan en dinámicas diferentes, es el sonido genuino y popular de España, “el que convierte a Rosendo, con Leño y/o en solitario, en el artista de rock más influyente de toda nuestra historia contemporánea. Nadie como él —junto a sus herederos como Robe— ha hecho que tantos otros quisieran montar un grupo, y al margen del mercado anglosajón. Poco se tiene en cuenta y mucho se ha hecho por anularlo, porque efectivamente no comulga con la llamada Cultura de la Transición. Ningún otro género hubiera sobrevivido a tal acoso y derribo, pero ahí está”.

“El sistema ha entendido perfectamente que la música con contenido político puede movilizar a las masas contra la explotación o los recortes, y prefiere ofrecer un producto aseado y edulcorado que no cuestione el estado de las cosas”, opina González

El autor de Piedra contra tijera destaca esa función de crítica asociada tradicionalmente al rock, y particularmente a esta corriente urbana, y le atribuye unos poderes que parecen haber menguado: “El rock ha sido central en el cuestionamiento cultural al oficialismo. Ahora ha decaído ese aspecto en la sociedad en su conjunto, y el rock lo ha sufrido igual”. González desarrolla cómo se ha producido ese desplazamiento: “El arte sirve para evadirse o para comprometerse, y entender la música únicamente como presentarse a un concurso o un reality en la tele, tocar en un festival o sonar en una lista de reproducción, augura un mal futuro. El sistema ha entendido perfectamente que la música con contenido político puede movilizar a las masas contra la explotación o los recortes, y prefiere ofrecer un producto aseado y edulcorado que no cuestione el estado de las cosas, que diría Kortatu”.

Zona especial norte

Uno de los instrumentos empleados para cercenar la capacidad de influencia del rock es la censura, que en las décadas tratadas en el libro no ha desaparecido. “Piedra contra tijera” es también el título de una canción del grupo Soziedad Alkohólika, que sufrió una intensa campaña de persecución y cancelación de conciertos que les impidió trabajar fuera del País Vasco. En noviembre de 2006 fueron absueltos por la Audiencia Nacional del delito de enaltecimiento del terrorismo por las letras de algunas de sus canciones por el que la Asociación de Víctimas del Terrorismo había pedido dos años de prisión para los miembros del grupo. Tras esa decisión judicial, y durante varios años, numerosos ayuntamientos y promotoras que habían contratado a Soziedad Alkoholika suspendieron las actuaciones ya firmadas.


González recuerda que siempre ha habido censura con los cantautores no acomodaticios o con casos concretos como Las Vulpes o Loquillo, que solía consistir en hacer que estos artistas desaparecieran de los medios de comunicación. Lo de Soziedad Alkohólika es diferente porque “se pone en el punto de mira a los músicos de un territorio por compartir ideas en cuanto a la independencia o el euskera. Ninguna banda fue jamás condenada, pero en el ‘todo es ETA’ como doctrina político-jurídica de Aznar y Garzón, de Negu Gorriak a S.A., pasando por Su Ta Gar, Berri Txarrak y otros tantos más, todos sufrieron la censura y el acoso mediático y judicial, incluso Fermin Muguruza sufrió un intento de atentado en un concierto en Barna”. Negu Gorriak también pasaron por un proceso judicial, tras la denuncia interpuesta en mayo de 1993 por el teniente coronel de la Guardia Civil Enrique Rodríguez Galindo por la letra de su canción “Ustelkeria” al considerarla una intromisión ilegítima en su derecho al honor. En junio de 2000, el Tribunal Supremo absolvió al grupo de todos los cargos, tras haber sido condenado en 1995 por la Audiencia Provincial de Guipúzcoa a pagar 15 millones de pesetas a Rodríguez Galindo.

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A pesar de las sentencias favorables a las bandas y al derecho a la libertad de expresión, González apunta que los ayuntamientos las vetaron o sufrieron presiones de la oposición para hacerlo, y también que las salas privadas que quisieron contratarlas “se vieron amenazadas incluso con cierres administrativos o con multas”. De aquellos polvos, estos lodos con casos como los de Pablo Hásel, Valtònyc, César Strawberry o La Insurgencia, opina el periodista, quien lamenta que “esa es la libertad que vende la ultraderecha que ha impuesto el marco actual, y nosotros parece que lo hemos comprado. Que siga sin derogarse la Ley Mordaza es una vergüenza para Izquierda Unida, Podemos y Sumar, porque atenta contra la movilización social. Del PSOE no sorprende esto ya”.

El diablo vino a mí

Un fenómeno peculiar sucedido también durante la década de los 90 fue la impresionante respuesta que obtuvo el segundo disco de Dover, cuarteto liderado por las hermanas Llanos, Amparo y Cristina. Surgido del circuito subterráneo de bandas que importaban el sonido de los grupos estadounidenses etiquetados como alternativos (de Pixies a L7, Social Distortion o Come pasando por Nirvana, de manera muy evidente en su caso), con canciones potentes y pegadizas cantadas en inglés, y desde una discográfica aún pequeña (Subterfuge), en 1997 arrasaron en ventas tras la inclusión de uno de sus temas en un anuncio.


“Si le das a la gente la oportunidad de tener conocimiento y elegir, solemos llevarnos sorpresas”, considera González, quien señala que “el éxito de Dover fue de tal magnitud que aglutinó a metaleros, indies, rockeros... y en gran medida fue por Amparo y Cristina, su rollo era muy diferente, en actitud, idioma y en sonido”. Lo curioso en su caso, valora, es que “les pasó lo contrario que a Rosendo: a pesar de batir récords desde una discográfica independiente, apenas influyeron en el resto de músicos. Romper moldes de género les pasó factura, Amparo recientemente lo comentaba en la presentación del libro de Monty Peiró El diablo vino a mí. Género, drogas y rock ‘n’ roll”.

El futuro ya está aquí

La efervescencia del rock en España a mediados de los años 90 y la respuesta comercial que obtuvo fueron disminuyendo al entrar en el nuevo siglo. Con algunas excepciones puntuales y notables —los éxitos de grupos tan diferentes como Vetusta Morla o Berri Txarrak, capaces de llenar grandes recintos—, ha perdido relevancia fuera del nicho natural al que apela —la juventud, lo marginal—, e incluso dentro, siendo sustituido por otros ritmos y otras dinámicas industriales. González ofrece una interpretación al respecto: “Entonces ocurrieron muchas cosas al mismo tiempo, lo que demuestra que si llega al gran público, este lo reclama como propio. Por eso no tiene ya apenas cabida en los medios de comunicación de masas, porque no interesa. Por eso introdujeron de arriba abajo aquel ‘Miami Sound’ de Gloria Estefan y Paulina Rubio que entroncó con Alejandro Sanz, y eliminaron cualquier rastro ya no de rock duro, sino cualquier eco de la llamada edad de oro del pop-rock español. Con Operación Triunfo igual, defendida en su día por el PP por ‘compartir valores’ con los conservadores, fue un pelotazo brutal para cuatro. Lo de siempre”.

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Mirando al futuro, González pronostica que el rock no va a desaparecer: “No sé en qué términos, pero sin duda volverá una ruptura desde la radicalidad en cuanto al sonido y el mensaje. El rock es lo suficientemente sencillo y divertido como para que haya siempre gente joven dispuesta a tocarlo”.

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