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Fronteras
Grecia y la cuestión meridional de la Unión Europea
La perspectiva griega nos permite ver con mayor claridad la realidad del “Estado de seguridad”, que está surgiendo dentro de la UE, en la medida en que ese organismo está otorgando a las políticas neoliberales un estatus constitucional mediante un mecanismo liberado de cualquier forma de control democrático.
Reflexionando sobre el arte de la guerra, el verdadero motor de la política tal como lo define en El príncipe, Maquiavelo señaló que un paisaje no se ve igual desde lo alto de una montaña que desde la llanura. Lo mismo ocurre con las relaciones entre las configuraciones territoriales políticas y económicas: el punto de vista que uno adopta puede ofrecer una nueva perspectiva. El de una formación nacional en particular, la griega, puede ofrecer ventajas para tratar de captar algunas de las tendencias más amplias que afectan al mundo en el que vivimos. Grecia es, en verdad, un país pequeño; pero, en virtud de su situación geopolítica, cultural y económica, es un puesto avanzado de Europa y, por lo tanto, también es su frontera. Verla así permite entenderla como un punto permanente de delimitación y contacto entre “Europa” —pero también, y la distinción es significativa, la Unión Europea— y su exterior: el Otro contra el que Europa se define y se construye a sí misma.
Grecia se encuentra en la intersección de al menos tres regiones de importancia mayor: los Balcanes, el sur de Europa y el Mediterráneo oriental. Las tres comparten un estatus común de “situacionalidad entre”, algo a veces considerado como una ventaja, como lo sugiere la metáfora del “puentec o “la encrucijada”, pero más a menudo como un inconveniente: europea, pero no exactamente occidental; cristiana, pero ni católica ni protestante; sede supuestamente original de la cultura europea, pero también parte, durante muchos siglos, de un imperio islámico multiétnico; periférica y “atrasada”, pero económicamente inextricable del núcleo occidental del continente; dependiente y dominada, pero nunca parte del mundo moderno colonizado. Grecia aparece así como una auténtica encarnación de todas esas tensiones. En estado de explosión tras décadas de integración europea aparentemente exitosa, la reciente doble “crisis” de la cual ha sido el centro —la crisis de la deuda y la crisis migratoria— ha confirmado su identidad como el “Otro dentro” de Europa. Tan marginal como central, su singularidad ha revelado así las grietas que se multiplican en el edificio europeo, así como el papel de este último en la creciente inestabilidad y trastorno que afectan a la totalidad de la región.
No fue pues casual que la “crisis de los refugiados” explosionara con una violencia espectacular en Grecia, situándola en el centro de la atención pública en toda Europa. Pongo las comillas para enfatizar que no hay nada neutral en esos términos. ¿Por qué la llegada de alrededor de un millón de “refugiados” o “migrantes” —una vez más, la terminología es significativa— a una entidad política de 510 millones de habitantes, debía ser, de por sí, una “crisis”? En realidad, su representación como tal, sobre todo por las autoridades de la UE y los Estados miembros, apoyada poderosamente por los comentarios de los medios de comunicación, era parte sustancial del problema. El espectáculo del desastre humanitario —las imágenes durante el verano de 2015 del cuerpo de un niño arrojado a la playa, los desembarcos masivos en las islas griegas, las multitudes en la estación de Budapest— sacaron brevemente a la luz del día una realidad largamente reprimida. Su matriz reside en el carácter letal del régimen capitalista liberal de la “Fortaleza Europa” que la UE ha venido construyendo durante décadas y su relación con las zonas vecinas del Norte de África y Oriente Próximo, donde las potencias de la UE han sido protagonistas principales de la ola de guerras y disturbios civiles que hicieron huir a tanta gente.
Pero Grecia también marca una frontera interna dentro de la UE, una línea del frente de la lucha de clases en curso, desarrollada con especial ferocidad desde la explosión de la crisis financiera. Desde hace ocho años, Grecia ha servido como laboratorio para políticas de austeridad particularmente brutales, cuya aplicación ha venido acompañada de una forma excepcional de gobierno a través del cual el país es administrado por sus acreedores: la UE y, a un segundo nivel, el Fondo Monetario Internacional. Excepcional si se mide de acuerdo con el modelo del Estado liberal-democrático soberano, resulta absolutamente familiar para quienes han experimentado los programas de ajuste estructural impuestos bajo auspicios del FMI a los antiguos países del Comecon o a los pertenecientes al Sur global. En Grecia, estas políticas dieron lugar a un ciclo de resistencia política y social que duró más de media década y terminó con la capitulación del gobierno de Tsipras, que dio carta de naturaleza al nuevo modelo. Al mismo tiempo, su experiencia ha demostrado que esas fronteras de la UE, externas e internas, son indisociables e, incluso, en ciertas coyunturas, pueden actuar como una sola. Su situación confiere a Grecia una particular perspectiva subalterna, desde la cual el espacio europeo aparece dividido por jerarquías y polarizaciones, por relaciones de dominación que dan lugar a antagonismos que, a su vez, requieren continuas e insostenibles “soluciones” en muchos frentes. El punto de vista privilegiado de Grecia puede, por lo tanto, ofrecer algunas ideas sobre las contradicciones existentes entre esos frentes y el papel que desempeñan los ámbitos nacional, europeo e internacional dentro de ellos.
Fortificaciones y “apertura”
La integración europea desde la década de 1980 ha conducido a la construcción y expansión de un entidad institucional específica, la UE, que confisca el nombre de “Europa” para ocultar simbólicamente la operación de exclusión que se encuentra en su núcleo. La medida en que este constructo híbrido, en parte intergubernamental, en parte supranacional, se basa en la pura coerción es, en su mayor parte, apenas visible para las poblaciones que viven “dentro” de él.La relajación de los controles fronterizos nacionales entre los principales Estados miembros —inicialmente solo Francia, Alemania y los países del Benelux— se acordó en Schengen (Luxemburgo), en 1985 y se amplió para formar un “Área Schengen” mayor en 1990. Los puestos aduaneros entre esos antagonistas históricos quedaron así inhabilitados.
El Convenio de Dublín, más tarde endurecido con sistemas de vigilancia y toma de huellas dactilares, rodeó así el área de tránsito libre de Schengen con un anillo vigilante de “Estados de entrada”
Sin embargo, en 1989 también se había producido la llegada de gran cantidad de refugiados de Europa del Este, cuando el gobierno húngaro desguarneció su frontera con Austria y se derrumbó el Muro de Berlín. El poder de aceptar o rechazar llegadas externas —inmigrantes, refugiados, solicitantes de asilo— permaneció en manos de los Estados nacionales. Reunidos en Dublín en junio de 1990, los líderes de la Comunidad Europea acordaron las propuestas francesas y británicas de que la responsabilidad de la respuesta a las solicitudes de asilo correspondiera al país por el que el refugiado había entrado al “espacio europeo” y no a aquél en el que deseaba vivir. El Convenio de Dublín, más tarde endurecido con sistemas de vigilancia y toma de huellas dactilares, rodeó así el área de tránsito libre de Schengen con un anillo vigilante de “Estados de entrada”. El sistema fue reforzado desde principios de la década de 2000 por una fuerza de reacción rápida de patrullas costeras antiinmigración, que opera bajo el mando de una nueva agencia fronteriza de la UE, Frontex, cuyo nombre es una abreviatura coloquial de las frontières extérieures francesas.
El resultado está lejos de ser el ideal de un espacio fluido y homogéneo, abierto a la libre circulación de personas, definida por el Tratado de Roma de 1957 como una de las “cuatro libertades” (de capital, bienes, servicios y personas), que debían constituir la esencia misma de la “integración europea”. Hasta en el sentido relativamente incontrovertible de los acuerdos legales y los tratados, podemos distinguir al menos cuatro subespacios en la Europa geográfica. Primero está el Área Schengen, que incluye 22 de los 28 miembros actuales de la UE; ahí es donde más plenamente se alcanza el principio del Tratado de Roma de la “libre circulación de personas”, con el consiguiente debilitamiento de las fronteras internas. Sin embargo, la ley de libre circulación solo se aplica a los nacionales de la UE, no a los trabajadores migrantes que residen legalmente en uno u otro de los países miembros. Con ello se intensifican las diferencias de estatus entre esas dos categorías, ya que los últimos (que constituyen una fracción significativa de la clase obrera europea) están excluidos de un conjunto adicional de derechos que disfrutan los ciudadanos de la UE, derivados de la transferibilidad del empleo y los derechos de residencia.
Ni siquiera entre los nacionales de la UE se aplican uniformemente las reglas de la libre circulación
Ni siquiera entre los nacionales de la UE se aplican uniformemente las reglas de la libre circulación. Los ciudadanos de los países de Europa del Este, que se incorporaron a la UE a partir de 2004, quedaron sujetos a reglas derogatorias que podían prolongarse hasta por siete años. La deportación de Francia durante los gobiernos de Sarkozy y Hollande de miles de romaníes de Bulgaria y Rumanía reveló que así sigue siendo, aunque la base legal para ello sea débil. Además, las reglas de Schengen permiten el restablecimiento temporal de los controles fronterizos, procedimiento que desde 2006 ha sido utilizado oficialmente por los Estados miembros noventa y dos veces por “razones de seguridad”, normalmente en respuesta a anuncios de protesta social.
La relación del Área de Schengen con el territorio de la UE y de ambos con el resto de Europa, produce una imagen más compleja. Comencemos por los seis países que forman parte de la UE pero no de Schengen: mientras que algunos (Bulgaria y Rumanía) están en vías de incorporarse, el Reino Unido e Irlanda han demostrado que es posible ser parte de la UE durante casi medio siglo sin aceptar el principio de la libre circulación. Se trata, pues, de un segundo subgrupo, que pertenece a la UE pero se halla exento de una de sus reglas fundamentales. Por otro lado, el espacio de Schengen se extiende más allá de las fronteras de la UE para incluir Noruega, Suiza e Islandia, y pequeños enclaves como Mónaco, San Marino o el Vaticano. Curiosamente, estos son también los únicos países no pertenecientes a la UE a los que se aplican sus normas de libre circulación. En consecuencia, constituyen un tercer espacio, una especie de extensión del primero que, aunque fuera del territorio de la UE propiamente dicho, se está volviendo cada vez más “interno” y, por lo tanto, más cercano al primero de estos grupos que al segundo. Para decirlo de otra manera, un ciudadano no perteneciente a la UE proveniente de Noruega o Suiza —sea ciudadano de esos países o no— disfruta de mayor libertad de movimientos dentro de la UE que un búlgaro o un chipriota, ambos ciudadanos de la UE.
Claramente, la periferia septentrional, junto con la caja fuerte alpina, son tratadas como más “europeas” que los territorios fronterizos orientales o meridionales.
Por último, hay países europeos que no están ni en la UE ni en el área Schengen: cinco de los Estados balcánicos y las zonas occidentales de la antigua Unión Soviética, incluidas Rusia y Ucrania. A los procedentes de esos países no se les aplica el principio de la libertad de movimiento; pero ese grupo no es en absoluto homogéneo, ni siquiera en su sometimiento a procedimientos transfronterizos como los visados de entrada o vigilancia. Ésa es una cuestión de tensión permanente entre la UE, algunos Estados miembros y los países en cuestión. Lejos de unificar Europa, por lo tanto, la constitución del espacio interno y el régimen fronterizo de la UE ha llevado a su fragmentación, renovando patrones familiares característicos del periodo anterior a la Guerra Fría e, incluso, de la Primera Guerra Mundial. El más notable de ellos es la división entre una Europa “occidental” y “el Este”, es decir, los países que en otro tiempo pertenecieron al Imperio Otomano o la zona rusohablante, y no es casual que los Balcanes se encuentren claramente en ese grupo. En realidad, la peculiaridad compartida de los países de esta región es que los nacidos en ellos están excluidos, en parte o en su totalidad, de las disposiciones para la libre circulación de personas, pertenezcan o no a la UE. La única excepción es Grecia, que continúa beneficiándose de su ambiguo estatus de avanzada de Occidente durante la Guerra Fría, aunque esto cobró la forma de una guerra civil “caliente” en su territorio.
Las explosivas presiones migratorias de la segunda década del nuevo siglo indujeron a los poderes de la UE a agregar un mecanismo de reubicación, que debía actuar supuestamente como válvula de seguridad para el sistema de Dublín
Las cosas son aún más complicadas, no obstante, porque el subgrupo Schengen está a su vez dividido y jerarquizado internamente por el Convenio de Dublín. Como hemos visto, ese marco, piedra angular de un sistema común de asilo europeo todavía por completar, estipula que los refugiados que solicitan asilo dentro de la UE deben presentar sus documentos en el país en el que entraron y que deben permanecer en él hasta que su solicitud haya sido examinada. Si eso no es posible, el solicitante puede ser devuelto al país de procedencia, o ser “dublinificado”, convirtiéndose en un paria desplazado de un país a otro de acuerdo con procedimientos esencialmente diseñados para prevenir la “compra de asilo”, como la denominan cínicamente los funcionarios de la UE —eligiendo el Estado más indulgente para presentar su solicitud—, por no hablar de cualquier apelación a los derechos de asilo garantizados por la Convención Europea. Las explosivas presiones migratorias de la segunda década del nuevo siglo indujeron a los poderes de la UE a agregar un mecanismo de reubicación, que debía actuar supuestamente como válvula de seguridad para el sistema de Dublín, así como a exigir a los Estados miembros de primera línea de la UE una ampliación de sus sistemas de recepción y detención. Pero el funcionamiento de esos procesos era predeciblemente desigual. A la mayoría de los solicitantes de asilo se les negaba el acceso al procedimiento de reubicación y tan solo una fracción de los seleccionados fue realmente transferida a otros países. Al mismo tiempo, la capacidad de recepción y detención ha aumentado enormemente.
El objetivo, como comentó un observador, era aparentemente convertir los sistemas de recepción de los Estados miembros de primera línea en “un dispositivo de control fronterizo”: “Los que entran en el territorio de la UE quedan atrapados en un aparato de clasificación social que, aunque permite posibilidades limitadas de movimiento a algunos, atrapa a otros en un archipiélago de instalaciones de detención y recepción en los límites territoriales de Europa”. Bajo la guía de la UE, los países del sur europeo —Grecia, Italia y, en menor medida, España— los puertos “naturales” de entrada de la UE, se convirtieron en otros tantos corrales de espera, encargados de filtrar los “flujos migratorios” en beneficio de los países más ricos y poderosos del oeste y el norte de Europa.
Fronteras móviles
La metáfora de la Fortaleza Europa representa una construcción muy sofisticada, mucho más que el continente fortificado de la Segunda Guerra Mundial. Sus líneas de fortificación son móviles y están repletas de dispositivos de vigilancia electrónica, que refuerzan un arsenal represivo centrado en las armas de la burocracia y el miedo. Sus muros son semipermeables, diseñados no solo para excluir sino para filtrar la entrada de un modo muy restrictivo, fabricando y modificando constantemente los sistemas de categorización jerárquica, de los cuales es solo un ejemplo la distinción entre los “refugiados” —aceptables, pero solo en cantidades limitadas— y los “inmigrantes económicos”, ilegítimos y, por lo tanto, inaceptables. Opera estableciendo pactos con otros Estados o agencias, subcontratando las funciones de coerción, detención, vigilancia y control. Con esos medios, buen número de Estados no miembros a lo largo del litoral mediterráneo y más allá se han transformado en zonas de amortiguación, como anillo externo de las defensas fronterizas de la UE.En 2016 el Consejo de Ministros decidió extender la red hasta Pakistán y Bangladesh, a fin de facilitar las “readmisiones” , es decir, el retorno forzoso de inmigrantes y solicitantes de asilo
Los más importantes de estos guardianes externos son Libia y Turquía, que se encuentran al frente de las dos principales rutas de migración informal hacia la UE: la de África, que se canaliza principalmente a través de Libia y atraviesa el Mediterráneo central hacia Italia; y la que va desde Asia y Oriente Próximo, pasando por Turquía, hasta los Balcanes o las islas más orientales de Grecia. Pero los puestos más lejanos de la Fortaleza Europa se extienden ahora desde el Ártico hasta África central, desde el Atlántico hasta el Éufrates. En 2016 el Consejo de Ministros decidió extender la red hasta Pakistán y Bangladesh, a fin de facilitar las “readmisiones” , es decir, el retorno forzoso de inmigrantes y solicitantes de asilo.
La “frontera” de la UE es, pues, mucho más compleja que una simple línea de separación entre los poderes territoriales soberanos. Implica relaciones de poder híbridas y desiguales, obligaciones asimétricas, regímenes solapados cuyos límites no coinciden. Como primera aproximación, podemos decir que la relajación del control interno sobre las fronteras nacionales de los Estados miembros se ha visto compensada por el fortalecimiento externo del perímetro de la UE. Pero ello debe ser matizado aún más, ya que los significados de “interno” y “externo” se han puesto patas arriba, en un proceso dual. Si las fuerzas de seguridad y los guardias penitenciarios de Turquía, Libia, Malí y Sudán se encuentran integrados en el régimen fronterizo de la UE, también ha habido una multiplicación de zonas “desterritorializadas” en el interior de la Unión, donde los derechos garantizados por los convenios internacionales suscritos por los Estados de la UE ya no se aplican: centros de detención cerca de los aeropuertos y otros puntos de paso; campamentos “temporales”, cuyas condiciones recuerdan a los de una zona de guerra. Los geógrafos que realizan investigaciones sobre esta extensa red de centros de reclusión describen un “archipiélago de cumplimiento” en el que los solicitantes de asilo y los inmigrantes están sujetos a “jurisdicción subnacional y vigilancia biopolítica”.
Este proceso de desplazamiento de la frontera de la ue pasa prácticamente desapercibido habitualmente, lo que demuestra su éxito para mantener el tema de la migración fuera del alcance de los ciudadanos europeos. Las escandalosas revelaciones ocasionales —por ejemplo, las imágenes de vídeo mostradas en la CNN en noviembre de 2017 de una “subasta de esclavos” que no eran sino inmigrantes atrapados en Libia— se olvidan rápidamente. Además, esos destellos solo muestran la punta del iceberg de todo un sistema de detención y abuso, cínicamente perpetuado —de hecho, financiado en gran medida— por la UE. Bajo la dirección de Berlusconi, los líderes europeos llegaron en 2008 a un acuerdo con el régimen de Gadafi para “combatir” la inmigración, estableciendo una red de centros de detención instalados en fábricas abandonadas y depósitos en todo el país y permitiendo que Italia “devolviera” a los inmigrantes al territorio libio. Después del derrocamiento de Gadafi por la OTAN en 2011, la UE ayudó a coordinar la consolidación de esos centros de detención en una Dirección para Combatir la Migración Ilegal bajo el control nominal del Ministerio del Interior, aunque de hecho los gestionaran milicias locales rivales. Amnistía Internacional dio a conocer un informe devastador sobre las condiciones en esos centros, donde los funcionarios golpeaban y torturaban a los inmigrantes cautivos para extorsionarles rescates de sus familias, a cambio de la liberación de la detención arbitraria e indefinida. La financiación de las “autoridades” que gestionan esos centros, así como el apoyo generoso a los esfuerzos de la Guardia Costera libia para asaltar o ahuyentar las pateras de los migrantes, y los acuerdos con los señores de la guerra que dominan las fronteras del sur de Libia, fueron aprobados en la Cumbre de La Valetta de la UE sobre Migración en 2015, cuyo objetivo era evitar a cualquier precio que los refugiados y migrantes cruzaran la Mediterráneo y llegaran a Europa.
Guerras y muros
La coyuntura de 2015 fue producto de una crisis regional mucho mayor, en cuyo desencadenamiento las potencias europeas comparten un peso aplastante de responsabilidad, ya que Europa no es ajena a la devastación del Gran Oriente Próximo. No es necesario repasar la historia de la depredación colonial y la guerra imperialista llevada a cabo por los principales Estados europeos; la de Londres y París dividiendo la región bajo sus mandatos autodesignados o la de su apoyo a los sucesivos regímenes dictatoriales instaurados en la región. Durante las dos últimas décadas, en diversas formas oficiales, han participado en guerras y otras intervenciones militares que condujeron a la desintegración del Estado iraquí, la ruptura de Siria y la implosión en Libia. El éxodo de la población, de la que solo una pequeña parte trata de llegar a Europa, es consecuencia directa de ese proceso de destrucción del Estado, el resultado característico de las formas de intervención actualmente preferidas por las potencias imperialistas, tan notablemente diferentes tanto de las conquistas coloniales y territoriales como de las estrategias de reconstrucción de la Guerra Fría después de 1945. Durante la primavera y el verano de 2015 se verificó la confluencia de las rutas de huida desde las zonas de guerra de la OTAN. En Afganistán, la reducción de las fuerzas occidentales en 2014 causó nuevas perturbaciones en un panorama social ya desquiciado por los desplazamientos a gran escala y el reclutamiento forzado de las milicias. En Iraq, donde millones de personas se habían visto desplazadas desde 2003, Estados Unidos reanudó los bombardeos tras la caída de la provincia de Anbar y Mosul en manos del ISIS en el verano de 2014. Los refugiados huyeron sobre todo de Siria, donde la guerra multifacética —la respuesta feroz e indiscriminada del régimen para aplastar la revuelta popular inicial, los flujos externos de armas, fondos y entrenamiento para las fuerzas opuestas a Assad y la movilización de innumerables milicias locales en virtud de criterios comunales o de clanes—, se había extendido a áreas urbanas densamente pobladas. A finales de 2014 y principios de 2015 hubo fuertes combates en torno a Alepo, donde las fuerzas islamistas respaldadas por Turquía y Occidente rechazaron un alto el fuego y pasaron a la ofensiva. ISIS había barrido el desierto hacia el este en la primera mitad de 2014 y los Estados de la OTAN —Francia, Alemania y el Reino Unido— se unieron a la Operación Resolución Inherente dirigida por Estados Unidos en septiembre, mientras que los kurdos sirios se movilizaron para proporcionar a Estados Unidos tropas terrestres. De los que huyeron buscando seguridad en 2015, los sirios constituían alrededor del 65%, siendo la abrumadora mayoría.La verdad es que no hubo “crisis de refugiados”, sino más bien crisis de los aparatos represivos de la Fortaleza Europa
Ahí tenemos la primera paradoja. La “crisis de los refugiados” fue presentada por los líderes políticos y los medios de la UE dotada de una escala tal que suponía una amenaza existencial para Europa. Veamos algunos hechos: en el transcurso de 2015 llegaron a la UE alrededor de un millón de personas, un 80% de ellas a través de Grecia. Esa cifra representa tan solo una pequeña fracción de los cincuenta millones de desplazados generados por la crisis de Oriente Próximo en los últimos años. En comparación Líbano, un país con menos de cinco millones de habitantes, recibió cerca de un millón de sirios, mientras que casi tres millones han encontrado refugio en Turquía. Cuando hablamos de flujos migratorios, también debemos dar las cifras de movimientos internos “regulares”, como el trabajo o el estudio, que representan hasta 3,8 millones de personas; o del movimiento estacional de población, más masivo, aunque en un sentido diferente, que es el turismo. Grecia se felicitó por un año excepcional para el turismo, con 25 millones de visitantes que llegaron al país sin causar ninguna crisis en particular; más bien al contrario, su llegada constituye un sector esencial de la economía. Evidentemente, los refugiados e inmigrantes no vienen para hacer turismo; quieren escapar de la persecución y las privaciones o gozar de una vida mejor y ayudar a los que quedan atrás. Sin embargo, podemos preguntarnos por qué una afluencia de un millón de personas tratando de establecerse en una población de 510 millones desencadenaría supuestamente tal crisis.
La verdad es que no hubo “crisis de refugiados”, sino más bien crisis de los aparatos represivos de la Fortaleza Europa. Es este régimen el que, enfrentado a una crisis como la del Gran Oriente Próximo, combinada con las consecuencias a largo plazo de las políticas neoliberales, el cambio climático y la inestabilidad crónica en grandes áreas de África y Asia, produce la “crisis de refugiados” para la opinión pública, generando el discurso que justifica la política que se supone que debe resolverlo. Lo que traduce la expresión “crisis de refugiados”, ha argumentado Nicholas De Genova, es “una inestabilidad epistémica permanente dentro del gobierno de la migración humana transnacional, que a su vez depende del ejercicio del poder sobre la clasificación, denominación y partición de ‘migrantes’/‘refugiados’”.
El Gobierno de Syriza no desmanteló la valla de alambre de púas instalada por Samaras en la frontera con Turquía y que provocó que se cambiaran las rutas migratorias
El papel de Grecia en esta nueva fase de la Fortaleza Europea ha sido doble. Por un lado, el país actúa como el gendarme —o mejor, el guardián— del enorme flanco sudeste de Europa, manteniendo su puesto fronterizo. Eso no es nada nuevo. Un movimiento clave fue la construcción de una valla de alambre de púas, erizada de equipos electrónicos de vigilancia, en el río Evros, la única frontera terrestre con Turquía, que después de una limpieza parcial de minas había permitido un paso más seguro hacia Grecia. Ésta fue una iniciativa del gobierno “socialista” en 2011 y los trabajos comenzaron el año siguiente bajo la coalición tripartita liderada por la derecha y encabezada por Antonis Samaras. El Gobierno de Syriza no hizo nada para desmantelar esa construcción vergonzosa; la política del partido en ese sentido era vaga desde el principio, pese a todos los discursos sobre la acogida de refugiados e inmigrantes, promesas que pronto siguieron el mismo rumbo del resto del programa. El drama representado en el Egeo durante los últimos años fue el resultado directo del hecho de que, después de la construcción de ese muro, la ruta marítima, con sus mafias y ahogamientos, reemplazó una ruta terrestre que era infinitamente menos peligrosa, pero que ya no está disponible. Como guardianes del régimen fronterizo de Europa, los sucesivos gobiernos griegos tienen una gran responsabilidad en lo que ha sucedido.
Grecia dejó de ser una zona de tránsito, convirtiéndose, por el contrario, en un campo de detención al aire libre
El segundo aspecto de la importancia de Grecia para la Fortaleza Europa quedó explícito en el acuerdo UE-Turquía firmado en marzo de 2016. Recordemos la sucesión de acontecimientos que lo precedió. A partir del otoño de 2015, los países en la “ruta de los Balcanes” cerraron sus fronteras una tras otra. Lo hicieron bajo la presión del grupo de Visegrado —Hungría, Polonia, Eslovaquia y la República Checa— en estrecha relación con Austria y elementos del gobierno alemán en desacuerdo con la repentina política de apertura de Merkel. Después del naufragio de cualquier proyecto orientado a dar la bienvenida a los refugiados, Grecia dejó de ser una zona de tránsito, convirtiéndose, por el contrario, en un campo de detención al aire libre. Decenas de miles de personas se encontraron atrapadas allí, de un día para otro, en condiciones intolerables, especialmente en las áreas del norte y en las islas más cercanas a Turquía. El acuerdo de marzo de 2016 con Erdogan selló definitivamente la ruta de los Balcanes. Prácticamente todas las disposiciones de este acuerdo, que fue saludado con alivio por Tsipras y su gobierno, constituyen una violación del derecho de asilo tal como se define en los convenios internacionales. Turquía acordó que evitaría las salidas “irregulares” de su costa a cambio de la promesa de la UE de levantar las restricciones de visado a los ciudadanos turcos y la apertura de una nueva ronda de negociaciones de adhesión, junto con tres millardos de euros para ayudar al asentamiento de refugiados en suelo turco. Los que aun así consiguieran llegar a las islas griegas estarían expuestos al riesgo de ser enviados de regreso a Turquía.
Entre las disposiciones más cínicas del acuerdo UE-Turquía está la regla del “uno por uno” en el tratamiento de los refugiados sirios, por la que el número de admitidos en la UE debe coincidir con el de los devueltos a Turquía, hasta un máximo de 72.000 personas. El acuerdo también marcó una dramática degradación de las condiciones para los atrapados en Grecia: los centros de recepción, especialmente los de las islas, se transformaron en espacios de detención cerrados, con miles de empleados de Frontex enviados a toda prisa para reforzar al personal griego e intensificar la militarización de la frontera. Como informó Amnistía, desde marzo de 2016 el gobierno de Tsipras comenzó a rechazar solicitudes de asilo en primera instancia, sin evaluar sus alegaciones, bajo un procedimiento acelerado, que suponía que Turquía era un país seguro para solicitantes de asilo y refugiados. Las apelaciones han obstaculizado un retorno masivo de los solicitantes de asilo sin éxito, pero esa estrategia se vio socavada cuando el Consejo de Estado griego dictaminó en septiembre de 2017 que Turquía era un “tercer país seguro”, lo que allanó el camino para la devolución forzada de los solicitantes de asilo. Como consecuencia del acuerdo UE-Turquía, hasta febrero de 2018 habían sido devueltos a Turquía 1.554 inmigrantes y refugiados, a pesar del acceso casi nulo al asilo para los retornados y el riesgo de una nueva deportación a su país de origen, donde pueden verse perseguidos o encontrarse bajo amenaza. El endurecimiento del marco legal se ha complementado con el “rechazo” de inmigrantes y refugiados en la frontera marítima y terrestre entre Grecia y Turquía, una práctica ilegal pero sistemática de la policía griega y de los guardacostas, como han informado ampliamente los medios de comunicación griegos y turcos, y confirmada por el Consejo Griego para los Refugiados en un reciente informe. En este caso, como en todos los demás, la capitulación del gobierno de Syriza ha sido evidente.
Las condiciones de vida siguen siendo intolerables, lo que demuestra la quiebra de la política seguida por la UE y las autoridades griegas, que consiste en subcontratar a ONG —esto es, a las favorecidas por su actitud “cooperadora”—, las funciones que el debilitado Estado griego ya no puede asumir. La situación en las islas, particularmente en el campamento de Moria en Lesbos, ampliamente conocido como una “prisión al aire libre”, se deterioró hasta el punto de que algunas de las ONG se marcharon como expresión de protesta, lo que condujo a una mayor reducción en la provisión de los servicios básicos y a explosiones violentas de los migrantes y refugiados detenidos. Con la transformación de los “puntos calientes” de acceso, recepción y registro, en lugares de confinamiento, Grecia se ha convertido, como Italia, “en un campo de experimentación para las políticas europeas destinadas a bloquear las fronteras y disuadir la migración”. El acuerdo UE-Turquía no es un error, una desviación de los llamados “valores europeos”, desde hace tiempo sumergidos bajo las aguas del Mediterráneo junto con las decenas de miles de seres humanos que han perecido allí, sino que se halla en total consonancia con la lógica que ha presidido desde el principio la integración europea, convirtiendo la frontera exterior de la UE en la línea divisoria entre lo humano, blanco y europeo, y los subhumanos destinados a una “vida precaria” y una muerte anónima, atestiguada perpetuamente por las aguas de Lampedusa y Lesbos.
Vive y deja morir
El Mediterráneo se ha convertido en la frontera exterior más letal de la UE. Sus aguas son el lugar donde se entrelazan los diversos poderes soberanos: los de los Estados ribereños, pero también los que ahora se superponen a ellos bajo la forma de la UE y sus agencias, en particular las específicamente encargadas del control fronterizo, cuyas operaciones transforman las modalidades de acción estatal de las que dependen. Esos poderes se manifiestan como poderes de vida y muerte; el de dejar vivir o dejar morir, para citar la famosa definición de biopoder de Foucault. Con otras palabras, el objetivo perseguido a través de mecanismos de control de este tipo no es demostrar una impenetrabilidad ideal de la frontera o hacer que los cruces sean imposibles, sabiendo perfectamente que ocurrirán de todos modos; es decidir si y con qué margen se tomará esta ruta en lugar de aquélla, lo cual trae consigo tal o cual tasa de mortalidad dependiendo de la elección; si y en qué condiciones se “salva” (o se permite el salvamento); si un rescate o una acogida humanitaria son demasiado alentadores, o no suficientemente desalentadores, como sucede con el tiro de un fuego, para que la gestión del flujo, incluidas las decisiones implícitas de dejar vivir o dejar que se ahoguen, se considere aceptable.Algunos datos: en 2015, cuando la “crisis de los refugiados” alcanzó su punto culminante, se estima que murieron en el Mediterráneo unas 3.800 personas, con un aumento de más del 15% con respecto al año anterior, cuando el total llegó a 3.300. En 2016, año en que el número de llegadas cayó espectacularmente a 363.000, después del acuerdo entre la UE y Turquía, el número de muertes aumentó considerablemente, excediendo las 5.000 por primera vez, con un aumento del 35%. Ese acuerdo es responsable de este resultado aterrador, ya que su efecto fue desplazar las rutas de paso probables del Mediterráneo oriental al central, hacia Italia, en un viaje mucho más peligroso que el paso de la costa turca a las islas griegas. En cuanto a 2017, las cifras muestran 3.139 muertes frente a 171.000 llegadas; y durante los cuatro primeros meses de 2018, 606 muertes y 21.591 llegadas. En otras palabras, mientras que la tasa de mortalidad mensual disminuyó, el índice de llegadas sigue aumentando, duplicándose desde 2016.
Permítasenos proseguir esta contabilidad macabra. Se estima que desde 2014 murieron más de 15.900 personas al cruzar el Mediterráneo: un promedio de 306 por mes. ¿Pero cuáles son las cifras de periodos anteriores? Las fuentes de consultoría generalmente consideradas creíbles en la materia —ONG u observadores como United for Intercultural Action o la Organización Internacional para las Migraciones— hallaron lo siguiente: entre 1993 y 2012, según la primera, los muertos fueron 17.300. Contando desde 1988 hasta 2014, la segunda da un total de 19.800 ahogamientos, de los que 14.800 ocurrieron en el Mediterráneo. El proyecto Migrant Files da cifras significativamente más altas, con un saldo de 30.000 muertos entre 2000 y junio de 2016, mientras que muchas organizaciones de ayuda a los emigrantes piensan que puede ser necesario duplicar o incluso triplicar las cifras para incluir los que han desaparecido sin dejar rastro. Y no debemos olvidar el cruce del Sahara, que para una gran proporción de migrantes es el preludio de su viaje por el Mediterráneo y que es aún más peligroso. La conclusión es seguramente evidente: el Mediterráneo se ha convertido en una fosa común, que atraía poca atención o sentimientos particulares, al menos hasta la oleada de refugiados y migrantes de estos últimos años, después de la intensificación de la guerra en Oriente Próximo. Es comprensible que el equipo de Babels vea el Mediterráneo como “el teatro de un nuevo tipo de guerra, la que la Unión Europea está librando contra los migrantes”.
La europeización de las fronteras, la construcción de la Fortaleza Europa, cobra importancia en ese insensible derroche de decenas de miles de vidas, una mortalidad masiva sin precedentes en la historia europea en tiempos de “paz”
La evidencia del cambio registrado con el paso del tiempo es instructiva. Destacan dos cifras: primero, el nivel relativamente bajo de muertes de migrantes antes de 1990, que aumentó poco hasta 1995, cuando comenzaron a aplicarse plenamente los acuerdos de Schengen. Como han argumentado distintos investigadores, esto está indudablemente relacionado con el hecho de que era mucho más fácil llegar a Europa por medios regulares, incluso sin autorización gubernamental oficial: “La introducción de obligaciones de visado para muchos países de origen, junto con las sanciones a los transportistas, puede haber propiciado el cambio, pasando de los medios de transporte regulares como aviones y transbordadores, a medios de transporte irregulares como barcos de pesca”. Además, ciertos puntos de partida para Europa, como los enclaves españoles de Ceuta y Melilla en suelo marroquí, que hasta entonces habían estado libres de obstáculos, vieron la introducción de barreras después de la adhesión de España al Tratado de Schengen en 1991. Una vez más, la europeización de las fronteras, la construcción de la Fortaleza Europa, cobra importancia en ese insensible derroche de decenas de miles de vidas, una mortalidad masiva sin precedentes en la historia europea en tiempos de “paz”.
Otra ilustración de la responsabilidad particular contraída con esa reafirmación del poder cuasisoberano de la UE es lo que sucedió con la efímera operación italiana de rescate marítimo Mare Nostrum. En 2012, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos había fallado contra el programa de la era Berlusconi de devolver a Libia a los náufragos. Un trágico naufragio en Lampedusa en octubre de 2013, con la pérdida de 366 vidas de inmigrantes, galvanizó a la opinión pública italiana. Enrico Letta, primer ministro de centro izquierda en aquel momento, lanzó una operación naval a gran escala con el objetivo de ayudar a los náufragos y disuadir a los contrabandistas, acordando una clara prioridad al primer objetivo. Las embarcaciones italianas navegaron hasta las aguas libias y en menos de un año salvaron alrededor de 150.000 migrantes, una cifra notable dado que el número total de llegadas por mar a Italia durante todo 2014 fue de 170.000. Sin embargo, después de que la UE se negara a contribuir significativamente al alto coste de la operación, en torno a nueve millones de euros mensuales, el ministro de Interior de derecha Angelino Alfano decidió suspender las operaciones y Mare Nostrum dejó de funcionar a finales de agosto de 2014. Frontex, la guardia de fronteras de la UE, se hizo cargo. Los recursos de su Operación Tritón eran apenas un tercio de los de Mare Nostrum, pero el mayor cambio fue su orientación, porque ya no se trataba de salvar a los migrantes: el objetivo ahora era patrullar las aguas territoriales de la UE.
El resultado fue una serie de naufragios sin ayuda y una explosión de la tasa de mortalidad, de uno por cincuenta en los meses en que Mare Nostrum estaba activo, a uno por catorce después de su final. ACNUR habló de una “hecatombe” sin precedentes en el Mediterráneo. Un nuevo naufragio frente a Lampedusa en abril de 2015 registró un número de muertos aún mayor: 800 vidas perdidas, lo que obligó a la UE a reaccionar con el lanzamiento de una nueva iniciativa de Frontex, la Operación Sofía. Pero la nueva misión no hacía sino prolongar la Operación Tritón: “Combatir a los contrabandistas” y patrullar las aguas territoriales, o con otras palabras, evitar que los inmigrantes llegaran a la costa italiana. Un año después, Federica Mogherini, “ministra de Asuntos Exteriores” y miembro del Partido Demócrata de Renzi, calificó de “éxito” la Operación Sofía, con un récord de 68 contrabandistas detenidos, 104 pateras “neutralizadas e inutilizadas” y 12.600 personas rescatadas en el mar, esto es, apenas la duodécima parte del número salvado por Mare Nostrum. Ese episodio ilustra un aspecto característico del esquema europeo de “vivir y dejar morir”, del que “humanidad y seguridad” son las dos caras complementarias, con la transferencia de las funciones coercitivas de los Estados nacionales a los organismos supranacionales de la UE. Esa transferencia se produce sigilosamente, de ahí la dificultad de ejercer un control democrático sobre ella y de cuestionar su legitimidad. Así, “se insiste en la ayuda y la compasión, lo que facilita la elusión de la responsabilidad al tiempo que fortalece el control y la represión”.
Un afgano que se ahoga en el Mediterráneo, huyendo de la guerra, la opresión o la pobreza extrema, no es considerado como un ser humano en la misma medida que los alemanes que intentaban huir del “comunismo” y que eran aclamados como mártires de la libertad
La evolución temporal del número de muertes revela que éste aumentó a partir de 2001, y más aún desde 2003, con las guerras en Afganistán e Iraq. Así, antes del desgarrador aumento debido a las guerras en Siria y en el conjunto de Oriente Próximo, había una tasa “normal” de más de mil muertes al año entre quienes intentaban llegar a Europa. Existe una notable discrepancia entre la insensibilidad frente a la muerte de decenas de miles de seres humanos —en su mayoría anónimos, no registrados por las autoridades y a los que se niega la dignidad de un entierro apropiado— con las emociones exaltadas, por ejemplo, por las mil vidas perdidas en el intento de cruzar de la Alemania Oriental a la Occidental durante la Guerra Fría. La explicación es obvia: un africano, un árabe o un afgano que se ahoga en el Mediterráneo, huyendo de la guerra, la opresión o la pobreza extrema, no es considerado como un ser humano en la misma medida que los alemanes que intentaban huir del “comunismo” y que eran aclamados como mártires de la libertad. En ese sentido, el régimen fronterizo es una prolongación de la historia del colonialismo y la dominación que Europa y Occidente han ejercido sobre el resto del mundo y a la que “la construcción de Europa” agrega ahora un capítulo adicional en la forma de su fruto envenenado, la UE.
Reparar y poner en condiciones el Estado griego
Hablemos ahora de Grecia como frontera interna de Europa, una línea del frente o laboratorio de campaña en la lucha de clases llevada a cabo por las clases dominantes revigorizadas. Las políticas aplicadas a Grecia se califican a menudo como de “austeridad”, lo que puede ser cierto, pero también yerra en cuanto que el fondo es el mismo en todas partes, ya sea en Grecia, en Francia o en el Reino Unido, y por una razón muy simple: la austeridad, o más en general una profundización de las políticas neoliberales, combinadas con el apoyo estatal al sector financiero, es la estrategia universal seguida desde 2008 por las potencias metropolitanas como vía para salvar las contradicciones manifiestas del régimen financiarizado de acumulación capitalista.Sin embargo, una vez más, como en lo que se refiere a las fronteras exteriores, Grecia muestra una especificidad importante como el caso más desarrollado y duradero de un régimen político excepcional aplicado igualmente, aunque de forma menos concentrada, en otros países de la periferia meridional europea. Este régimen se ha construido paso a paso, cobrando su forma institucional como procedimiento al que los griegos dieron el nombre de MoUs (del inglés Memoranda of Understanding) para calificar el periodo de los últimos ocho años.
Grecia ha conocido tres de estos memorandos desde 2010, con innumerables acuerdos intermedios, procedimientos de revisión y conjuntos de medidas para implementar sus disposiciones principales. ¿De qué tratan? En el corazón de la crisis griega, como en la de los demás países de la periferia europea, se encuentra el sobreendeudamiento, tanto privado como público, que expresa las poderosas tendencias hacia la polarización económica en la UE y, en particular, en la Eurozona. Así, Grecia, Portugal, Irlanda y, en menor medida, España, experimentaron ese sobreendeudamiento mientras que Alemania siguió acumulando superávits. En el fondo de la crisis de la deuda había una configuración europea que tendía a profundizar la división entre el centro y la periferia, o más bien las periferias, en plural, porque al sur europeo se le ha unido una segunda periferia interna, la oriental, a la que desde el principio se le asignó el estatus de un Mezzogiorno, un proveedor de mano de obra barata. Los países de la primera periferia, sobreendeudados, se encontraron con que era imposible obtener crédito en los mercados, como lo exigían las reglas de la Eurozona, y tuvieron que recurrir a “planes de rescate”, préstamos que ponía a su disposición la UE, con la participación del FMI.
Los Memorandos de Entendimiento no son más que los acuerdos firmados por esos países, en primer lugar Grecia, a cambio de nuevos préstamos otorgados para cubrir los antiguos, como forma de asegurar a los bancos privados que esos países honrarían sus pagos de intereses. El mecanismo implicaba, por lo tanto, una nueva ronda de deuda, con el resultado de que al final de la operación el nivel de endeudamiento sería aún mayor, que es lo que ha sucedido en el caso de Grecia.
Los tres MoUs firmados por los sucesivos gobiernos griegos y la Troika entre 2010 y 2015 consistían en la lista de condiciones impuestas por los acreedores a cambio de sus préstamos. Esos documentos tienen miles de páginas de extensión —un millar, poco más o menos para el texto del último— estando el resto formado por anexos. Fueron embutidos por la Asamblea Nacional griega en un simulacro de debate parlamentario, sin que ninguna etapa durara más de cuarenta y ocho horas. El tercer Memorando, fruto de la capitulación de Tsipras en julio de 2015, atravesó el parlamento en menos de 24 horas, cumpliendo el plazo que le había puesto la Unión Europea, que estipulaba el día y la hora. El debate propiamente dicho duró apenas siete horas, para un documento de miles de páginas que los diputados habían recibido el día anterior a las 17h sin traducir, con los documentos esenciales únicamente en inglés. Lo mismo sucedió con los paquetes de medidas votadas después de 2010, todos ellos aprobados con las mismas medidas enérgicas en un Parlamento griego reducido al rol de cámara de registro para las condiciones dictadas por los prestamistas.
Lo que estaba en juego era el desmantelamiento de cualquier apariencia de soberanía nacional y popular
Por muy humillante que parezca, el procedimiento no es meramente simbólico. Lo que estaba en juego era el desmantelamiento de cualquier apariencia de soberanía nacional y popular. Los dos calificativos son importantes: para imponer una “terapia de choque”, abrumadora y repetidamente rechazada por la opinión pública griega, era necesario destruir la obligación democrática de rendir cuentas, incluso en su forma representativa tan problemática, limitada y clasista. Durante la “era de los memorandos” se han alternado en el poder tres mayorías parlamentarias diferentes, que cubren todo el espectro político, desde la derecha tradicional y la socialdemocracia a la izquierda radical de Syriza, sin que eso haya producido el más mínimo cambio en el tipo de medidas políticas puestas en práctica, salvo el hiato durante seis meses del primer gobierno de Syriza entre enero y julio de 2015. Para lograr ese resultado, la maquinaria de la UE se empleó a fondo para remodelar las profundidades del propio Estado griego, su funcionamiento administrativo y el carácter material de sus medios de acción.
En el contenido de esos MoUs no hay nada original: su lógica es la de los programas de “ajuste estructural” aplicados durante tanto tiempo por el FMI en el Sur global. Sus elementos básicos son invariables: frenar drásticamente el gasto público, desregular drásticamente la economía, disminuir espectacularmente los “costes laborales” y privatizar a gran escala los activos públicos. La novedad era que quien aplicaba despiadadamente esas medidas era la propia UE, mientras el FMI desempeñaba un papel auxiliar esencial en la denominada Troika, junto con la Comisión Europea y el Banco Central Europeo. Con el tercer Memorando vino el Mecanismo Europeo de Estabilidad y la Troika se convirtió en el “Cuarteto”, conocido, sin embargo, como “las instituciones”, ya que la denominación anterior se había vuelto políticamente tóxica. El objetivo era que Grecia obtuviera superávit presupuestarios primarios del orden del 3,5% del PIB, que destinaría íntegramente a pagar a sus acreedores. Entretanto, se suponía que los costes laborales reducidos y un entorno económico desregulado mejorarían la competitividad, atraerían inversiones y conducirían a un crecimiento sólido.
En siete años Grecia ha perdido más de un cuarto del PIB
El resultado, como sabemos, es un desastre sin precedentes desde la década de 1930 y peor que el precipitado por la Segunda Guerra Mundial. En siete años Grecia ha perdido más de un cuarto del PIB, cayendo desde el vigésimo octavo hasta el trigésimo octavo lugar en el ranking mundial. Dicho de otro modo, en 2009 el PIB griego per cápita era el 71% del de Alemania y el 69% del de Francia; en 2016 se estimó en un 43% del de Alemania y un 47% del de Francia. El país se ha hundido en una recesión de la que solo ha disminuido el ritmo, y eso en años de ingresos turísticos excepcionales, ayudados en gran medida por la inestabilidad geopolítica que afecta a la mayoría de sus competidores en la región. La tasa oficial de desempleo es actualmente del 20% y superior al 45% para los jóvenes. Más de un tercio de la población afronta la pobreza, un nivel superado entre los miembros de la UE solo por Rumania y Bulgaria. Los recursos humanos del país se están agotando, signo infalible de malestar social. Desde 2010 han emigrado más de cuatrocientos mil griegos, más del 70% de ellos son graduados universitarios y más de la mitad se hallan incluidos en el grupo de edad crucial comprendido entre los 25 y los 39 años. El presupuesto del sector sanitario se ha reducido a la mitad en valor, y cayó del 6,8 al 4,9% del PIB entre 2009 y 2016, el tercer nivel más bajo en la UE. Los hospitales públicos afrontan tasas de mortalidad en aumento, con un crecimiento de las infecciones con riesgo de muerte y una gran escasez de personal y equipo médico.
Tsipras y sus ministros, elegidos con la promesa de poner fin a la política de austeridad, desfilan ahora en las cumbres de la UE jactándose de su éxito en la superación de los objetivos de superávit presupuestario de los MoUs. Habiendo pasado de un déficit público repetidamente por encima del 10% entre 2008 y 2011 a superávit primarios récord —e incluso, desde 2016, superávit netos—, Grecia puede considerarse como el campeón en la carrera paneuropea hacia el “Estado de consolidación fiscal”, la forma institucional de austeridad permanente que ha sucedido al “Estado endeudado” del periodo anterior a 2008. La otra cara de la moneda es que esto se ha obtenido no solo mediante recortes en el gasto público del 36%, sino también elevando drásticamente la presión fiscal, con un aumento de los impuestos del 8,5% del PIB entre 2009 y 2016, caso único entre los países de la OCDE. El efecto recesivo resultante no fue contrarrestado por otro “éxito” clave de las políticas MoUs, la caída sin precedentes de los costes laborales unitarios en casi el 30%, del 67% del promedio de la eurozona en 2008 al 48% registrado en 2017. Este supuesto aumento de competitividad no evitó un colapso en los niveles de inversión, que pasó del 24% a apenas el 10% del PIB entre 2008 y 2016.
El fracaso de la política actual se mide no solo por sus efectos destructivos, sino también por su completa incapacidad para mejorar la deuda pública griega, que fue el punto de partida para los llamados planes de “rescate”, que solo han beneficiado a los acreedores del país, los bancos griegos y europeos y las instituciones de la UE que se han hecho cargo de ellos. La deuda pública, que se situaba en 2010 en el 120% del PIB cuando Grecia completó la obra del primer Memorando, aumentó, a pesar de una limpieza parcial, hasta el 180% del PIB en 2012, para gran regocijo de la mayoría de los acreedores. Ése es el meollo de la contradicción: aunque la lógica del “Estado de consolidación europeo” consiste en dar prioridad al servicio de la deuda por encima de cualquier otro propósito político, haciendo que el Estado responda por entero a las presiones de los mercados financieros y sea impermeable al control ciudadano y las demandas populares, su versión griega liderada por la Troika ha acabado en una espiral interminable de endeudamiento estatal, ampliando el problema “Estado endeudado” que supuestamente debía resolver. Ese aumento de la carga de la deuda, calificado como “altamente insostenible” por el propio FMI, simboliza el fracaso absoluto de esa política de subyugación y saqueo desenfrenado de la última década.
Integración subalterna
La institucionalización de los MoUs, su transformación en un modo de gobierno prolongado, se basa en ciertos mecanismos que han alterado la propia sustancia del Estado griego. En primer lugar, como consecuencia inmediata de los objetivos macroeconómicos enumerados exhaustivamente en el informe, que afectan a todos los niveles, desde el gobierno central hasta la administración local más pequeña, la política presupuestaria entró en modo automático. Las disposiciones del Memorando detallan las medidas que el gobierno se compromete a aplicar e incluyen plazos precisos, fijados al mes más cercano. Pero el elemento esencial es el plan para controlar la aplicación de las medidas. Está programada una “evaluación” cada tres meses. Los famosos “hombres de negro” de la Troika llegan a Atenas, donde analizan las cuentas de toda la Administración del Estado. Al principio solían dispersarse en varios ministerios para curiosear allí, pero desde el advenimiento del gobierno de Syriza han decidido alojarse en el Hotel Hilton, y los atenienses hablan ahora del “gobierno del Hilton”. Más importante aún, la Troika ha lanzado en paracaídas a personas en las que confía para ocupar puestos estratégicos en el aparato estatal, con la misión de suministrar a Bruselas y Frankfurt la información requerida. Una de las cosas que el primer gobierno de Syriza descubrió al tomar posesión de su cargo fue que la Troika sabía mucho más que cualquier gobierno griego sobre el menor gasto en la oficina más pequeña de la Administración pública del país.Solo cuando los inspectores de la Troika concluyen que se han cumplido los objetivos asignados, la evaluación puede considerarse completa y el Eurogrupo autoriza el desembolso del tramo correspondiente del préstamo obtenido, tal como se acordó en el cronograma del Memorando. Sin esa autorización no hay pago, y eso significa cierta bancarrota, ya que Grecia no está en condiciones de financiar la mayor parte del reembolso de su deuda mediante préstamos en los mercados y se niega obstinadamente a dar el paso de suspender los reembolsos, lo que, como demuestra la experiencia histórica, es el punto de partida indispensable para cualquier negociación a favor del deudor. En cada etapa ha optado por someterse a la letra de las demandas de los acreedores, que en cada examen han incluido nuevas medidas de austeridad “necesarias” por la incapacidad del gobierno para garantizar objetivos cada vez más irreales, ya que se enfrenta a los efectos recesivos del programa de austeridad. Este es el mecanismo infernal que entró en funcionamiento desde el primer Memorando.
El tercer Memorando, aprobado después de la capitulación de Tsipras en julio de 2015, representó un desarrollo cualitativo en la tarea de desmembrar el aparato estatal. La autonomía presupuestaria está fuera de cuestión, gracias a la operación de memorandos y evaluaciones; la última continuará incluso después de que Grecia abandone el MoUs. La política monetaria se trasladó desde hace tiempo a Frankfurt, donde descansa en manos del Banco Central Europeo y sus autoridades “independientes”. El suministro de liquidez fue el arma con la que el BCE amenazó a cualquier Estado sospechoso de desviarse de la política de la UE: Grecia, Irlanda y Chipre. Pero el Memorando de Tsipras va mucho más lejos. Ahora le toca a la Secretaría General de Ingresos Públicos convertirse en una autoridad “independiente”, el nombramiento de cuyo jefe por el gobierno requiere el consentimiento de la Troika. El principio es aquí el mismo que el invocado en la creación de bancos centrales “independientes”, organismos no sujetos a control político pero directamente vinculados a autoridades supranacionales, en este caso las que representan los intereses de los acreedores.
Esta agencia “independiente” de recaudación tributaria va acompañada de un “consejo fiscal” compuesto por cinco miembros cuya nominación, una vez más, debe ser aprobada por la Troika, que, a la menor sospecha de desviación de los objetivos de superávit presupuestario, puede decidir recortes del gasto público que se realizarán automáticamente, sin necesidad de aprobación parlamentaria. Además, todos los bienes del Estado son secuestrados con miras a su privatización por otro organismo “independiente”, de inspiración claramente alemana, inspirado en el famoso Treuhand creado para liquidar la herencia pública de la RDA. El organismo se ha movido con celeridad, procediendo a la venta a precio de saldo de los aeropuertos regionales, del puerto de El Pireo, del emplazamiento del antiguo aeropuerto de Atenas, de pintorescos tramos de costa y de empresas de servicios públicos. Para colmo, el sistema bancario, cuya recapitalización había costado 40 millardos de euros, cubiertos en su totalidad mediante créditos a cargo de los contribuyentes griegos, ha sido cedido a especuladores por una décima parte de esa cantidad. Podríamos agregar que bajo el gobierno de Syriza la política militar griega mantiene un alineamiento total con Estados Unidos y la OTAN, habiéndose convertido Atenas en el aliado más estrecho de Israel en el Mediterráneo oriental. En los círculos diplomáticos griegos se susurra que el objetivo de Tsipras es hacer que la propia Grecia sea “el Israel de los Balcanes”, el principal pilar de Occidente en un área de creciente inestabilidad, aprovechando el enfriamiento de las relaciones entre Washington y Ankara.
En resumen: Grecia se ha convertido en una neocolonia: su gobierno nacional, cualquiera que sea su coloración política, no difiere en cuanto a su función de un administrador nombrado por el poder colonial y las negociaciones simuladas a las que los partidos se prestan en la serie interminable de reuniones del Eurogrupo o las cumbres de la UE apenas sirven para ocultar ese hecho. Sin embargo, este neocolonialismo debe captarse en su especificidad. No solo difiere del colonialismo clásico, que se basaba en la conquista militar y la ocupación territorial, sino también del modelo poscolonial con sus relaciones multiformes de dependencia entre la antigua potencia colonial y las naciones recién independizadas, aunque hay características compartidas, en particular la apropiación predatoria de los recursos. El sometimiento de Grecia forma parte de la larga historia de la deuda como “arma de desposesión” contra las clases populares y las naciones dominadas, anterior al advenimiento del capitalismo. El país no es una colonia alemana, por más que Alemania sea hegemónica en Europa y líder indiscutible en la gestión política de la crisis griega. Es difícil, además, hablar de un “imperialismo europeo” en el sentido de una entidad unificada de la que la UE sería la expresión política, aunque, como ya he sugerido, la estructura de la Unión contribuye a la polarización y a una creciente fragmentación de la economía y del espacio político sobre el que se extiende su autoridad.
El régimen neocolonial se entiende mejor como una forma de “colonialismo interno”, un caso avanzado de régimen de subordinación nacido de las contradicciones básicas de la integración de la UE, empresa de la que la burguesía griega es parte integral. Enfrentada a una gran crisis que, comenzando en la economía, se generalizó al sistema político, esa clase prefirió, una vez más, aceptar la destrucción parcial de su base económica y el vasallaje de su Estado nacional para contrarrestar el potencial desestabilizador de una revuelta popular.
El plan se asemeja al de la integración subalterna del sur italiano en el Estado nacional creado por el Risorgimento, cuyas bases estructurales dilucidó Gramsci: el fruto de un compromiso entre las elites terratenientes meridionales y la burguesía comercial e industrial septentrional. Ese compromiso, alcanzado a expensas del campesinado y la reforma agraria, habría permitido su emancipación, lo que explicaba por qué el Mezzogiorno estaba condenado al “subdesarrollo”, a la posición subalterna que le correspondió en el nuevo Estado nacional. A pesar de sus límites porque la UE no es precisamente una entidad unitaria bajo la pauta de un Estado nacional, expresión de un “pueblo europeo” en el sentido de un demos, un sujeto soberano—, este paralelismo con el colonialismo interno vigente en el sur italiano nos ayuda a comprender el resurgimiento de imágenes racistas en el momento de la crisis griega. Reaparecieron con estruendo los estereotipos orientalistas, o más bien “balcanistas”, que estigmatizaban a los “cigarras” sureñas perezosas y corruptas deseosas de explotar la generosidad del virtuoso Norte para mantener su estilo de vida acostumbrado. Pero aunque ese brote racista reactivaba un repertorio preexistente de representaciones peyorativas, no era ni una pervivencia ni una regresión hacia un pasado, que supuestamente se había superado; era, por el contrario, el producto de las nuevas contradicciones derivadas de la integración europea. Las propias estructuras de las principales instituciones de la UE—por lo general en forma de negociaciones intergubernamentales opacas, cuando no totalmente secretas y altamente asimétricas— operan para “redefinir los conflictos de clase como conflictos internacionales”. Eso se debe a que el proceso se basa en la negación permanente de las divisiones polarizadoras que fomenta y a que rechaza, no menos vigorosamente, el examen crítico de los tropos que sustentan la versión dominante de la “europeidad”, productos de una larga historia de dominación colonial e imperialista, que alimenta hoy día las llamas del racismo. Ese racismo se dirige contra los europeos de la segunda periferia interna —el “griego perezoso” al que ahora se une “el polaco industrioso (y barato) que ha venido a robarnos el empleo”, en una especie de unidad de opuestos–, tanto como ataca, con mucha mayor violencia, al Otro no europeo, no blanco, “musulmán”.
Volviendo a Gramsci, la noción de revolución pasiva, de la que el Risorgimento ofrece un caso paradigmático, resulta muy apropiada para analizar el proceso actualmente en marcha bajo la égida del “cesarismo burocrático” de la UE. La capitulación de Syriza y su rápida absorción por el régimen neocolonial, cuyo pilar político principal —pero frágil— es ahora ese partido, aparece como un caso típico de transformismo, la succión y cooptación de los mejores elementos surgidos de los grupos subalternos para incorporarlos al patrón de dominación existente. Para Gramsci ese “transformismo”, del que la corrupción es un componente constitutivo, es precisamente un sustituto de un compromiso social genuino, que supondría concesiones a las clases subalternas y su integración como fuerza activa en los mecanismos de la sociedad civil, aunque solo fuera dentro de un marco restrictivo coherente con el mantenimiento de su posición subordinada. El transformismo es, pues, un índice del “dominio sin hegemonía”, que me parece una designación adecuada para la “composición orgánica del poder” que caracteriza a la UE.
El caso griego muestra que el régimen excepcional instalado en el momento de la crisis de la deuda ha creado una nueva línea de fractura. La finalidad con la que se reafirmó esa frontera interna en un momento de crisis —había estado allí todo el tiempo, aunque oculta por el crecimiento económico— tiene que ver con un fenómeno que no es simplemente económico. Las fronteras internas y externas se han fusionado en un régimen neocolonial encargado de administrar la terapia de choque neoliberal a un país díscolo, así como de controlar un flujo de inmigrantes que pone a prueba el régimen fronterizo de la UE. La perspectiva griega nos permite ver con mayor claridad la realidad del “Estado de seguridad”, que está surgiendo dentro de la UE, en la medida en que ese organismo está otorgando a las políticas neoliberales un estatus constitucional mediante un mecanismo liberado de cualquier forma de control democrático. La proliferación a todos los niveles de organismos exentos de supervisión democrática, a los que se transfieren un número creciente de funciones estatales, la interpenetración mutua de las burocracias más altas de la ue, los Estados nacionales y los principales grupos industriales y financieros, así como el creciente recurso a métodos represivos: ésas son las características más destacadas del “estatismo autoritario”, cuyo ascenso diagnosticó Nicos Poulantzas a finales de la década de 1970.
Los habitantes de la periferia interna meridional de Europa no solo se ven obligados a consentir un régimen de desposesión, sino también a desempeñar el papel de guardián de la fortaleza, a fin de ahorrar a los países del centro el desagradable espectáculo de las hordas necesitadas y perseguidas que encallan en las costas de Lampedusa o Lesbos. En Grecia, el régimen de la Troika ha tenido éxito en su institucionalización, más allá del mandato de los Memorandos, y en crear una especie de “normalidad”, tanto más notable dado el fracaso manifiesto de las políticas económicas que se han aplicado. La clave del éxito ha sido la capacidad demostrada de pasar la prueba de una fuerza política que al principio se presentaba como antagonista, para convertirse luego, mediante un proceso que combinaba la coacción (económica) con la persuasión, en un sirviente eficaz. Esa experiencia de transformismo político, tan extrema en sus términos, ha tenido un efecto sorprendente y duradero en las capacidades políticas de las clases subalternas, frenando la voluntad de resistir y, por algún tiempo al menos, bloqueando la posibilidad de crear una contrahegemonía subalterna.
El segundo éxito del régimen radica en su papel de laboratorio para las políticas neoliberales radicalizadas, cuya esfera de aplicación, en diversas formas, no se limita a Grecia, ni siquiera al conjunto de los países periféricos. Está claro que la política de “reformas estructurales” seguida por Macron en Francia está en línea con los memorandos que se han aplicado en el Sur. Escuchando a Macron elogiar la necesidad de “innovaciones rupturistas”, un oído griego discierne pronto la música de la “terapia de choque” característica de los Memorandos, e incluso muchas de las palabras. Desde una perspectiva de longue durée, Grecia no es una anomalía ni un caso patológico, sino una versión radical del “Estado de consolidación europeo”, la forma de neoliberalismo autoritario que está en el corazón del proyecto de la UE. Sin embargo, hay una diferencia entre Grecia, junto con los demás países de la periferia “rescatados”, y los países del centro, incluso los más endeudados, como Italia: la ausencia de la Troika propiamente dicha. Es evidente que los pactos europeos, el de “estabilidad y gobernanza”, el “Euro plus”, el paquete de Seis + Dos, han fortalecido el corsé neoliberal para todos los países; pero el margen de maniobra no es el mismo para Atenas, París o Amsterdam. Como célebremente dijo Schäuble: “Sería mejor que Francia se viera obligada a introducir reformas [...] pero eso no es nada fácil, dada la naturaleza de la democracia”. En Francia hay que respetar la apariencia, al menos, del autogobierno. En otros términos, el régimen neocolonial no puede generalizarse ni transponerse a un país del centro europeo. Sigue siendo el signo distintivo de una periferia interna, que el centro necesita si desea salvar la credibilidad que queda en el proyecto de “integración europea”; pero dejando esto a un lado, ese régimen tiene un propósito ideológico y disciplinario muy útil para las clases dominantes.
La forma en que se tomaron las riendas de la turbulenta Grecia, convirtiendo a sus líderes supuestamente rebeldes en servidores dóciles —aunque no mucho más fiables—, es un caso de libro. La forma de no tener que repetir la experiencia griega es cuidar tus pasos y obedecer a Bruselas, cuyos mandatos se van a imponer de todos modos.
Ése es el meollo del asunto. El caso griego revela la impotencia y las ilusiones de la izquierda europea “radical”. Debido a su incapacidad para comprender los poderosos mecanismos que operan en ese espacio polarizado y jerarquizado, abstraídos de cualquier posibilidad de control democrático, los intentos izquierdistas, por parciales que sean, de romper con ese régimen, estaban condenados al fracaso. Esta incomprensión no es el resultado de un simple despiste intelectual. Es profundamente política, derivada del rechazo de la confrontación real con las fuerzas dominantes, lo cual, a su vez, deriva de la interiorización por la izquierda de su derrota histórica. La ceguera europeísta ha contribuido a ello de forma muy dañina: los llamamientos a la unión del discurso dominante, que presenta la pertenencia a la UE como un compromiso con el “internacionalismo” y los “valores aperturistas”, se anticiparon a la necesidad de un “plan b” de salida de la Eurozona como medida indispensable de resistencia al chantaje de la Troika. Ésa es la amarga lección de Grecia para las fuerzas de la transformación social. Los que no estén dispuestos a luchar hasta el final para liberarse de la jaula de hierro llamada Unión Europea están condenados a capitular. La búsqueda vana de una “tercera vía”, o un “compromiso aceptable” no ha hecho más que preparar el camino para ese resultado aplastante, para los griegos sin duda, pero también para los pueblos de Europa. No puede haber un pensamiento estratégico serio, que no se plantee desde el principio la cuestión del enfrentamiento necesario con la estructura institucional de la UE, como expresión concentrada de la violencia de las políticas neoliberales e imperiales que condenan a poblaciones enteras a la precariedad deshumanizante y a un estado de permanente minoría política.
2. Como dice Maria Todorova: "Lo que es sintomático y ciertamente inquietante es la concepción de que el estado de transición, complejidad, mezcla y ambigüedad es algo anormal. La situacionalidad es no solo rechazada por los observadores occidentales y lanzada sobre los Balcanes como un estigma, sino considerada como un estado de existencia intolerable por una mayoría de los observados": Maria Todorova, Imagining the Balkans, Oxford, 2009, p. 58.
3. El término es de M. Todorova, Ibid., cit., p. 188.
4. Véase Stefanie Rieder, "The eu and Its Internal Outsiders: The French Deportation of Roma in the Summer of 2010 – An Infringement of the Lisbon Treaty?", Österreichische Zeitschrift für Politikwissenschaft, vol. 41, núm. 2, 2012.
5. La lista completa está disponible en el sitio web de la sección de Migración y Asuntos Internos de la Comisión Europea.
6. De ahí la cuestión de la "ruta de los Balcanes", que fue la que principalmente tomaron refugiados y migrantes durante la "crisis" de 2015, antes de su estrangulamiento y cierre final al año siguiente, tras el acuerdo de marzo de 2016 entre la UE y Turquía. Consideremos el caso de un refugiado que entra a la UE a través de Grecia, luego se dirige a Macedonia, se desvía por Bulgaria debido al bloqueo en la frontera entre Grecia y Macedonia, continúa por Serbia, Hungría y Austria y, de allí, llega finalmente a Alemania. Ese refugiado habría cubierto casi toda la "ruta de los Balcanes", pasando por siete Estados y no menos de cinco regímenes fronterizos diferentes, dos de ellos estrictamente nacionales y tres específicamente relacionados con los subgrupos ya enumerados aquí.
7. Susan Fratzke, Not Adding Up: The Fading Promise of Europe’s Dublin System, Migration Policy Institute, 2015. En el caso de Grecia, la "dublinización" se detuvo prácticamente después de que las sentencias dictadas en 2011 del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y el Tribunal de Justicia Europeo establecieran que las condiciones de recepción y detención ponían a los solicitantes de asilo en riesgo de recibir tratos inhumanos y degradantes.
8. El plan decidido por el Consejo de Europa en julio y septiembre de 2015 estableció inicialmente el objetivo de reubicar a 160.000 solicitantes de asilo como medida de emergencia para aliviar la presión sobre Italia y Grecia; la cifra se redujo pronto a 100.000 cuando los funcionarios de la UE comprobaron que menos de los esperados cumplían los criterios de "elegibilidad". De los 66.400 solicitantes de asilo que debían trasladarse desde Grecia, el 28 de enero de 2018 se habían transferido 21.731. A finales de 2017 solo se habían transferido 11.464 de los 39.600 que debían trasladarse desde Italia. Datos de la Asylum Information Database, disponibles en asylumineurope.org.
9. Giuseppe Campesi, "Seeking Asylum in Times of Crisis: Reception, Confinement and Detention at Europe’s Southern Border", Refugee Survey Quarterly, vol. 37, núm. 1, marzo de 2018, p. 69.
10. Sobre los acuerdos entre la UE y varios países de África, véase el informe de la ong italiana arci, Steps in the Externalization of the Process of Border Controls to Africa, from the Valletta Summit to Today, disponible en www.integrationarci.it.
11. Cf. Carine Fouteau, "Le plan européen pour éloigner les demandeurs d’asile", Mediapart, 28 de julio de 2016.
12. Projet Babels, De Lesbos à Calais: Comment l’Europe fabrique des camps, Neuvy-en-Champagne 2017, p. 15. Projet Babels es un colectivo de investigación de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, París.
13. Alison Mountz, "The Enforcement Archipelago: Detention, Haunting and Asylum on Islands", Political Geography, vol. 30, núm. 3, marzo de 2011, pp. 118-128.
14. El informe de Amnistía insistía en que Italia y otros gobiernos e instituciones europeos habían decidido "cooperar y proporcionar asistencia a las autoridades libias, no solo tolerando las violaciones y abusos, sino contribuyendo proactivamente a ellas mediante las medidas destinadas a la intercepción en el mar, en particular al proporcionar fondos, capacitación, equipo y otras formas de asistencia para mejorar la capacidad de las agencias de seguridad libias para interceptar y detener a refugiados y migrantes, lo que ha llevado a la detención arbitraria y maltrato de mujeres, hombres y niños": Amnesty International, Libya’s Dark Web of Collusion: Abuses against Europe-bound Refugees and Migrants, Londres, 2017, p. 59 [cursiva añadida].
15. La Cumbre de La Valeta también destinó 2 millardos de dólares a "fondos de desarrollo" para que África mantenga guardias fronterizos y centros de detención en Sudán, Etiopía, Níger, Nigeria, Mali y Senegal.
16. Cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (acnur). Cf. Projet Babels, De Lesbos à Calais: Comment l’Europe fabrique des camps, cit., p. 8.
17. Ibid.
18. Nicholas De Genova, "The “Crisis” of the European Border Regime: Towards a Marxist Theory of Borders", International Socialism Journal, núm. 150, 2016.
19. El alambre de púas en cuestión se fabricó en Alemania en la década de 1970 para asegurar las instalaciones militares de la OTAN; sus cuchillas especiales son mortales para cualquier persona atrapada en ellas. Los tribunales alemanes han prohibido su venta a compradores privados y la compañía que lo fabrica se negó a venderlo al gobierno húngaro, que también proyectaba erigir una barrera contra los inmigrantes. Véase Georgios Tsiakalos, "The Evros Barrier and the Deaths in the Aegean", Efimerida Syntakton, 6 de noviembre de 2015.
20. Para un balance detallado, véase la entrevista con Mania Barsefski y Thanassis Kourkoulas, "Europe’s Border Guards", Jacobin, mayo de 2016.
21. Alemania restringió su frontera con Austria menos de dos semanas después del anuncio de Merkel de que el país "mostraría un rostro amigo" y permitiría a todos los refugiados entrar en Alemania. Véase "Mutter Angela: Merkels Politik entzweit Europa", Der Spiegel, 21 de septiembre de 2015. En enero de 2016, Merkel advirtió a los refugiados sirios que su protección bajo la Convención de Ginebra solo duraría tres años, después de los cuales se esperaba que regresaran a su país: Wolfgang Streeck, "Scenario for a Wonderful Tomorrow: Merkel Changes Her Mind Again", London Review of Books, 31 de marzo de 2016.
22. Véase el informe reprobatorio de Amnistía Internacional, A Blueprint for Despair: Human Rights Impact of the eu-Turkey Deal, Londres 2017; y el del grupo francés gisti de apoyo a los inmigrantes, Accord ue-Turquie la grande imposture: Rapport de mission dans les hotspots grecs de Chios et Lesbos, París, 2016.
23. Amnesty International, A Blueprint for Despair: Human Rights Impact of the eu-Turkey Deal, cit., p. 6.
24. Amnesty International, Greece: Court Decisions Pave Way for First Forcible Returns of Asylum-Seekers under eu-Turkey Deal, 22 de septiembre de 2017.
25. Orçun Ulusoy y Hemme Battjes, "Situation of Readmitted Migrants and Refugees from Greece to Turkey under the eu-Turkey Statement", Vrije Universiteit Amsterdam, Migration Law Series, núm. 15, 2017.
26. Consejo Griego para los Refugiados, Reports and testimony of systematic pushbacks in Evros, febrero de 2018.
27. Helena Smith, “'Welcome to prison': Winter hits in one of Greece’s worst refugee camps", The Guardian, 22 de diciembre de 2017.
28. Projet Babels, De Lesbos à Calais: Comment l’Europe fabrique des camps, cit., p. 46.
29. Projet Babels, La mort aux frontières de l’Europe: retrouver, identifier, commémorer, Neuvy-en-Champagne, 2017, disponible en https://bit.ly/2rKkhyi, así como el notable dosier de Carine Fouteau en el sitio web de Mediapart, "La Méditerranée, cimetière migratoire", disponible en https://bit.ly/2IsLqMq.
Data Analysis Centre Data Briefing Series, núm. 8, marzo de 2017.
31. Para una presentación completa, véase Tamara Last y Thomas Spijkerboer, Tracking Deaths in the Mediterranean, en Tara Brian y Frank Laczko (eds.), Fatal Journeys: Tracking Lives Lost during Migration, Ginebra, 2014. Véase también
fortresseurope.blogspot.co.uk.
33. T. Last y Th. Spijkerboer, Tracking Deaths in the Mediterranean, cit., p. 88.
34. Projet Babels, La mort aux frontières de l’Europe: retrouver, identifier, commémorer, cit., p. 23.
36. Federica Mogherini, "Nous avons sauvé en mer 12.600 personnes avec l’opération 'Sophia'", entrevista con Cécile Ducourtieux, Le Monde, 16 de abril de 2016.
40. Véanse Sofia Lazaretou, The Flight of Human Capital: Greek Emigration During the Crisis Years, Boletín del Banco de Grecia [en griego], vol. 43, 2016, pp. 33-57; y Lois Labrianidis y Manolis Pratsinakis, Outward Migration from Greece during the Crisis, lse Hellenic Observatory, Londres, 2014. Para las cifras de pobreza, véase Eurostat, People at Risk of Poverty or Social Exclusion, 28 de marzo de 2018.
41. Véase el detallado estudio de Noëlle Burgi "Le démantèlement méthodique et tragique des institutions grecques de santé publique", La Revue de l’ires, núms. 91-92, 2017.
43. "Labour Costs in the EU", comunicado de prensa de Eurostat, 9 de abril de 2018.
44. Imprescindible en este contexto es el trabajo de la Comisión de la Verdad sobre la Deuda Griega, dado a conocer en la primavera de 2015 por Zoé Konstantopoulou, entonces presidenta del Parlamento griego, y coordinado por el portavoz del Comité para la Abolición de la Deuda Ilegítima, Eric Toussaint. Véase CADTM, La vérité sur la dette grecque, París, 2015.
46. Thanos Kamilalis, L’ “affaire macédonienne et l’ Israël des Balkans, Tlaxcala, 9 de febrero de 2018.
47. Véase E. Toussaint, Le système dette: Histoire des dettes souveraines et de leur répudiation, cit.
49. Wolfgang Streeck, How Will Capitalism End?, Londres y Nueva York, 2016, p. 159 [ed. cast.: ¿Cómo terminará el capitalismo?, Madrid, Traficantes de Sueños, 2017, p. 193].
51. Cédric Durand y Razmig Keucheyan, "Bureaucratic Caesarism: A Gramscian Outlook on the Crisis of Europe", Historical Materialism, vol. 23, núm. 2, 2015.
52. Véase Ranajit Guha, Dominance Without Hegemony: History and Power in Colonial India, Cambridge (ma), 1998.
54. Nicos Poulantzas, L’État, le pouvoir, le socialisme, Paris, 1978 [ed. ing.: State, Power, Socialism, Londres, 1978; ed. cast.: Estado, poder y socialismo, Madrid, 1979]. Sobre los vínculos entre las agencias de Bruselas y las multinacionales, véanse los dosieres reunidos por el Corporate Europe Observatory.