Opinión
La clase obrera no va al paraíso

La explotación se aligera con el relato torticero de la explotación y de los héroes del capital, y con la asunción íntima de que capitalismo y democracia son conceptos sinonímicos.
Miradas desde el tren
Álvaro Minguito Vagón de tren en Nápoles.
24 mar 2025 06:00

Hace meses me invitaron a charlar con el escritor Cosimo Argentina en el Festival de Literatura Italiana de Barcelona. El tema era “La clase obrera no va al paraíso”, transformación del título de la película de Elio Petri La clase obrera va al paraíso (1971): un obrero, interpretado por Gian Maria Volonté, pierde un dedo en un accidente laboral. Petri traza un retrato nada complaciente con el capitalismo. Tampoco con los sindicatos ni con la clase obrera.

Reflexionamos sobre el concepto de clase obrera, la pérdida de un horizonte colectivo, deslocalización de las fábricas, “reconversiones” industriales, migración, sector servicios en el sur de Europa, proletarios que se hicieron propietarios durante el desarrollismo franquista, explotación de las kellys, hijos e hijas de clase trabajadora que fueron a la universidad y se olvidaron de sus orígenes. Otras veces, esa conciencia no se diluye: Alberto Prunetti, en Amianto (Hoja de Lata, 2020), relata la muerte prematura de su padre a consecuencia de su desempeño laboral, y construye su propia conciencia como trabajador precario de la cultura. Nos preguntamos si existe un lumpemproletariado cultural o el capital cultural desactiva la conciencia de clase. Mutaciones e intersecciones entre clase obrera y precariado, el desclasamiento que no siempre propulsa hacia arriba. La posibilidad de la conciencia se diluye porque, mientras nuestro relato es autocrítico o silenciador —en El 47 se difuminan los vínculos políticos de Manuel Vital—, las consignas neoliberales impregnan la subjetividad colectiva: en El año del descubrimiento, documental de Luis López Carrasco, un trabajador mileurista afirma que no se merece cobrar más porque el que arriesga y se desvive es su jefe. Su jefe merece cada privilegio: es más valiente, inteligente y trabajador, y, si le van bien las cosas, todo funcionará en el escalón inferior. Buenos patrones, navegación en el mismo barco, teoría del goteo económico de arriba abajo que perpetúa herencias y monopolios, y ahonda en la brecha de desigualdad. La explotación se aligera con el relato torticero de la explotación y de los héroes del capital, y con la asunción íntima de que capitalismo y democracia son conceptos sinonímicos. Fortuna (Anagrama, 2023) de Hernán Díaz cuenta esta historia.

Pero bajemos al nivel de lo pequeño, lo personal e íntimo, como espacio hacia el que enfocamos incluso cuando queremos contar historias épicas. Dónde estamos, de dónde venimos, quiénes somos. Yo soy la nieta de un mecánico melómano que llegaba a casa con las manos llenas de grasa y las uñas sucias. No me olía bien. Con los años, mi abuelo compró un taller y el negocio le salió tan mal que, para poder jubilarse, se levantaba a las seis e iba a probar coches en la SEAT. Tenía 70 años. Lloraba: “Juanita, no quiero ir a trabajar”. Mi padre es el hijo del obrero que fue a la universidad. Yo soy la hija de mi padre y de mi madre que estudió fisioterapia y se quedó en casa para cuidar de mí. Me casé con el hijo de un capitán del Ejército que participaba en el Comité Anti-OTAN. Un hijo que no cursó estudios superiores y se vistió un mono gris y condujo una furgoneta para transportar muestras de materiales de obra al laboratorio de control de calidad. Mi marido trabajaba con carretillas y aparatos nucleares. Me recogía en la puerta de la universidad privada en la que di clases durante años. Mis compañeras preguntaban: “¿Por qué te has subido en esa furgoneta?”. Yo sigo metida ahí y, desde mi biografía mestiza y mutante, ese es el hilo del que he decidido tirar para comprender el mundo: poder tomar esa decisión es mi privilegio; también, mi orgullo.

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