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No voy a levantarme los párpados ni me voy a meter hilos de oro, a lo Deneuve, para retener la carne que se empieza a descolgar de mi mandíbula. Debería tener más arrugas. El Dorian Gray que guardo en un trastero, ese Dorian putrefacto, representación del alma corrompida de un Matusalén con apariencia de hombre jovencísimo, descubre que mis 56 primaveras últimamente se han multiplicado por diez. Ando ya por los 560 años. Existen indicios de mi precipitada ancianidad: una chica en el tren, sin que yo se lo pida, me explica, usando muchos diminutivos, cómo debo echar el cerrojo del aseo; un estudiante de la Complutense me incluye en la generación de Carmen Martín Gaite; la Federación de Pensionistas y Jubilados de Comisiones Obreras me invita a formar parte de su cortejo durante el 1 de mayo… A estas distorsiones se suma el hecho de que, a no ser que vaya a un instituto o universidad, las personas que acuden a clubes de lectura, presentaciones o encuentros son casi siempre incluso mayores que yo.
El 5G hace de mí una mujer que a cada paso ha de justificar que no está en contra del progreso, pero que el capitalismo tecnológico es espeluznante
Sucede lo mismo en las manifestaciones. Esta última observación es el típico comentario cebolleta: me tengo merecido todo lo que me ocurre y mi negativa a levantarme los párpados para ser lo que parezco ser —una momia— es coherencia pura. También puede ser que vaya a manifestaciones que ya no se consideran pertinentes o que la propia manifestación, como mecanismo reivindicativo, haya sido descartado. El 5G hace de mí una mujer que a cada paso ha de justificar que no está en contra del progreso, pero que el capitalismo tecnológico es espeluznante: Elon Musk posa con Milei, el papanatismo tecnológico, el fetiche del móvil que va como un pepino.
Entiendo las prevenciones de Mary Shelley, reivindico la necesidad del discurso distópico para visibilizar la grieta y transformar la realidad, digo tatatachán y escucho “Grandola, Vila Morena” con una nostalgia malsana. El uso de las nuevas tecnologías abre una brecha entre personas de distintas edades que son críticas con el statu quo. Soy una analfabeta digital que pide ayuda a sus primas para entender cómo funcionan las aplicaciones de su móvil. La politóloga Virginia Eubanks me regala un argumento para justificar mi ignorancia: “La tecnología nos ofrece una excusa para no afrontar problemas sociales cada vez más críticos”. Me acuerdo de Yo, Daniel Blake de Ken Loach. Pronto no sabré pedir una cita médica —a distancia—. Cada día pierdo la memoria. No solo por la edad.
El lenguaje construye realidad, pero no se coloca por encima de ella. Hay pieles más sensibles a las llagas
Después de una charla, un chico me invita a reflexionar sobre mi edadismo. He hablado de la indefensión de las personas mayores frente a las plataformas de atención al paciente. Soy edadista porque doy por hecho que las viejas estamos enfermas; también doy por hecho que las viejas usamos con menos agilidad las nuevas tecnologías. Tengo prejuicios. Claro. Pero procuro entender la realidad desde otros lugares —soy una feminista consciente de su machismo endémico— y, hoy, avejentada por la prisa, veo cómo se deforman las desventajas reales de la vejez para ajustar el concepto a un molde respetuoso.
El lenguaje construye realidad, pero no se coloca por encima de ella. Hay pieles más sensibles a las llagas. No quiero que me ahormen a un concepto juvenil de la vejez, que me obliguen a ver una película en el móvil ni a bajar al gimnasio a caminar por una cinta hasta la muerte. Quiero que me cuiden; que me atiendan en urgencias; que me pongan una rebequita porque paso mucho frío. Soy una vieja edadista de 56 años que colea fuera del agua y quiere vivir.
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pues yo tengo la edad contraria a la tuya, 65, y sigo currando por decisión propia cuando podría haberme jubilado a los 60. Me la suda el edadismo, el papanatismo pseudojuvenil y zarandajas semejantes. Mi pareja me lleva 13 años (tiene 78) y considero que es más joven que yo. La vida.
Me hace gracia cuando la enfermera me pregunta: "cuántos años tenemos", o "¿cómo nos llamamos?". Me gustaría vacilarla, pero luego recuerdo que mi salud está en sus manos, y que mi sentido del humor es de otra época.