Alzheimer: el afecto es un derecho y el cuidado un imperativo ético

La enfermedad de Alzheimer no es solo un problema médico: es una experiencia humana, ética y política que afecta tanto a quienes lo padecen como a quienes cuidan. Pensar la enfermedad desde la seguridad emocional y las relaciones sociales revela “heridas invisibles” que nuestra sociedad aún no sabe cómo sanar. Es una enfermedad que desnuda nuestra fragilidad colectiva y la falta de políticas de cuidado reales, dejando a las personas afectadas y a sus cuidadoras en una inseguridad que erosiona su salud y su dignidad.
Vanessa Vilas Riotorto
19 sep 2025 16:00

Un día para la memoria colectiva

El 21 de septiembre se celebra el Día Mundial del Alzheimer. En España, las estimaciones oficiales sitúan el número de personas que viven con demencia — con la enfermedad de Alzheimer como causa más frecuente — entre 830.000 y un millón, y las proyecciones demográficas apuntan a una duplicación hacia 2050 si se mantienen las tendencias actuales (Alzheimer Europe, 2019; 2024). A nivel mundial, la cifra supera los 35 millones.

Pero detrás de estos números se esconde una realidad menos visible: el Alzheimer no es solo una enfermedad neurológica, sino también una experiencia social marcada por la seguridad —o la falta de ella— que ofrecemos a quienes la padecen y a quienes cuidan.

Sentirse seguro, sentirse humano

La Social Safety Theory (Slavich), que aquí podemos traducir como Teoría de la Seguridad Relacional, nos recuerda algo fundamental: los seres humanos hemos evolucionado para ser profundamente sensibles a la aceptación o exclusión social. Sentirse seguro en una relación —saberse querido, escuchado, acompañado— no es un lujo emocional, sino un mecanismo biológico de protección. Cuando esa seguridad falla, se activan las alarmas del estrés crónico: el cuerpo se inflama, la mente se fatiga, la vida se acorta.

¿Y qué ocurre con una persona con Alzheimer? Sentirse seguro es un proceso que comienza en el cuerpo (Merleau-Ponty), se activa en milisegundos (LeDoux) y se consolida —o se erosiona— en los vínculos sociales. La emoción se convierte en una vía privilegiada de comunicación cuando el lenguaje y la memoria fallan.

Cuando su mundo se vuelve impredecible, fragmentado y confuso, cada gesto de impaciencia, cada corrección brusca, cada mirada que la reduce a “persona enferma” activa esa percepción de amenaza social. En cambio, una voz suave, una caricia, una presencia confiable se convierten en anclas de seguridad que calman, regulan y humanizan.

Las cuidadoras: pacientes ocultas y silenciadas

El otro gran silencio del Alzheimer son las cuidadoras, en su mayoría mujeres. La sociedad las trata como “acompañantes naturales” del enfermo, invisibilizando su desgaste físico y emocional. Muchas viven atrapadas entre la culpa (“no me puedo quejar, la enferma es ella”) y la incomprensión, una forma dolorosa de soledad.

Desde la perspectiva de la Teoría de la Seguridad Relacional, la cuidadora vive bajo amenaza social crónica: aislamiento, falta de reconocimiento, precariedad laboral y emocional. Son, en muchos sentidos, pacientes ocultas de una enfermedad que no aparece en sus historiales médicos.

El deber ético de crear lugares seguros

Hablar del Alzheimer solo en términos biomédicos es insuficiente. La seguridad que necesitan pacientes y cuidadoras no se reduce a un diagnóstico ni a un tratamiento médico convencional. Se trata de garantizar espacios de seguridad emocional y relacional, donde nadie se sienta juzgado, donde la vulnerabilidad no sea motivo de vergüenza, donde el cuidado no implique soledad ni sacrificio invisible.

La tarea es doble:

> Con las personas con Alzheimer, construir entornos de ternura y paciencia, donde la comunicación no dependa solo de la memoria, sino de la mirada, el gesto, la presencia.

Con las cuidadoras, garantizar sus derechos, con acceso a recursos, redes comunitarias, descanso, cuidado y escucha.

Una política de cuidados que nos incluya a todas

Si el Alzheimer nos confronta con la fragilidad de la memoria, también debería confrontarnos con la fragilidad de nuestro modelo social. Una sociedad que invisibiliza a las cuidadoras y abandona a quienes pierden su autonomía no solo falla en la gestión sanitaria: falla en lo humano.

Garantizar la seguridad emocional y relacional es un imperativo ético. No se trata solo de vivir más años, sino de vivirlos en un entorno donde el afecto sea un derecho y el cuidado una responsabilidad compartida.

En este Día Mundial del Alzheimer, más que repetir cifras, conviene preguntarnos: ¿se sienten seguros quienes viven la enfermedad y quienes los acompañan? La respuesta no solo dirá mucho sobre quiénes somos como sociedad: dirá también qué sociedad queremos llegar a ser.

Por Vanessa Vilas-Riotorto
Psicóloga Clínica y Experta en Neuropsicología
Máster en Gestión Hospitalaria y de Servicios Sanitarios por la Universidad de Barcelona

Este es un espacio para la libre expresión de las personas socias de El Salto. El Salto no comparte necesariamente las opiniones vertidas en esta sección.

Cargando valoraciones...
Comentar
Informar de un error
Es necesario tener cuenta y acceder a ella para poder hacer envíos. Regístrate. Entra na túa conta.

Relacionadas

Cargando...
Cargando...
Comentarios

Para comentar en este artículo tienes que estar registrado. Si ya tienes una cuenta, inicia sesión. Si todavía no la tienes, puedes crear una aquí en dos minutos sin coste ni números de cuenta.

Si eres socio/a puedes comentar sin moderación previa y valorar comentarios. El resto de comentarios son moderados y aprobados por la Redacción de El Salto. Para comentar sin moderación, ¡suscríbete!

Cargando comentarios...