La moderna Casandra

Cada catástrofe, cada tragedia, ha sido previamente alertada por una voz experta que los ignorantes, valga la redundancia, ignoran (o, en ocasiones, ignoramos).
Pablo Iván Rovetta Romero
11 nov 2025 08:55

El 8 de octubre de 2023 ya sabíamos que Israel iba a arrasar Gaza. Y quizás no imaginábamos la magnitud ni la obscenidad del desastre, pero ya había voces advirtiendo la intención genocida.

Quienes hoy se rasgan las vestiduras con el extermino, hace dos años rebatían (amablemente en el mejor de los casos) nuestras advertencias. Y aún hoy nos siguen llamando escépticos a quienes desconfiamos del mal llamado ‘Plan de Paz’ quienes volverán a sorprenderse de lo evidente cuando Israel retome la ofensiva.

No es solo Gaza. ‘No nos han escuchado nunca’. Con este rótulo contundente remarcaba Cadena Ser en su web el testimonio de una bombero forestal de León en los terribles incendios de este verano. Ya se sabía que iba a pasar, igual que se sabía que en Valencia se estaba urbanizando en zonas inundables. De hecho, en su informe por el aniversario de la DANA, Amnistía Internacional indica que se sigue haciendo pese al riesgo de que se repita la tragedia.

Miremos el caso que miremos, encontramos una sordera colectiva que da vía libre al desastre. Y no hablo aquí de quien tiene interés explícito en el negacionismo, sino de la persona de pie a la que no logramos convencer.

Empecé a leer sobre el colapso civilizatorio a las 21 años: el pico del petróleo, el cambio climático, la quiebra de la globalización y el auge de neofascismos en pugna por recursos cada vez más escasos. Espantado, me dediqué a buscar argumentos o pruebas que desmontaran una predicción que nos privaba de toda posibilidad de una vida a largo plazo. No los encontré.

Como buen veinteañero que acaba de descubrir algo importante, hice todo el proselitismo que pude. Presté libros, difundí documentales, organicé charlas y eventos con el 15m de mi pueblo y di insoportables sermones a quien se cruzara en mi camino, que me miraría con ojos de hastío y compasión.

Quince años después, el colapso civilizatorio no es ya una teoría marginal en colectivos ecologistas o grupos antidesarrollistas. La sexta extinción de especies sale en libros de texto de secundaria y cada día en las noticias hay un nuevo fin del mundo. Muchas de las predicciones de tendencia se han cumplido y las nuevas que vienen no pintan bien. Y aún así todo aviso sigue cayendo en saco roto.

Veo a la juventud de Fridays, XR o Futuro Vegetal e imagino la ansiedad, el grito sordo. Si fue traumático llegar a la veintena con un colapso al que le quedaban aún dos décadas, no quiero imaginar llegar con un colapso que ya está en marcha.

Y aunque siempre hay una pequeña recompensa del ego en tener razón, creo que estamos en un momento en que muchas rezamos por estar equivocadas.

Ojalá no viviéramos una sexta extinción. Ojalá fuera imposible el fascismo en pleno siglo XXI. Ojalá los imperios no se estuvieran preparando para la guerra total. Ojalá no hayamos visto un genocidio en streaming y todo sea un montaje de Hamás. Ojalá con el paso de los años puedan llamarnos alarmistas y, en una vejez cotidiana y aburrida, recuerde cuando alertaba del ‘fascismo del fin de los tiempos’ y me ría. ‘Cosas de la juventud’.

Ojalá.

Pero el problema es que, a diferencia de la mítica troyana, aquí ninguna somos videntes ni tenemos dones divinos. Solo escuchamos, vemos lo que ya ha sucedido en situaciones similares y sumamos dos y dos. Si Israel ha roto sistemáticamente todos los alto al fuego y ha saboteado toda negociación con impunidad, no hay ningún misterio de la providencia en advertir que volverá a hacerlo. Si en el pasado hubo incendios y recortes en prevención, habrá incendios más fuertes. Si construyes en zonas inundables, quizás las viviendas se inunden. Si gobierna la ultraderecha hará políticas de ultraderecha. No es descabellado, y por eso precisamente frustra tanto.

La moderna Casandra es solo una persona normal señalando lo evidente. Cansada de la sordera, muchas veces busca formas amables de arrancarse los ojos. Desvinculándose de la actualidad, del activismo. Pensando en otra cosa. Centrándose en lo más inmediato de un día a día con fecha de caducidad.

Creo que lo que he aprendido en la vida es porque he sido tonto de todas las formas posibles. A principios de 2020, una persona muy cercana recién llegada de Pekín me dijo que el COVID era grave y que sería un problema en España. No lo creí. Antepuse mi prejuicio (‘los medios son siempre alarmistas’) y la inconsciente esperanza de que ciertas cosas no me van a suceder a mí por encima de un argumento informado. Supongo que la gente que no escucha se sentirá como yo entonces: seguro de mí mismo, confiado, ignorante de mi propia ignorancia.

Solo me pregunto cuánta gente tiene que morir en Gaza, cuántos bosques arder, cuántos corales desaparecer. Cuántas personas tienen que ser deportadas a cárceles en El Salvador. Cuántos ultras tienen que llegar a gobiernos hasta que haya un darse cuenta colectivo de que prendimos fuego a lo único que teníamos. De que el fascismo y el genocidio no son cosas del pasado, sino de un presente que solo es el comienzo de un tiempo muy oscuro.

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