Opinión socias
Aquellos monstruos del pasado
Han pasado 50 años desde que murió el innombrable en la cama, dejando todo atado y bien atado. Amante del cine como era, seguro que en su sala particular de proyecciones debió de ver con frecuencia El Gatopardo. Desde luego Luchino Visconti, Burt Lancaster, o Alain Delon, no serían santos de su devoción, aunque, probablemente, hiciera una excepción en el caso de Claudia Cardinale.
Aquello de cambiar todo para que nada cambie, enunciado por Lampedusa, el autor de la impresionante novela que sirve de base para la increíble película, seguro que hubiera sido firmado sin pestañear por el sanguinario dictador. Literalmente, Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie. La pura esencia del gatopardismo lampedusiano.
Acaba de contarnos el conocido como El Emérito, que en su lecho de muerte el general golpista le dijo, Alteza, la única cosa que le pido es que mantenga la unidad de España. Añade el empadronado en Abu Dabi, que viéndolas venir, ya el viejo dictador le había anunciado anteriormente, Usted tendrá que hacerlo, yo no puedo hacerlo. Y a la vista está, que lo hizo.
El tirano era un experto en cambiar su destino de triste militar peninsular, de despacho y lento ascenso, para adentrarse en las montañas del Rif, sembrándolas de cadáveres, consiguiendo así rápidos ascensos por méritos de guerra, como buen militar africanista, hasta alcanzar rápidamente el generalato.
Experto en ambigüedades, interiorizado en sí mismo, como buen ferrolano, supo pasar de la dictadura a la dictablanda y de ahí a la República, a la que sirvió aplastando a los mineros asturianos en 1934, para apuntarse, en el último momento, al carro del Alzamiento. Para él, aquello de Marruecos y Asturias fue su máster militar en genocidio planificado de rojos, masones y desafectos.
Se hizo coronar como Caudillo, a base de astucia, fusilamientos constantes y una prolongada guerra que le permitió ir llenando fosas comunes, pueblo a pueblo y tapia de cementerio a tapia de cementerio. Tiempo suficiente para dejar que sus conmilitones se cocieran en su salsa, acabaran desesperados y aceptando, a regañadientes, el liderazgo de aquel al que despectivamente llamaban Paquita la Culona.
Todo un maestro en dejar que algún futuro y más que posible competidor, como aquel José Antonio, hijo del dictador Primo de Rivera, se pudriera y fuera fusilado en la cárcel republicana de Valencia. Con antecedentes así sólo cabía esperar que lo dejara todo atado y bien atado.
No nos dimos cuenta de lo que se nos venía encima, atentos como estábamos a aquello de la flebitis que terminó en tromboflebitis, acompañada de embolias pulmonares, las hemorragias intestinales, las hospitalizaciones, una lenta agonía, los quirófanos improvisados en El Pardo y los partes médicos como de guerra, con fotos del yerno incluidas, marcaron obsesivamente aquellos últimos meses del 75.
No tomar en cuenta todo aquello, nos hizo creer el espejismo de que la dictadura moría en la cama con el dictador y que el sucesor venía con la democracia bajo el brazo. Pasados los años, a la vista de los eventos programados para conmemorar la muerte de Franco y la coronación de su sucesor, ya nada debería parecernos tal cual lo cuentan.
Parece más cierto y verídico que, tras jurar lealtad a los principios del Movimiento Nacional y a las Leyes Fundamentales del Reino, el nuevo Jefe del Estado se aplicó, exclusivamente, a la tarea de salvar la corona que tantos años había tardado en volver a los Borbones, sin olvidar los negocios colaterales, aunque para ello hubiera que cambiarlo todo. Un proyecto personal y familiar en toda regla.
Dicho y hecho. Al lío. A la Transición. A negociar la Constitución democrática, la legalización de los partidos políticos, el último el PCE, los últimos los sindicatos. Las primeras elecciones generales y municipales. Creímos que todo estaba cambiando, pero no nos dimos cuenta de que los policías, incluidos los amnistiados, seguían siendo los mismos y que los jueces, incluidos los del Tribunal de Orden Público (TOP) aseguraron su continuidad, su impunidad y sus privilegios, como casta endogámica, clasista, elitista.
Los empresarios que crecieron al calor de la dictadura seguían al frente de sus empresas. Los catedráticos tardofranquistas siguieron como catedráticos. Y lo peor de todo, la formación de los jóvenes que se incorporaban a esas profesiones quedaba en manos de los mismos de siempre.
En todo caso, basta comprobar cómo los presidentes González, o Aznar, tras dejar sus altas responsabilidades de Estado, se encaramaron a consejos de administración de las grandes corporaciones, al igual que hijos, yernos y demás clanes familiares sobrevenidos, para entender que buena parte de la democratización se ventiló en la posibilidad de admitir advenedizos en el palco.
La Casa Real era el modelo. Urdangarín llegó a decir en su defensa, Yo hice lo que veía. Algo que no se le escapaba al juez Castro que declaró, pasados ya los tormentosos días del juicio, que La Infanta y Juan Carlos son los artífices; el pobre Iñaqui es un “pringao”.
No quiero despreciar, ni desmerecer, muy al contrario, las movilizaciones de los trabajadores, comenzando por la galerna de huelgas tras la muerte de Franco, ni las luchas vecinales para dignificar las viviendas, la sanidad, la educación, la vida en los barrios. Si algún avance trajo la democracia fueron aquellas luchas que llevan a Nicolás Sartorius a afirmar que Franco murió en la cama, pero el franquismo murió en la calle.
El futuro, en aquellos momentos, podría haber sido mucho peor, es cierto, pero no todo fue un camino de rosas, ni tan modélico como nos quieren hacer creer. Cometimos errores y hemos cometido otros muchos desde aquellos días, en esta larga marcha de la izquierda que hoy parece llevarnos hacia el desierto y la nada.
Es tiempo de reflexionar si tanta corrupción transversal y estructural como tenemos no forma parte de los silencios obligados, el olvido consciente y la desmemoria constitucional que toleramos. Nadie pidió perdón. Nadie se siente perdonado. La reconciliación no fue abonada ni cultivada. Por eso los crueles fantasmas del pasado se permiten hoy retornar como héroes, cuando no como monstruos.
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