Opinión
¿Era necesario echarle tomate a los girasoles de Van Gogh?

La primera impresión ante el discurso y la acción de las muchachas es la de estupefacción. La pregunta que nos viene a la cabeza es ¿por qué?
Para empezar, la reivindicación se hace manchando una obra de Vincent Van Gogh que fue pintada en 1888. Junto otras versiones de los jarrones con girasoles que pintó Van Gogh, forma parte de un conjunto que estaba destinado a la decoración de la casa donde iban a residir varios pintores. Van Gogh eligió los girasoles por su carácter banal, cotidiano pero alegre.
¿Pero por qué esta obra y no otra?
Podría decirse que ataca de pleno una obra emblemática, apreciada más por sus propiedades estéticas, utilizadas en el marketing, que por ser una obra estrictamente con intereses políticos, y que, al hacerlo, nos descubre datos como que hasta hace poco, y gracias a otra protesta, la National Gallery había dejado de recibir dinero de la petrolera BPN. Por ello, la acción dentro del museo parece aún más absurda.
En este punto hay que comentar que las activistas pertenecen a un grupo de lucha contra el cambio climático llamado Just Stop Oil que, sorprendentemente, utiliza criptomonedas como forma de financiación y que está cofundado por Aileen Getty, nieta del magnate del petróleo Jean Paul Getty.
Tras esto, las incoherencias de la performance quedan aún más al descubierto.
La acción de manchar el lienzo queda cortada por la mitad ya que el cristal que protege la obra, la salva; la salsa de tomate queda como un aspecto casi inocuo que resbala y daña el marco y quizá mínimamente el interior del cuadro.
Cuando las chicas eligen pegarse con superglue no lo hacen, como hemos visto hacer en otros casos a algunos activistas climáticos que preferían pegarse al marco del cuadro, sino que pegan las palmas de las manos a la pared, dando a la acción una sensación de improvisación que la deja a medias. Como si fuera interrumpida en el último momento y no se atreviera a concluirse. Como un simulacro.
Lo que sorprende de su performance es precisamente esa incapacidad para llevar a cabo una acción coherente. Es esa falta de coherencia, en uno de los momentos en los que más la necesitamos, lo que molesta, lo que violenta. Sin embargo, el espectáculo queda registrado: hay prensa, mientras que en otras acciones del grupo no son registradas salvo por grabaciones de los compañeros.
La violencia de las reacciones al ataque responde a la importancia del arte como símbolo, pero también como pilar espiritual en el imaginario europeo
Esa búsqueda de la viralidad (que curiosamente elude acciones ecologistas como la autoinmolación del activista Wynn Bruce frente al Tribunal Supremo de Estados Unidos) consigue su objetivo: miles de respuestas furibundas o animosas a la acción. La violencia de las reacciones al ataque responde a la importancia del arte como símbolo, pero también como pilar espiritual en el imaginario europeo.
De esta manera, las opiniones sobre la polémica van desde la sacralización del arte, de si las jóvenes merecen la cárcel por vandalismo o si son simplemente unas heroínas y los museos son algo secundario que debe caer si es necesario en esa extraña dicotomía del arte vs lucha contra el cambio climático que se ha creado. Es decir, desvían la atención de lo que debería ser la reivindicación principal de la acción como son los usos del petróleo y la industria petrolífera hoy en día hacia un debate sobre el ataque al patrimonio museístico.
El arte activista no se intenta reapropiar de un símbolo como podría sugerirse que hacen las activistas de Just Stop Oil con ‘Los girasoles’ de Van Gogh, sino que propone estrategias coherentes, fallas del sistema y lugares de fuga
En este debate, de una absurdidad inusitada, tampoco hay espacio para hablar del arte activista que señala las fallas del sistema y que lucha contra el cambio climático. No se plantea, y ni siquiera es nombrado. Y, sin embargo, es este arte el que intenta articular el duelo y la lucha contra el cambio climático, evidenciando las complejas relaciones entre el sistema capitalista, el colonialismo y la degradación climática, haciendo que cambiemos nuestra percepción de los objetos y de las acciones. No se intenta reapropiar de un símbolo como podría sugerirse que hacen las activistas de Just Stop Oil con Los girasoles de Van Gogh, sino que propone estrategias coherentes, fallas del sistema y lugares de fuga.
Como ocurre con la obra de la artista nigeriana Zina Saro-Wiwa, que en su película Karikpo Pipeline (2015) denuncia el impacto en el medio ambiente y la cultura Ogoni al que son sometidos tras el descubrimiento por parte de la petrolera Royal Dutch Sell en 1965 de un yacimiento petrolífero, volviendo su mirada sobre la tribu Ogoni, su capacidad de resistencia y el vínculo irrompible con el territorio en el que habita.
O el pequeño documental que realiza Ursula Biemann sobre las relaciones silentes entre el negocio del fracking en Canadá con el aumento del nivel del mar en Bangladesh, demostrando así la interconexión planetaria, como la devastación experimentada en ciertas localidades es inseparable de los excesos extractivistas que tienen lugar en la otra punta del mundo.
Un esfuerzo imaginativo se da también en Deep Float (2017) de la artista Monira Al-Qadiri, que recuerda los primeros usos terapéuticos que tenía el petróleo en la Edad Media y que imagina además un futuro de una economía postcarbono en el que estos usos terapéuticos superen a su interés y poder energético.
Estas formas artísticas son, sin duda, relevantes porque dan cabida a un discurso coherente, pensado y meditado que no se parece en nada a la improvisación y al absurdo.
En un momento en que vivimos en una deriva continua de sobresaltos informativos, pensar con largo recorrido es un lujo, poder hablar de estas piezas, como del sacrificio de Wynn Bruce, es lo necesario.
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