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Opinión
Amaru
Llegamos a Amaru a mediodía. Subimos a sus casi 4.000 metros de altura porque nuestro hijo se llama Amaru y somos unos fetichistas.
Llegamos a Amaru a mediodía. Subimos a sus casi 4.000 metros de altura porque nuestro hijo se llama Amaru y somos unos fetichistas. Al pueblo nos llevó Wilbert, el taxista que, trocha arriba y sin asfalto, nos contó la historia de la combi conducida por un chófer manco y borracho con 35 personas a bordo que se cayó al vacío. Murieron casi todos, incluyendo el padre de Wilbert. Volvían de una boda. Así se viaja por aquí. Amaru es una comunidad agrícola y textilera, a media hora de Pisac, en Cusco, Perú. Todo funciona allí de acuerdo a los sistemas precolombinos de organización comunal. Los niños peruanos aprendemos en el cole que hay tradiciones en los Andes que no se lograron arrancar y perviven entre los campesinos. En Amaru están prohibidos los perros porque una vez vino una ONG a reconstruir el colegio del pueblo y el jefe de los cooperantes se sentó sobre unos enormes mojones y desde entonces se vetaron. Wilbert también nos cuenta que están prohibidos los hombres que pegan a sus mujeres. Si reinciden, se les expulsa vivos o muertos, como a los perros.
Le hago fotos a Amaru junto al cartel que pone “Bienvenidos a Amaru” y las subo a Instagram. Una cámara cuelga de mi cuello. Es bastante indecoroso ser turista en tu propio país en tiempos de marca Perú. Todo el rato tengo que decir: soy peruana, ojo. En Amaru viven unas 300 personas. El lugar más acogedor del pueblo es un refugio ecológico construido no para los pobladores, sino para el “turismo vivencial”. Un puñado de pobladores de Amaru hace demostraciones del uso de sus telares para un grupo de visitantes italianos. Les ponen ponchos a los hombres y coloridos vestidos a las mujeres para que se tomen la foto de rigor. También les venden de todo. Siento alivio de no ser esa clase de turista, pero ni eso me libra de estar viéndolo. Deberían prohibirlos como a los perros.
Nosotros no hemos entrado hasta ahora a ninguno de los centros arqueológicos, ni siquiera a Machu Picchu. Nos hemos quedado en las inmediaciones del turismo, cabreados por los altos costos de las visitas y el transporte. Pueblos enteros convertidos en parques temáticos con entrada a la venta. Hay que tomar trenes distintos donde se practica el apartheid. El tren a Machu Picchu cuesta 70 dólares para guiris y tres euros para un local. A mí me parece bien, teniendo en cuenta la cantidad de multinacionales mineras, eléctricas, alimenticias, etc, que se llevan dinero del país a espuertas. Lo que pasa es que tenemos un tema personal con esto: nuestro problema para hacer turismo nacional es que viajamos con una española. Y a su lado todo es más bonito pero también todo es más caro. Me paso el viaje escondiéndole los pelos rubios debajo del gorro. Le ha costado horas decidirse por un gorro que no la haga verse más guiri.
Al bajar la cuesta de Amaru, leo en el Facebook un post de Daniela Ortiz, la artista peruana radicada en Barcelona y quizá nuestra activista antirracista y anticolonial más celebrada y vilipendiada en redes: “Gente blanca con pasaporte europeo, por favor dejen de colgar fotos de sus vacaciones en el sur global, en nuestros países de origen, jode, violenta”. Desde ese momento no volvemos a hacernos una sola foto con llamas o niños. Aunque se nos perdona la vida a los aborígenes con pasaporte europeo, es difícil hallar la manera de encontrarse con el otro sin dar asco.
El amaru, deidad del agua asociada a los ríos serpenteantes, es una criatura mitológica andina. Se representa como una serpiente alada, cabeza de llama y cola de pez, que simboliza el puente entre el cielo, la tierra y el agua, un viajero entre mundos. Ojalá fuéramos todos un poco amarus. En el taxi de Wilbert, el bebé Amaru, ser terrenal mitad peruano, mitad español, se atiborra de mandarinas.