We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Opinión
Aprender de las fantasías de la conspiración
«Voy a demostrar que la dana de València es toda artificial, no es natural. ¿Veis estas rayas? Pues ahora lo vamos a analizar». Con este gancho empieza un vídeo que han visto y compartido cientos de miles de personas en distintas redes sociales en las últimas semanas. A continuación empieza la «demostración»: imágenes de un radar meteorológico y la voz en off que interpreta lo que se ve, esto es, unas extrañas señales en forma de cono alargado, con base en algún punto del Mediterráneo situado entre el Cabo de Palos y Argel. «Todo esto es radiación», explica la voz con un tono cada vez más exaltado. «Forma parte del proyecto Haarp», añade, antes de pasar a otras imágenes que muestran conos similares, en este caso con base en la zona de Albacete, también afectada por la misma dana. «Más radiación. […] Esto no es natural, es todo artificial».
No, no es el inicio de Geostorm, película de 2017 en la que el gobierno estadounidense literalmente controla el clima. Se trata de una de las fantasías de la conspiración —término alternativo a «teorías», propuesto por el escritor boloñés Wu Ming 1— que más se están difundiendo en las últimas semanas. A estas se le suman los bulos más explícitamente políticos (las presas, el parking de la muerte, etc.), paridos directamente por los ambientes mediáticos de las derechas para descargar de toda responsabilidad al gobierno de Mazón y sacar rédito político en general. En ambos casos se trata de narraciones que desvían la atención de lo realmente importante, que enfangan la capacidad colectiva para entender causas y consecuencias. Pero mientras que la difusión de los bulos suele prepararse en despachos —o en sobremesas de alto nivel—, las fantasías de la conspiración son a menudo expresión de pulsiones sociales más profundas.
El cortocircuito del fact-checking
Volvamos a los extraños conos de «radiación». Como bien sabe cualquier persona que trabaje con imágenes no fotográficas (como radiografías, microscopías, ecografías, etc.), las máquinas que las producen son imperfectas. Los radares meteorológicos, aun estando diseñados para monitorizar las gotas de agua en suspensión, pueden ver alterada su actividad cuando las ondas que emiten chocan contra elementos como ciertas elevaciones del terreno, oleajes, polvo en suspensión, actividad solar o incluso las antenas wifi, produciendo ese tipo de «ruido». Basta observar el área incriminada, incluso ahora mismo, mientras lees estás líneas: los conos están siempre ahí, aun en ausencia de precipitaciones, como cualquiera puede comprobar.
Desde el mundo de la divulgación y el fact checking se ha explicado además que la tecnología en la que se basa el Haarp, un programa de investigación militar estadounidense para mejorar las telecomunicaciones a través de la ionosfera, dista mucho de tener la capacidad para provocar alteraciones atmosféricas.
Pero no importa. Difícilmente los desmentidos científicos convencen a quienes ya han incorporado una fantasía de la conspiración. Nuestro capacidad de entendimiento tiende a la economía, y evidentemente resulta más fácil tomar atajos para llegar lo antes posible a una conclusión, abandonándonos a la inercia de nuestros sesgos cognitivos. Uno de estos es el prejuicio de intencionalidad, según el cual tendemos a pensar que cualquier evento es resultado directo de una acción premeditada —el programa Haarp o «los radares», en este caso—. Otro es el efecto primacía, por el cual tendemos a concentrarnos y dar mayor credibilidad a la primera explicación que recibimos. Dicho de otra manera, la complejidad del mundo presente es tal que nos resulta mucho más fácil creer en un gran plan secreto y sin fisuras que intentar entender los mecanismos del cambio climático de origen antrópico, el cual aumenta la probabilidad de eventos climáticos extremos, como la dana que arrasó el levante ibérico.
El tono académico, la frecuente arrogancia intelectual e incluso el desprecio que suelen acompañar al fact-checking mainstream refuerzan el atrincheramiento de quienes sí creen en las fantasías de la conspiración
Tras alarmarnos con los terribles conos, el vídeo llega a la gran revelación. En el mapa observamos un punto marcado. Se localiza en la Sierra de Aitana, al norte de la provincia de Alicante. «Si nos acercamos aquí… […] Lo ponen siempre en parques naturales, en la montaña y tal, para que la gente no lo vea». El narrador sigue hablando mientras el vídeo hace zoom en el punto marcado, donde acaba apareciendo una gran esfera blanca, situada en lo que parece una pequeña meseta sin casi vegetación. «Este es el que la está preparando, los militares de la base de Aitana, estos son».
Este, la esfera, es un RAT-31 SL/T, perteneciente al Escuadrón de Vigilancia Aérea (EVA), un sistema de catorce radares diseminados por todo el territorio estatal y encargados de la detección y el seguimiento de aeronaves en vuelo. Como todos los radares, lanza ondas de radiofrecuencia a su alrededor, las cuales acaban rebotando cuando encuentran algún obstáculo, como por ejemplo un avión. Midiendo las ondas devueltas, el radar es capaz de detectar la presencia de grandes objetos en la atmósfera, así como de medir su velocidad y otros parámetros. En ningún caso la energía de estas ondas —demasiado baja, como es propio de la radiofrecuencia— sería capaz de modificar la materia, aún menos de provocar un evento atmosférico como la dana, cuya magnitud resulta inimaginable para los parámetros humanos.
Extrema derecha
Andrew Marantz “Los datos no ganan al relato en casi ninguna batalla”
A través de explicaciones de este tipo, el mundo del fact checking y la divulgación desmontan las distintas fantasías de la conspiración que han ido apareciendo en los últimos años. No obstante, estas han seguido difundiéndose y multiplicándose, a pesar del gran desarrollo del mundo del debunking; a pesar de los muchos zascas que ha recibido el bando de la conspiranoia. Alguien podría replicar: «Claro, porque agentes de la desinformación como Iker Jiménez las siguen alimentando». Por supuesto que este tipo de personajes sacan beneficio personal de este tipo de comunicación, pero esa no es la cuestión, lo que aquí nos interesa analizar es por qué algunas fantasías de la conspiración funcionan, por qué enganchan a una parte creciente de la población.
A pesar de todo, el fact-checking sí parece ser muy útil a nivel económico, tal y como demuestra la aparición de auténticas empresas de comunicación e influencers especializados (con programas televisivos en prime time inclusive). ¿Y quién es su público? ¿Cuál es el auténtico target de este tipo de comunicación? Si no lo son aquellas personas que creen en las fantasías de la conspiración, ¿quiénes son? La respuesta solo puede ser una: el otro bando, aquellas personas que creen lo contrario, o que están predispuestas para confiar más o menos acríticamente en «los expertos» (estrictamente en masculino).
Se produce así una situación paradójica: toda una industria declaradamente dedicada a combatir las fantasías de la conspiración se sostiene gracias a un público ya convencido de su falsedad. Al mismo tiempo, el tono académico, la frecuente arrogancia intelectual e incluso el desprecio que suelen acompañar al fact-checking mainstream refuerzan el atrincheramiento de quienes sí creen en ellas. Así, esa verificación realizada desde arriba acaba provocando una polarización de las posiciones, contribuyendo a reducir la pluralidad e impidiendo el pensamiento crítico.
Este cortocircuito del fact-checking deriva de lo que Wu Ming 1 denomina «ratiosupremacismo», esto es, «una excesiva confianza en la lógica en sentido estricto, en la consistencia de las afirmaciones, en la exactitud factual de los contenidos y, por otro lado, una ingenuidad respecto a la naturaleza sugestiva, seductiva y mitopoyética del lenguaje. Naturaleza que tiene, a su vez, su propia lógica, enraizada en el modo en que funciona el cerebro humano, mientras que el ratiosupremacismo ve únicamente una antítesis entre lógico e ilógico, un enfrentamiento entre razonamiento correcto y falacia, una guerra entre Ciencia e ignorancia». En pocas palabras: todo lo contrario al diálogo y la elaboración en común.
Qué manifiestan las fantasías de la conspiración
El auténtico problema del ratiosupremacismo en general, y del fact-checking en particular, es que nos impide analizar, sin dogmas de por medio, las fantasías de la conspiración, investigar si se trata de expresiones distorsionadas de algún tipo de malestar o crítica social.
Tomemos como ejemplo la fantasía de la conspiración de los chemtrails o estelas químicas —el «nos fumigan»—, cuyos adeptos se pasan la vida mirando al cielo y descubriendo, con auténtica preocupación, la cantidad de aviones que pasan sobre nuestras cabezas diseminando nubes a su paso. Más allá del estilo paranoico, el sentimiento parece razonable. Nadie con una mínima sensibilidad por el mundo que le rodea se siente tranquilo cuando es sobrevolado continuamente por aviones. Que se lo pregunten a quienes viven cerca de un aeropuerto. La ruptura llega después, cuando ese instinto lleva a la mente a imaginar una conspiración planetaria, cuyo objetivo cambia en función de la versión: usarnos como cobayas en maquiavélicos experimentos, provocar enfermedades o incluso controlar nuestras mentes.
Las fantasías de la conspiración que más se han difundido tras la dana de València —como la que hemos comentado aquí— tienen que ver con una derivada más moderna de los chemtrails: la guerra climática, en este caso por parte de Marruecos (que pretendería destruir la competencia representada por la huerta valenciana) o Israel, como supuesta venganza por la reciente anulación de un contrato de compra de municiones.
La realidad es que, efectivamente, nos fumigan. Pero de una forma distinta. Las emisiones de los aviones son una importante fuente de partículas ultrafinas (PM2,5), ozono y otras sustancias, las cuales provocan alrededor de 3.700 muertes prematuras al año solo en Europa. Las mismas fuentes indican que las emisiones y el ruido de los aviones son también responsables de problemas para quienes sobrevivimos: enfermedades cardiovasculares, discapacidad auditiva, alteraciones del sueño o deterioro del rendimiento cognitivo. Además, según informa la agencia NOAA, dependiente del gobierno estadounidense, la aviación es responsable del 3,5% del cambio climático global.
La experiencia demuestra que ni la educación, ni la inteligencia, ni la salud mental, ni mucho menos la pertenencia a las izquierdas, nos hacen inmunes a caer en la madriguera del conejo
Con los primeros confinamientos en 2020, el transporte aéreo sufrió una histórica caída de más del 75%, pero en los dos últimos años se ha recuperado hasta superar, a nivel europeo y global, las cifras de 2019, tal y como explica con satisfacción la patronal de la industria aeronáutica en un recentísimo informe. Más aún, las grandes empresas del sector han previsto un incremento de más de 650 millones de pasajeros solo en Europa para 2043, con cifras globales que superan los 4.000 millones de pasajeros. El gobierno español parece estar en esa línea, habiendo previsto la ampliación de 13 aeropuertos. Los depredadores de la burbuja turística ibérica probablemente lo agradezcan.
Así, la fantasía de los chemtrails puede interpretarse como una forma distorsionada de eso que se ha dado en llamar ecoansiedad, tal y como sugería Wu Ming 1 en un reportaje publicado por la revista Internazionale hace unos meses. En este, reflexionando sobre cuestiones climáticas, concluía que «las peores narraciones son aquellas que hacen greenwashing y que despolitizan los temas climáticos y ecológicos. Estas las promueve un capitalismo que aprovecha la oportunidad de la crisis climática […] para seguir obteniendo beneficios, generando así nuevos costes externos, aún poco visibles, como el impacto ambiental de la extracción de litio para los coches eléctricos, y peligros futuros, como los efectos colaterales de las pseudosoluciones de geoingeniería».
En este contexto, quienes dedican sus esfuerzos a desmontar sin más la fantasía de los chemtrails o, peor aún, a exponer a quienes creen en ella como a animales de zoológico, contribuyen a invisibilizar ese malestar provocado por un problema más que real. Contribuyendo a que se tache de conspiranoico o magufo a cualquiera que mire con preocupación hacia las estelas de los aviones —cada vez más numerosas—, ayudan a apuntalar el sistema.
Establecer puentes para luchar mejor
Resulta innegable: el presente da vértigo. Incluso sin una conciencia clara de los cambios que está sufriendo la sociedad y el mundo globalizado en que vivimos, podemos decir que el desasosiego por el futuro es un sentimiento bastante generalizado. Un caldo de cultivo perfecto para el nacimiento y desarrollo de fantasías de la conspiración. Como explicaba el escritor Noel Ceballos en una entrevista para El Salto en 2021, «el presente es demasiado complejo y abrumador como para ofrecer explicaciones convincentes mientras aún lo estamos viviendo, luego sus teorías de la conspiración nos seducirán y afectarán más de lo que estamos dispuestos a admitir». Y añadimos desde aquí: a todas las personas.La experiencia demuestra que ni la educación, ni la inteligencia, ni la salud mental, ni mucho menos la pertenencia a las izquierdas, nos hacen inmunes a caer en la madriguera del conejo. «Estamos en una época de cambio de paradigma, pasando de un mundo antiguo a un mundo nuevo e, históricamente, se ha demostrado que es en esas épocas en las que la conspiranoia florece con facilidad. Si las vemos desde la ventaja del presente, mirando a épocas como la del paso del siglo XIX al siglo XX, podemos discernir qué era lo real y qué lo conspiranoico. Pero metidos dentro de la vorágine es muy difícil», explicaba Ceballos.
No resulta fácil, pero vale la pena. Las luchas sociales del presente y del futuro próximo se antojan muy lejanas de los parámetros tradicionales de las izquierdas, con zonas grises en las que hay que aprender a moverse y militar. Un ejemplo práctico lo ofrece el laboratorio italiano. En 2021, el gobierno de Mario Draghi impuso el pasaporte covid como «salvoconducto para la vida», acogiendo así la propuesta de la patronal industrial con la que se descargó toda la responsabilidad pandémica sobre los hombros de las trabajadoras y los trabajadores (igual que había ocurrido en la primera fase, cuando Confindustria consiguió declarar «esencial» gran parte de su producción, con trágicas consecuencias).
Las masivas protestas que se desencadenaron contra el green pass estuvieron atravesadas por multitud de fantasías de la conspiración, pero también por una crítica desde abajo a la servidumbre del gobierno respecto de los intereses empresariales. En aquel contexto, la mayor parte de las izquierdas, institucionales y no, decidió no hacer nada, limitándose a despreciar aquellas multitudinarias manifestaciones —espontáneas, al menos en un primer momento— y reduciendo a sus participantes a la etiqueta de «antivacunas». Fueron pocos los grupos y colectivos que decidieron mancharse las manos e intentar sacar lo mejor de aquello.
Decía Ceballos que las herramientas a desarrollar son «la empatía y la duda razonable —tanto hacia nosotros como hacia la persona con la que estamos hablando—, en lugar de imponer nuestros dogmas, conspiranoicos o no conspiranoicos. […] Cada vez más gente va a tener esta especie de virus mental. No hay que verlos como enemigos, sino establecer puentes. Creo que al final la conspiranoia es un dogma: rechazar la versión oficial por sistema. Y no hay nada mejor para combatir el dogma que generar preguntas. Esa va a ser la clave: tener pensamiento crítico y aprender a navegar unos tiempos que se prevén complicados».
No serán heroicas individualidades quienes consigan generar esa nueva y necesaria contracultura. Como dice Wu Ming 1 en su libro La Q de Qomplot (inédito en castellano), «el problema del conspiracionismo no [puede] resolverse con la intervención táctica de un pequeño grupo de experimentadores […], sino con estrategias puestas a punto y llevadas a cabo por el mayor número de personas posible. Por movimientos de masas. [Será] posible ir más allá del fact-checking solo si nos ponemos a ello lo más colectivamente posible».