Opinión
Respetar al rey

El respeto entendido como veneración sigue vigente en la actualidad, aunque hayan desaparecido las teorías que legitimaban el papel de los reyes en el derecho divino, origen, como veremos luego, de los actuales privilegios reales.

Reyes de España  - 4
Felipe VI. Juan Carlos Rojas
8 nov 2020 06:45

En los últimos tiempos han proliferado las acusaciones a varios políticos, incluyendo al presidente de Gobierno, de faltar el respeto al Rey, hasta el punto de que se ha pedido la dimisión del vicepresidente por sus críticas al monarca. Resulta curioso que esas supuestas faltas de respeto consistan en el cuestionamiento que algunos políticos han dirigido a determinadas actitudes políticas del Rey en el ejercicio de su cargo. Y más curioso aún que quienes consideran una ofensa las críticas al Rey no tengan inconveniente en emitir críticas mucho más duras, que llegan al insulto personal, a otros miembros del gobierno, incluyendo al presidente.

Es evidente que la persona del Rey merece respeto. Exactamente el mismo respeto que merece cualquier ciudadano. En este sentido resultan interesantes las dos primeras acepciones de la palabra respeto que incluye el Diccionario de la Real Academia. La primera define el término como “veneración, acatamiento que se hace a alguien.” Un sentido de la palabra que remite a su origen teológico, teniendo en cuenta que el mismo diccionario incluye en su definición del verbo “venerar” “dar culto a Dios, a los santos o a las cosas sagradas.” Sin contar con el origen etimológico de la palabra: “dar culto a Venus”… La segunda acepción es más modesta y aplicable a cualquier mortal: “miramiento, consideración, deferencia”, y es de suponer que en una sociedad democrática tal es el sentido aplicable al rey, como a cualquier otra persona.

Eximiendo al Rey de las consecuencias penales que se siguen de sus actos se le priva del reconocimiento a la característica más específica de la especie humana: la responsabilidad que se deriva de sus acciones

Pero el respeto entendido como veneración sigue vigente en la actualidad, aunque hayan desaparecido las teorías que legitimaban el papel de los reyes en el derecho divino, origen, como veremos luego, de los actuales privilegios reales. La indignación, real o fingida, de varios políticos de la derecha ante las críticas a determinadas actitudes del rey solo puede fundamentarse en un “respeto” que considera la persona del rey dotada de una dignidad trascendente, superior al respeto que merecen los demás actores de la vida pública, a quienes no se les priva de inclemencias de todo tipo. Y que se expresa claramente en el principio constitucional que otorga inviolabilidad jurídica al jefe de Estado. Desde el sentido común resulta sorprendente que el texto constitucional declare que un adulto en pleno uso de sus facultades mentales no es penalmente responsable de sus actos, contradiciendo de paso otro artículo de la misma Constitución que declara a todos los ciudadanos iguales ante la ley.

Decía Hegel en su Filosofía del Derecho: “Al considerar que la pena contiene su propio derecho se honra al delincuente como un ser racional. No se le concederá este honor si el concepto y la medida de la pena no se toman del hecho mismo, si se lo considera como un animal dañino que hay que hacer inofensivo o si se toma como finalidad de la pena la intimidación o la corrección”.  Es decir: la pena como castigo por un delito solo se puede aplicar a un ser racional, y al hacerlo se le tributa al sujeto un “homenaje” reconociendo su condición humana. (Aunque seguramente el interesado renunciaría de buen grado a tales honores). Su finalidad no consiste solamente en corregir al delincuente, ni en atemorizarlo, ni en la ejemplaridad del castigo, sino que incluye una satisfacción a la sociedad por el daño producido que intenta restaurar, al menos en parte, el equilibrio jurídico que el delincuente ha dañado. Eximiendo al Rey de las consecuencias penales que se siguen de sus actos se le priva del reconocimiento a la característica más específica de la especie humana: la responsabilidad que se deriva de sus acciones. Se le coloca, siguiendo a Hegel, en compañía de “un animal dañino”.

Aunque la interpretación hegeliana de la culpa y de la pena es muy discutible en Derecho, parece claro que eximir de toda responsabilidad por sus actos a una persona por la única razón del cargo que ocupa está lejos de constituir una muestra de respeto. La explicación de esta anomalía hay que buscarla en un residuo histórico de las teorías del derecho divino, que legitimaba las monarquías absolutas en la designación del monarca por la voluntad de Dios, lo cual eximía a la Corona de la potestad de las autoridades terrenales. Cuando las autoridades del Estado imponen el cumplimiento de las leyes y las sanciones correspondientes no lo hacen en virtud de un poder propio sino en nombre del Estado mismo, al que nadie puede juzgar, porque ello supondría la existencia de un poder superior. El jefe del Estado, en este caso el Rey, expresa simbólicamente la unidad y permanencia de esta institución suprema y por eso participa de la inviolabilidad de la Corona. Aunque la voluntad de Dios ya no se ocupa de esos menesteres, ha permanecido en algunas democracias modernas una concepción sacralizada del Estado, como si se tratara de una entidad autosubsistente situada más allá del bien y del mal, carácter que se transmite al rey y que se expresa en su inviolabilidad.

Algunas interpretaciones de la Constitución sugieren que la inviolabilidad real podría interpretarse como referida únicamente a los actos que realiza en su calidad de rey

Cada vez que se otorga sustancialidad a un concepto abstracto hay que prepararse para lo peor, como ha sucedido tantas veces con “la Patria”, “el Pueblo”, y en este caso “el Estado”. Es lo que en Filosofía se llama “hipóstasis”: se confiere al concepto una sustantividad personal, se convierte una abstracción en una persona a la cual no le llegan las generales de la ley en la medida en que está situada más allá del mundo empírico. A esa realidad hipostasiada se le atribuyen las cualidades y competencias que convengan al poder de turno. Los políticos pueden permitirse así hablar en nombre de “el Estado”, “la Patria”, “el Pueblo”, situando sus propias ideologías en un ámbito que no depende la las contingencias históricas concretas, ya que goza de todas las prerrogativas de la abstracción. Cánovas del Castillo afirmó que “con la Patria se está, con razón o sin ella”. Y hay motivos para sospechar que esa Patria coincidía casualmente con su modelo de Estado. De ahí que mientras los políticos están sujetos a la crítica, al insulto y, en su caso, a la destitución y a la condena penal, quien encarna ese Estado abstracto, en este caso el Rey, goza del mismo privilegio que la abstracción: no se le puede juzgar, ni quiera criticar sus decisiones. Se ha secularizado así el derecho divino, pero no se lo ha abandonado del todo. La sacralidad de Estado permanece, aunque devaluada en sus fundamentos.

En una democracia secular el poder solo puede legitimarse en la voluntad popular expresada en votos y con la consiguiente igualdad de los ciudadanos ante la ley —al menos la ley electoral— sin excepciones posibles. En el caso de que esa voluntad popular opte por la monarquía, no parece que tal decisión implique la consideración del Rey como una persona que trasciende la secularidad del Estado. El Rey no deja de ser un funcionario como tantos otros, cuya única diferencia con ellos radica en el cargo que desempeña y cuyos únicos “privilegios” son los que exige su función. De hecho, algunas interpretaciones de la Constitución sugieren que la inviolabilidad real podría interpretarse como referida únicamente a los actos que realiza en su calidad de rey, como la promulgación de las leyes, quedando por lo tanto fuera de esa inviolabilidad sus acciones privadas. Tal interpretación, sin embargo, no es la habitual entre los juristas, y hay que reconocer que el texto constitucional permite diferentes versiones. En cualquier caso, habría que plantearse hasta qué punto la jefatura del Estado deba dejarse en manos del azar de la naturaleza o convertirse en una decisión consciente del electorado. Pero ese es otro tema.

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