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Opinión
Amor, alienación y nostalgia en la obra de Wong Kar Wai

El cine es el cronista principal de los siglos XX y XXI. Como elemento artístico, es un conjunto de técnicas, saberes e ideas que se trasladan a la pantalla en forma de narrativas, imágenes e historias.
El cine habla de la humanidad al igual que las ciencias sociales intentan darle explicación científica, si es que eso es posible. Pero, además, el cine, como arte, se aproxima a esa dimensión que, como diría el sociólogo Jose Manuel Bobadilla, es indeterminada lingüísticamente, es decir, aquello que nos cuesta mucho significar con palabras, pero que comprendemos enseguida a través del cine, con la sensación que nos produce una escena determinada: una lágrima en la mejilla de una actriz o un espasmo auditivo cuando empieza una banda sonora que nos hace recordar.
Esa es quizás la clave del cine, el recuerdo. Al ver una película, recordamos; ponemos todo nuestro conjunto de deseos, sensaciones, sensibilidades, temores, prejuicios, defectos y virtudes al servicio de la historia que se nos está narrando, y la pantalla, como espejo de lo humano, nos devuelve un reflejo certero en forma de sensación.
El cine nos emociona. También nos enfada. Nos puede excitar, asustar, conmover, traumatizar, entristecer o darnos vida. El cine nos enseña historia, filosofía, arte, pero, sobre todo, nos sirve para sentir. Uno de los directores que mejor capta esto en el siglo XXI es el hongkonés Wong Kar Wai. El director por excelencia del amor, la nostalgia, el tiempo y el recuerdo es un cineasta del sentimiento y también del ámbito sociológico.
Wong Kar Wai logra transmitir, con sus planos caóticos y a veces con ecos ciberpunk, la esencia de la alocada ciudad de Hong Kong, abarrotada por transeúntes inconexos, neones publicitarios que son fieles consejeros del realismo capitalista y personas de todas partes de Asia, impregnadas por la cultura china y el confucianismo
Este director logra transmitir, con sus planos caóticos y a veces con ecos ciberpunk, la esencia de la alocada ciudad de Hong Kong, abarrotada por transeúntes inconexos, neones publicitarios que son fieles consejeros del realismo capitalista y personas de todas partes de Asia, impregnadas por la cultura china y el confucianismo. Todo ello le otorga a Hong Kong un espíritu de independencia tanto de la civilización de la que es hija, China, como de ese padre adoptivo (a la fuerza) que es el capitalismo más desenfrenado heredado de los británicos.
Si se observa qué nos cuenta la historia de Hong Kong, y también de Wong Kar Wai, se descubre cómo el cine, la historia y lo sociológico se enredan en un todo cristalizado, finalmente, en una carrera cinematográfica.
Hong Kong es una ciudad de características muy peculiares y contradictorias debido a su compleja situación sociohistórica. Originalmente un territorio chino, Hong Kong fue cedido al Imperio británico en 1842 después de la Primera Guerra del Opio, y se convirtió en una colonia británica durante más de 150 años. En 1997, fue devuelta a China bajo un modelo conocido como “un país, dos sistemas,” que garantizaba que Hong Kong mantendría un alto grado de autonomía política, jurídica y económica por 50 años, preservando su sistema capitalista frente al sistema socialista de la China continental.
Este pasado colonial, junto a su papel como uno de los centros financieros más importantes del mundo, le confiere una identidad cultural única, en la que conviven valores y tradiciones de orígenes diversos. En Hong Kong se observa una amalgama de influencias chinas y británicas, y sus habitantes experimentan una dualidad en su identidad que oscila entre el apego a las tradiciones culturales chinas y las dinámicas económicas y cosmopolitas del capitalismo occidental más neoliberal. La ciudad es un símbolo de modernidad, globalización y hegemonía capitalista, pero, al mismo tiempo, en sus calles y barrios se perciben los valores confucianos y las prácticas culturales milenarias.
Esta mezcla hace de Hong Kong una ciudad fascinante y esquizofrénica cargada de contrastes, y un escenario en el que se manifiestan tanto las tensiones políticas y sociales como el conflicto entre diferentes pulsiones del capitalismo tardío y su efecto en más de ocho millones de personas, las cuales dan vida a dicho espacio.
Wong Kar Wai es hijo de esta genealogía sociológica de los hongkoneses y por eso su cine es tan especial y recomendable. Repasando sus mejores títulos, encontramos en primer lugar la portentosa Fallen Angels (1995), donde dos historias paralelas se entrecruzan. Mientras un asesino en serie planea su último trabajo entre el ajetreo descontrolado de la ciudad, cocinas y puertas traseras de locales, otro joven extrovertido, alocado e infantil, busca el sentido de la vida colándose en negocios cuando están cerrados y molestando a los transeúntes que trasnochan. Estas tramas se interrelacionan con personajes femeninos que marcarán el transcurso de la historia, la cual gira alrededor de la alienación y la falta de sentido en una ciudad nihilista, totalmente atrapada en unos ritmos de vida frenéticos e incontrolables.
Chungking Express (1994), otra de sus mejores películas, presenta también esta encrucijada, en este caso plasmada en dos agentes de policía. El primero, un novato idealista, se enamora de una misteriosa mujer traficante de drogas. El segundo, un policía del aeropuerto de Hong Kong, acaba enamorándose de la camarera del humilde bar donde suele cenar, después de que esta entre a escondidas en su casa cuando él no está y vaya cambiando cosas que le hacen recordarla inconscientemente. En Chungking Express, el tiempo y la distancia, los flujos de personas que entran y salen del aeropuerto, el mercado colindante abarrotado de transeúntes, los encuentros forzados y no forzados, son los principales protagonistas. En esta película ya nos encontramos claramente con el querer y no poder, siempre ese tira y afloja que Kar Wai lanza una y otra vez de manera obsesiva ¿Es quizá la imposibilidad de amar bajo el desarraigo del capital algo latente y omnipresente en su obra? Es posible, pues el amor está en horas bajas y este director pone el foco en uno de los temas predilectos de la humanidad, de eso no hay duda.
De hecho, la que es quizá su mejor obra entronca con estos temas de manera tajante. La película Deseando amar (2000) vuelve atrás en el tiempo, huyendo de ese turbulento inicio de milenio para trasladarnos a 1962, donde dos vecinos, un hombre y una mujer recientemente casados, entablan una amistad al enterarse de que sus respectivas parejas les son infieles con la pareja del otro. Pero sin esperarlo, surge en ellos una historia de amor que, posiblemente, sea la mejor que nos ha dado el cine en décadas.
Wong Kar Wai cierra este círculo del amor, la alienación y la imposibilidad con 2046 (2004), donde un escritor escribe una historia de ciencia ficción en la que un tren sale en dirección al año 2046, y las personas que suben a él lo hacen con la intención de recordar momentos anteriores. Pero nadie vuelve del 2046. Esta historia es la continuación de Deseando amar (2000) y sigue con esa crónica lírica que hace el director sobre el amor, el recuerdo, la nostalgia, el duelo y el tiempo. Todas estas dimensiones se encuentran bajo las inercias sociales que el territorio hongkonés impregna en las personas que viven en él, también, por supuesto, en la mirada de Wong Kar Wai, que supo transmitirlo con un cuidado, elegancia y autenticidad únicas.
Si el cine es una prolongación de lo social, el buen cine es la cristalización de todas aquellas cosas nombrables e innombrables que componen lo social, y, por tanto, que nos componen
Si el cine es una prolongación de lo social, el buen cine es la cristalización de todas aquellas cosas nombrables e innombrables que componen lo social, y, por tanto, que nos componen. Quizá por eso Wong Kar Wai logró captar esa avalancha de nostalgia que florecía en el capitalismo tardío frente a la desorientación y la enajenación de los propios sujetos sociales, fragmentados por las tradiciones arcaicas, el realismo capitalista, la sociedad de consumo, el trabajo, el amor y la búsqueda continua de uno mismo en el rostro del otro, todo ello bajo los indiferentes neones de un Hong Kong intemporal.