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Opinión
Primas hermanas
Desde hace tiempo me pregunto qué sucederá con la creatividad, la imaginación o la invención de mundos a medida que el mundo real se vacíe. Porque es un hecho que se está vaciando a paletadas, basta haber pasado en él el tiempo suficiente para sentirlo: desaparecen las especies, los alimentos, las formas de vida, las expresiones de lo humano y de lo no humano, las opciones y los futuros; se nos van haciendo ajenas ideas como la de libertad, y la aún más necesaria idea de esperanza. Me pregunto con sinceridad si nuestra imaginación llevará el mismo camino —como en aquella premonitoria Fantasia de Michael Ende, que deja a sus criaturas despeñarse— o sabrá oponerse con mejores cosmogonías.
La ficción contemporánea abunda de colapsismo, es evidente y comprensible, la cuestión es qué hacemos con ello. La norteamericana Joy Williams, alguien que ha pasado, de hecho, el tiempo suficiente en el mundo para haber visto algunas cosas, también lo aborda en su última novela. La rastra dibuja ese mundo —imaginario pero reconocible— que se va vaciando. El “colapso” aquí no se describe con imágenes apocalípticas, detalles sobre las penurias y calamidades que acontecerán, pero sucede en cada página. Desaparecen las personas queridas, desaparecen los pájaros, desaparecen los paisajes, como en aquella canción de Charly García. Williams no se detiene a fabular para satisfacer el morbo catastrofista, en cambio nos lleva en una locomotora de escenarios y situaciones delirantes a través de un Estados Unidos vaciado, que genera encuentros increíbles. La autora se decanta por algunos apuntes de tinte filosófico o sentencias medio casuales, sin adjetivos, como “la esperanza ya no encontraba dónde residir”.
La esperanza, como los pájaros, emigra o simplemente se desvanece. Lo que define el mundo de La rastra es esa pérdida. Los personajes de la novela continúan vagando por desiertos y pueblos, sin ningún apego o respeto por la naturaleza, hasta llegar al punto de tomarla como enemiga (en un lúcido “si se quiere morir, la matamos”).
Entonces ¿qué capacidad de acción queda cuando no es posible vislumbrar nada más allá? Si facultades tales como la inventiva, la imaginación o la esperanza, primas hermanas, no encuentran dónde residir, la consecuencia es un mundo cada día más despotenciado. La consecuencia es directamente política: ese es el gran tema de la segunda parte del libro, con una serie de ancianos enfermos —que han pasado suficiente tiempo sobre el mundo— llevando a cabo acciones desesperadas para despertar conciencias. Se van a pudrir como todo lo orgánico, pero quieren dejar su huella: la “esperanza” ha emigrado de una vez y no consiguen remover nada.
Jamás nos pondremos de acuerdo en qué fue primero, esperar o imaginar, pero es probable que la vida humana no pueda oponer absolutamente nada si carece de cualquiera de esas facultades
“Supongo que tengo esperanza a corto plazo y terror a largo plazo”, dijo otra escritora que dedicó largo tiempo a pensar futuros, en la película Los mundos de Ursula K. Le Guin. Donde Williams lleva su novela tampoco queda ya terror, sino una desidia de brazos caídos, desorientación y absurdo kafkiano. Nos alerta, por su muy elaborada ficción, de que el fin se va a hacer mucho peor si ahuyentamos a la esperanza, prima hermana de la imaginación.
Me pregunto todo el tiempo por la responsabilidad que tiene toda creadora, todo creador, que sabe jugar con los elementos del mundo y construir imaginarios. Porque jamás nos pondremos de acuerdo en qué fue primero, esperar o imaginar, pero es probable que la vida humana no pueda oponer absolutamente nada si carece de cualquiera de esas facultades.