Opinión
La disciplina del cuerpo en el capitalismo racial

Si algo comparte la violencia policial racista (en nuestro país y en muchos otros de occidente) con la esclavitud, el linchamiento y la segregación racial son precisamente la presunción de culpabilidad sujeta a la raza, el trato inhumano y la lógica de la existencia de convecinos de segunda.
Redada en 2011
Policía solicitando identificación a varias personas en Madrid, en 2011. Foto: Olmo Calvo / Fronteras Invisibles

El pasado sábado 5 de agosto por la noche, en el barrio de El Raval (Barcelona), los agentes de la Guardia Urbana de Barcelona operan con extrema violencia contra un chico joven negroafricano. Veo en sus ojos la historia sin fin de la vida de nuestra juventud: migración, violencia institucionalizada, negrofobia pero un cerebro brillante, capaz de acordarse de todo.

Lo confieso: el nudo en el estómago me atraviesa como lo hace la rabia, la impotencia y el ansia de justicia. Porque sí, nada de lo que le ha sucedido es nuevo: ni para él (hombre joven negroafricano acostumbrado a la violencia) ni para nosotres. Cierta sensación de haber escuchado esta historia antes. Casi la misma. Y es que, efectivamente, la repetición de su caso hace de la violencia policial contra los cuerpos negros un hacer habitual de los Estados. La estructuralidad de la violencia y cómo opera en combinación con otras manifestaciones del racismo, hacen plantearme una pregunta sumamente peligrosa: “¿qué hemos hecho para merecer esto?”. Pero, sobre todo, “¿por qué?”

Asumo lo delicada que es la pregunta en la medida que puede parecer que esté depositando una responsabilidad a los sujetos violentados. Pero es la pregunta que me nace cuando los golpes vienen de todos lados y te preguntas lo segundo: ¿cuál es el motivo?.

La violencia es el arma de ordenación política de los Estados. Es un poder que, supuestamente, el ciudadano otorga al Estado para que lo proteja de aquello que autores clásicos (europeos), en su teoría política del Estado moderno, denominaron el “Estado de naturaleza”. Así lo hizo, entre otros, Hobbes, quién asumía el conflicto como el estado natural de quiénes conviven en un territorio.

Visión pesimista había tenido ya Maquiavelo y, con matices en su visión previa del estado de naturaleza, Locke también abordaría el Estado como un gestor de conflictos. Así pues, la teoría clásica del Estado moderno acepta este como la única garantía de vivir en libertad, término que toma relevancia en la emergencia del capitalismo en el marco del Estado.

La violencia es el propio hacer del Estado pero, lo más importante, requiere de una validación en nombre de la seguridad, de la libertad y del Derecho

Si en algo también coinciden —con sobrados matices— estos teóricos que marcarían la historia de Europa, y en consecuencia la del mundo, sería en reconocer la necesidad de una fuente de legitimación o consentimiento. Sin adentrarme en qué conlleva esto de la teoría del contrato social, lo que sí matizaré es que ya Maquiavelo reconoció la necesidad de que el pueblo te vea carismático y acepte tu acción política. Algo que también tendría abundante literatura en la obra de Max Weber, quien habló de autoridad carismática y de la necesidad de una validación cognitiva a la acción del legislador. En definitiva, la violencia es el propio hacer del Estado pero, lo más importante, requiere de una validación en nombre de la seguridad, de la libertad y del Derecho.

Así es como, en base a esta ordenación de las cosas, a través de los procesos históricos ya ampliamente conocidos como el genocidio colonial y la violencia esclavista, los Estados europeos imponen su razón de las cosas y pretenden, a través de un discurso evangelizante, dotar de civilización a los territorios a los que se confiaba la expansión industrial y económica de Europa. La construcción del otro, que empieza en estos periodos, como un sujeto sin dotes de raciocinio ni cultura del trabajo, y violento, construyen en consecuencia una jerarquización racial por la que los blancos no solo violentan a quienes no lo son, sino que además tienen motivos para hacerlo. Es decir, la autoridad moral de hacerlo porque al ejecutar dichas violencias, el Estado “nos está protegiendo”. Pero sobre todo, quien se halle fuera de ese esquema de la “correcta ciudadanía”, será disciplinado a hacerlo a través del aparato de la justicia penal y de uno de sus brazos ejecutores: los cuerpos policiales.

¿Es ser un correcto ciudadano solo responder a los mandatos del “imperio de la ley”? Para empezar, ser ciudadano de un Estado es un estatus jurídico reservado a los que cumplan los requisitos que, en la actualidad, marcan las leyes de extranjería. Pero es que, independientemente de ese hecho (relevante en muchos casos), la violencia policial opera siempre con severa disciplina a quiénes, aún siendo ejemplos de respetabilidad, el Estado jerarquiza en sus posiciones más inferiores. Así operó en su momento la construcción de la la acumulación de la riqueza europea: eliminando en su totalidad los costes de mano de obra y disciplinando los cuerpos negros que quisieran hacer una enmienda a los modos de vida europeos que supusieran un peligro al individualismo y a la frágil moral del continente.

Todos estos debates pueden parecer superados pero el capitalismo y el racismo institucional son, de hecho, más contemporáneos que nunca. Haciendo analogía a la instituciones que la hermana Angela Davis vinculaba a la construcción del sistema penitenciario, si algo comparte la violencia policial racista (en nuestro país y en muchos otros de occidente) con la esclavitud, el linchamiento y la segregación racial son precisamente la presunción de culpabilidad sujeta a la raza, el trato inhumano y la lógica de la existencia de convecinos de segunda (respectivamente).

La presunción de culpabilidad es el simple hecho de que para ser violentado por un agente de policía, no es necesario quebrantar la ley. Dicho de otro modo, no es necesario ser un delincuente, aunque serlo muchas veces esté vinculado a la perenne precariedad de nuestras comunidades. Los casos relatados en los numerosos informes de centros de derechos humanos así como organismos internacionales que han hecho monitoreo de la situación en el Estado español, demuestran la violencia sistémica con la que se actúa a menudo y también una doble vara de medir en que se refleja la inexistencia de homogeneidad en las actuaciones policiales.

Al respecto del trato inhumano, los que conocemos actuaciones policiales racistas (porque las hemos vivido o porque nuestros allegados han sido víctimas) conocemos el especial desprecio con la que se ejecutan y como los “guardianes de la ley” son los primeros en saltársela. Porque, vinculado a la “existencia” de vecinos de segunda, el escrupuloso respeto a los reglamentos policiales y a los principios de proporcionalidad, igualdad y los recogidos en la Constitución española; cuando se trata de nuestros cuerpos, parecen esfumarse.

Así pues, ¿qué hemos hecho para merecer esto? Nada y todo. Nada indigno y somos también, todo lo que su política ha querido destruir e imponer históricamente, mediante la blanquitud. Es iluso decir que en la totalidad del cuerpo policial hay este elemento ideológico tan elaborado. Quien deliberadamente actúa con tanta violencia, a conciencia, con justificación discursiva y siguiendo una línea histórica, la respuesta es los Estados, como el español. Así lo hacen tapándose los ojos ante el racismo policial, no generando las garantías necesarias para la fiscalización de su actuación e incluso no dudando en generar alianzas criminales con otros cuerpos policiales para seguir violentando los cuerpos negros (nuestras fronteras sur son testigos de ellos). Los Estados occidentales quizás, en su fundación, no contaban con nuestra supervivencia ni con nuestra lucha política, pero seguimos siendo aquellos que queremos enmendar la injusticia y la desigualdad. Y sí, con el simple hecho de existir parece ya hacemos temblar sus Estados de igualdad y de derechos.

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