Opinión
Edipo en Moncloa: un año de Unidas Podemos en el gobierno del PSOE

Cuando el capitalismo histórico global se encuentra a punto de entrar en una profundísima crisis de incierta salida, con unos niveles de competencia entre capitalistas y luchas de clases no vistos durante muchísimos años, aderezados con fenómenos climáticos extremos, podría resultar trivial valorar la acción de gobierno de una empresa de servicios actorales y de comunicación subcontratada por el gobierno del PSOE. Efectivamente, Podemos fue durante algún tiempo, ya lejano, el recipiente político de una enorme ola de malestar y voluntad de transformación. Actualmente no pasa de subcontrata de comunicación política para darle a la manivela de la guerra cultural y el folclore político patrio, terreno ideológico/festivo sobre el que las estructuras oligárquicas de poder se reproducen sin demasiado problema.
Por ejemplo, la entrevista a Pablo Iglesias en Salvados, bajo el formato café, copa y puro con el big man, produjo un titular sobre Puigdemont y el exilio, que ha dado un poco de aire a tertulianos y tuiteros cada vez más acogotados por temáticas en las que les cuesta mantener más de cinco minutos la auctoritas grave y el baraka carismático. Formato café, copa y puro que ha sido siempre el ideal para que el eurocomunista en el gobierno de turno explique al pueblo que hay que apretarse el cinturón, que esto le va a doler a él más que a nadie, pero que ahora “lo revolucionario” es apechugar. Sin embargo, a Pablo Iglesias le deben ver verde aún para tocar ese techo de cristal, intacto aún desde que Carrillo rompiera el anterior, y le han negado, al menos momentáneamente, ese placer por el que suspira cualquier eurocomunista. Sin embargo, sí parece que se le ha concedido al big man de Somosaguas el placer de asociar folcloricamente fenómenos culturales de la historia reciente de España en total libertad.
Para enunciarse políticamente como clase media hace falta sostenerse materialmente en patrimonios inmobiliarios y rentas salariales crecientes sobre los que el aspirante a clase media política podrá declararse ajeno al conflicto de clase
Un poco a la manera de unos payasos contratados para animar un cumpleaños infantil, la nueva UP gubernamental tiene como misión principal dar más de lo mismo a una generación política, la que ahora está entre los treinta y los cincuenta años. Esta generación, protagonista de los años de la ‘nueva política’, posiblemente haya sido el doble de dañina, en la mitad de tiempo y por una cuarta parte del dinero de lo que fue la anterior traición histórica del PSOE en los años ochenta. Ciertamente, cualquier escenario esperanzador para el futuro pasa porque esta generación, a la que Podemos enseñó que está bien ser ideológicamente de clase media progre, y que es posible aspirar a ser tan de clase media como la generación de los padres, asuma una posición subalterna con respecto a las luchas sociales que, a buen seguro, surgirán en los próximos años.
Como bien han ido señalando distintos estudios en los últimos años, y se ha ido verificando en los conflictos políticos recientes en Estados Unidos o en Gran Bretaña, la divisoria generacional en los países capitalistas occidentales separa posiciones en la estructura de clases completamente diferentes. Y como conclusión política, la ruptura política entre padres e hijos es la forma en que la parte desclasada podrá hacer avanzar su posición colectiva en el seno del conflicto de clases. Cualquier vuelta atrás buscando las posiciones perdidas de las clases medias sólo reproducirá la sujección de la generación desclasada de los hijos a la de los padres.
Para enunciarse políticamente como clase media hace falta sostenerse materialmente en patrimonios inmobiliarios y rentas salariales crecientes sobre los que el aspirante a clase media política podrá declararse ajeno al conflicto de clase, aunque, sin duda, interesado en una mejora progresista de la sociedad y sus antiestéticas desigualdades. El umbral que una vez flanqueado permite incorporar el ethos de las clases medias y hacer política de centro no se define sólo por medios discursivos, necesita estar respaldado por posiciones salariales y sobre todo en el caso español, sobre las rentas inmobiliarias.
Por supuesto, Unidas Podemos, en el caso de que tras salir del gobierno alguien quiera responder por esas siglas, alegará que la irrupción de la pandemia y la covid–19, totalmente ajena a UP, impidió llevar a cabo la profunda remodelación social y política que hubiera podido suponer el gobierno de coalición. Esto es muy discutible. Las condiciones en que se han producido los posicionamientos políticos durante los meses de confinamiento han favorecido enormemente a UP. La falta de espacios para la socialización durante estos meses, muy especialmente la desaparición del espacio público como lugar para la socialización política, ha reducido el proceso político a una suerte de visionado permanente del telediario y las tertulias, y al volcado de esos mismos contenidos en Twitter, red social que ya iba camino de ser un simulacro de socialización política antes de la pandemia.
El sujeto del populismo no es el descamisado pueblo peronista sino una pléyade de individuos que tan solo tiene la pantalla del móvil o la tablet como interlocutor, no digamos ya compañero político
Este cuadro, lejos de ser un lastre, como sería para una organización política con algún tipo de vertebración social y territorial, es el terreno en el que Podemos tuvo influencia en algún momento, el de la intervención marketiniana en el mercado electoral, la llamada comunicación política. Esta celebrada actividad de sustitución de la política propiamente dicha, busca, como toda la publicidad, la vinculación afectiva con el consumidor político por la doble vía de la televisión de masas, el mercado político generalista, y en las redes sociales, especialmente Twitter, el mercado político especializado. Ambos indispensables, y necesariamente tan vaciados de contenido material como permita la coyuntura, para vender una mercancía política única destinada a reproducir un sistema electoral con nichos estables, perfectamente legibles desde los mismos lugares en que se ha producido como fenómeno espectacularizado: la TV y Twitter.
Como bien sabía Mark Fisher, el realismo capitalista, la forma más acabada de la naturalización de la existencia del capitalismo, no se nutre tanto de la reducción del deseo político a la condición de espectador de un espectáculo extrínseco como de la invitación a ese mismo deseo a interactuar y participar en un marco controlado por el poder.
Poco se ha señalado que el manejo consciente de estos gigantescos bucles de autorreferencialidad y autolegitimación son los que definen el campo “populista”. Una buena pista de este vacío la da la brigada de programadores informáticos en paro y similares caracterizados como personajes de película histórica americana que asaltó el Capitolio montada en sus privilegios de administrador en 4Chan y su demencial, y muy extendida, teoría de la conspiración QAnon, ese cantar de gesta gamer, con sus héroes geeks solitarios en garajes de Kansas y Nebraska enfrentándose a las elites pederastas y caníbales de Hollywood, Silicon Valley y Washington.
Se esperaba al hombre blanco vapuleado por la globalización, como delegado del tarro de las esencias pioneras americanas que se sustancia en el deber de defender la propiedad privada con armas, y aparecieron los residuos de la sociedad de la información y el reverso delirante de la ciberutopia, un ejército de geeks que amenaza con convertir el capitolio en el escenario de su videojuego preferido. Queda pues cada vez más claro que el sujeto del populismo no es el descamisado pueblo peronista sino una pléyade de individuos que tan solo tiene la pantalla del móvil o la tablet como interlocutor, no digamos ya compañero político. Algo que, en la práctica, y en el caso que nos ocupa, nadie entendió peor que Errejón y los errejonistas.
La construcción de un espacio autolegitimatorio en las redes sociales, similar en algunas de sus funciones a los antiguos conglomerados medios de comunicación orgánicos con el poder, como cualquier otra operación ideológica del capitalismo occidental reciente, necesita de medios y periodistas afectos. En este caso, emboscados en Twitter bajo la tranquilizadora forma de la opinión personal en igualdad de oportunidades con otras opiniones personales, antes que en las cabeceras tradicionales de lo que se conocía como periodismo.
Sí hay algún término político capaz de recomponer una y otra vez el espacio ideológico tradicional, incluyendo los términos izquierda y derecha, ese es el término “España”
Esta novedosa figura del periodista-estrella que sobrevive como soldado de fortuna en Twitter merecería análisis específico. Pero es complicado no encontrarles responsabilidad en que Twitter hoy sea una mezcla de mercado político-mediático, más de personas que de ideas, con una cámara de los lores sin poder vinculante alguno, que ejerce el sufragio censitario en forma de likes y RTs. El otro modo de existencia de la palabra política durante los meses del encierro y posteriores: el tertulianato y la expertocracia televisivas se aparecen como demasiado engolados y distantes como para ser eficaces. En esta red social, que podríamos ya nominar como última esperanza para encontrar la reserva espiritual actual del Régimen del 78, hasta el comunicado más estudiado debe pretender aparentar espontaneidad, debe parecer un golpe de genio, de furia o de emoción, completamente personal. A fin de cuentas, eso venden las redes sociales, la mercantilización de los flujos de información que se producen cuando las comunicaciones que antes se habrían producido de forma semiprivada o privada, se aglutinan y se exponen al ojo público.
En ese sentido, UP, una vez despojada de su retórica populista grandilocuente, cumple con los requisitos. Es la experiencia política más personalista de la historia reciente, y está perfectamente preparada para el supuesto juego de reconocimientos espontáneos que se da en Twitter. Personalista hasta el punto de que, tras las sucesivas purgas, UP es fundamentalmente una agrupación de coros y danzas en honor del líder supremo. Y el líder supremo es un personaje fundamentalmente débil frente al PSOE.
La felicidad con la que Pablo Iglesias blandía su cartera de vicepresidente el día de la toma de posesión, agitándola con una sonrisa de oreja a oreja, pensando a buen seguro que estaba tapando la boca de los que creían que su destino habría sido ser profesor ayudante doctor en la Complutense, esperando la muerte del cátedro de turno para llegar a profesor titular. Muy al contrario de lo que le habría gustado a Iglesias, este es un síntoma de una enorme debilidad política que se traduce en que papá PSOE siempre tiene la sartén por el mango. Basta con amenazar con quitar al líder supremo su despacho y su poltrona para destruir el simulacro de “hombre fuerte del gobierno” en que se ha convertido la práctica política de Iglesias. Quizá sea el patético gesto de Iglesias blandiendo la cartera ministerial y haciendo pucheros de emoción el que mejor encapsula el fracaso político de una generación que tuvo tanto miedo al desclasamiento y la precariedad que se echó en brazos de los mismos poderes que le condenaron a la precariedad y, en última instancia, al desclasamiento.
La dinámica política televisión-Twitter ─sin fricción propiamente política en este momento que pueda matizar y problematizar desde lo colectivo, en cualquiera de sus formas, los discursos del nuevo modelo del R78 restaurado─ permite una constante repetición de elementos que, sin embargo, en cada aparición parece infinitesimalmente diferente, generando una impresión subjetiva de velocidad que bien podría ser parecida a la de un hámster dando vueltas enloquecidamente en la noria de su jaula. Nadie sabe realmente si el hámster está interesado en la velocidad per se y no le importa lo más mínimo la dirección del desplazamiento, y si, en ese sentido, sería una experiencia plenamente homologable a la de clase media progre, activa políticamente en Twitter, a la que interpela UP.
Podemos antes, y ahora UP, ha venido siendo un operador de esta velocidad incrementada mediante un constante agitado del cóctel de elementos costumbristas de la política nacional tomados de dos en dos (progres contra fachas, españoles frente a catalanes, monárquicos contra republicanos, neocaciquismo contra neotecnocracia y, ya en mucha menor medida, nacionalcatólicos contra anticlericales) que han venido definiendo el término que se encuentra en la cima de la pirámide del costumbrismo político: España.
En efecto, sí hay algún término político capaz de recomponer una y otra vez el espacio ideológico tradicional, incluyendo los términos izquierda y derecha, ese es el término “España”. A favor o en contra poco importa desde este punto de vista, que necesita de una construcción permanente de ambos polos para reproducirse. “España” es un campo de posiciones políticas, relatos, conflictos ritualizados y afectos, prediseñado para reproducir las redes de dominio político realmente existentes. “España” sólo es posible mediante un acto de fe religiosa: atribuirle soberanía. Una vez se atribuye soberanía a España cada cual encuentra su lugar, tallado poco menos que en piedra, heredado tras generaciones de asignación de posiciones, arriba y abajo, a favor o en contra, bajo la divisa de “España”.
Pensemos en el procés: las diferencias irreconciliables de las partes sólo eran posibles bajo un gran acuerdo, considerar que Cataluña y España eran las entidades políticas en conflicto por la soberanía. Sin entrar en grandes disquisiciones teóricas, lo cierto es que basta un leve vaciado de las competencias más obvias, de las que no dispone ni la una ni la otra ─para empezar ni la moneda ni las fronteras─, para ver que estamos ante un conjunto de gestos expresivos que se enfrenta a otro conjunto de gestos expresivos, ambos compuestos por elementos una y otra vez recombinados para poder ser utilizables, y en última instancia mercantilizados. Uno de los papeles centrales de Podemos ha sido contribuir a que todo aquello que exceda el imaginario costumbrista español desaparezca de la representación política. Algo, que en uno de esos momentos críticos, en que la política europea define casi todo, no puede recibir más nombre que el de alienación. Alienación propia de los protagonistas que aspiran a transmitir, y en gran medida lo logran, al espectro político que interlocuta con UP.
Si el déjà vu es una sensación subjetiva de repetición de lo mismo, en el reino del gobierno de coalición reina el jamais vu, las mismas posiciones y dinámicas son vistas como fenómenos radicalmente novedosos. Esta memoria política de tres segundos que genera la avalancha de volcados ideológicos en Twitter bajo la forma del comentario espontáneo o ad hoc a los menús políticos propuestos, conviene especialmente al PSOE, experto en decepcionar una y otra vez, para encontrarse con un electorado que, evidentemente, está cada día más cerca de su deseo, no verbalizado, de ser decepcionado por el PSOE. Como ya lo fueron nuestros padres. Este enrevesado bucle edípico colectivo, lo podríamos verbalizar como “acaso no soy lo suficientemente buena para merecer ser decepcionada por el PSOE”.
En el auto sacramental del bipartidismo extendido ocupan la posición central los dos partidos-Estado, el PP y el PSOE, el ministerio de la derecha y el ministerio de la izquierda, con sus extensiones clientelares en lo social y su reparto bien establecido de la división del trabajo político
Todo un movimiento de masas como el 15M se condenó a sí mismo a este modelo de introspección política por miedo a rebasar las fronteras subjetivas e ideológicas de la clase media. En el camino de vuelta, se hizo resucitar a un PSOE malherido apelando esta vez al imaginario de la generación de las abuelas, nada menos que al antifascismo. Otra vez, el contenido afectivo de alto octanaje facilitaba el encaje del aliento histórico del término en la forma de una política de bloques parlamentarios completamente convencional.
Todo esto serían simples prácticas consentidas entre adultos si no fuera porque la línea que separa a los que están dentro de los que están fuera de este modelo de fabricación de consenso cada vez deja a más gente fuera. Donde las organizaciones políticas españolas de la Transición buscaban posiciones sociales, los dispositivos para la guerra cultural, como Podemos y Vox, buscan en Twitter, a la manera de los estudios de mercado previos a la publicidad, los nichos de mercado especializados capaces de transmitir las pautas discursivas, el espectro de los debates y los temas “legítimos” en las coyunturas marcadas por la guerra cultural. Es decir, cosen simbólicamente y dan coherencia interina a un campo político extraordinariamente fragmentado en lo social. Fragmentación que, en los meses posteriores a los confinamientos, puede estar llegando a niveles nunca vistos.
En este auto sacramental del bipartidismo extendido, ocupan la posición central los dos partidos-Estado, el PP y el PSOE, el ministerio de la derecha y el ministerio de la izquierda, con sus extensiones clientelares en lo social y su reparto bien establecido de la división del trabajo político. Y tres entidades subcontratadas para la captación de nuevos clientes en el ámbito exclusivamente electoral: Unidas Podemos, Vox y Cs. En este terreno de juego, los partidos-Estado, PP y PSOE, se parecen claramente a aquel pintoresco cargo futbolero que hizo furor en los primeros noventa: el entrenador-jugador. Son formalmente un jugador más, pero deciden quien sale a jugar o no. Podemos, ahora UP tras la OPA a los restos de IU, sería la encargada en esta representación de mantener entretenido al relevo generacional del PSOE, operación que, a buen seguro, en el PSOE no consideran baladí, teniendo en cuenta que los retoños estuvieron a punto de cargarse el partido nodriza en algún momento antes de la derrota de Syriza frente a la Unión Europea liderada por Alemania en 2015.
A nivel “micro” se ve bien cuál va a ser el plan del gobierno en lo macro, intentar garantizar la remuneración de los títulos de propiedad en todas las escalas, es decir rescatar a la estructura de poder actual
La obra magna de Iglesias y los suyos, folclorizando la discusión política previa a la aprobación del presupuesto anual con el que el Estado español piensa enfrentarse a la mayor crisis productiva y social de su historia reciente, abunda sobre este punto. Convirtieron el proceso de aprobación de las cuentas, dando por buenas previsiones de crecimiento y de ingresos que plantean un escenario tranquilizador para ganar tiempo, puro PSOE, en otro sainete costumbrista sobre el apoyo de Bildu y ERC a los presupuestos, entidades políticas completamente aproblemáticas desde el punto de vista de la reproducción material del régimen. ERC y Bildu no son a día de hoy más que dos variantes autonómicas del PSOE con sus respectivos presos políticos sobre los que montarse a conveniencia para negociar con el estado central, y por tanto entidades ideales para otro simulacro más de Frente Popular liderado por UP y rentabilizado por otros.
Por otro lado, que UP presentará una supuesta enmienda para parar los desahucios como moneda de cambio para que se negociara el apoyo a los presupuestos con Bildu y Esquerra, dice mucho de la relación de las tres formaciones con los movimientos: puramente instrumental para conseguir sus tristes fines políticos. Por cierto, una crisis que fue reconducida por el PSOE fácilmente, Pedro Sanchez amagó con sacar a Pablo Iglesias del comité de gestión de los fondos europeos de reconstrucción, la enmienda que pedía la prohibición de los desahucios desapareció y a Pablo Iglesias se le volvió a permitir sentarse a la mesa de los mayores.
Lo siguiente que supimos es que la moratoria, que no se está cumpliendo, en los desahucios durante el estado de alarma solo llega hasta mayo y incluye el pago del alquiler a precios de mercado, precios de mercado que el gobierno intenta mantener contra viento y marea en sus niveles de burbuja, y de los gastos corrientes a los rentistas que tengan que posponer el desahucio por la moratoria.
A nivel “micro” se ve bien cuál va a ser el plan del gobierno en lo macro: intentar garantizar la remuneración de los títulos de propiedad en todas las escalas, es decir rescatar a la estructura de poder actual, ya sean las grandes operadoras inmobiliarias, financieras o eléctricas, o a los pequeños y medianos rentistas, que son la espina dorsal del modelo español de ejercicio capilarizado del poder económico.
Huelga decir que de la derecha de Estado se encarga el PSOE en forma notablemente más discreta y preferentemente pactada. En última instancia, esta relación se fija en torno a las posiciones de poder autonómicas de uno y otro partido, y con los partidos nacionalistas, que son parte fundamental del nuevo retablo político, con diferentes funciones y pesos específicos. Y, como era de esperar, el ministerio de la derecha subcontrata para fijar nuevos clientes electorales no satisfechos con el mero cumplimiento burocrático de las obligaciones de Estado de PP y PSOE. La derecha no funcionarial se reparte en el poti-poti de excesos derechistas de uno u otro signo, y sin mucha preocupación por la coherencia, que es Vox, al más puro estilo ecuménico del franquismo durante la guerra civil.
Neocons aguirristas, fundamentalistas religiosos y miembros de las fuerzas de seguridad, del Estado y privadas, en acto o en potencia, coexisten felizmente agarrados a la percha melodramática del orgullo nacional herido. A falta ni de la más mínima unidad de criterio en que significa “nacional” o “herido”, y bajo la forma del impasible ademán tan altivo como hueco, bien le sirve a Vox definirse como el anti-Podemos, que es el nicho que, por otro lado, le reserva la nueva armonía de bloques en el sistema recompuesto durante el periodo posterior a la moción de censura a Mariano Rajoy.
Como en el caso de Podemos, el mayor riesgo que representa Vox, desde el punto de vista del sistema del Estado español, desaparecida la posibilidad de una santa alianza trumpista en el continente europeo, es que se llene del malestar social que dicen representar, y en la medida en que esos sectores sociales a los que se imputa ser representados por Podemos y Vox mantienen la viabilidad del mercado electoral español. En el momento en que, desprovistos de estructuras organizativas algunas, dejen de ser reconocidos como representantes por sus supuestos representados, simplemente se desharán como un azucarillo dejando paso a un “vacío” electoral o a expresiones más o menos relacionadas con la cosa en sí, que presumimos serán poco dadas a interesarse por los intríngulis de la vida parlamentaria y a ser poco receptivos a explicaciones del estilo “estamos atados de pies y manos, no nos dejan”.
Un contrato por obra y servicio para equilibrar la pata política del PSOE/ministerio de la izquierda, aliviando al gobierno de la sobrecarga, y la carbonización que supone la guerra cultural permanente, no parece una figura de demasiada entidad para el tamaño de la crisis económica, que en las dimensiones en las que se anuncia, va a presionar con fuerza contra los verdaderos límites de la Constitución española tal y como la conocemos. Algo que saben bien los movimientos de vivienda, que han visto como cualquiera de sus iniciativas son rechazadas categóricamente en estos términos por el Tribunal Constitucional.
Si los Pactos de la Moncloa pusieron la música, la Constitución puso la letra. Recordemos que el texto consagra la propiedad privada como derecho absoluto sobre la riqueza y obliga a considerar los pagos de intereses de la deuda como prioritarios. Siguiendo las previsiones, y hasta ahora, se están cumpliendo los escenarios “pesimistas”, lo que significa una considerable erosión de los tres pilares legitimadores de los Estados capitalistas modernos: ingresos salariales, provisión de servicios públicos y rentas inmobiliarias. Aunque siempre quede (y, a buen seguro, se utilizará) la carta del cambio cosmético de monarquía por república como forma de cambiar todo para que no cambie nada. En una situación de cierta estabilidad en la consecución de medios de vida indispensables, el momento del debate sobre la jefatura de Estado podría fácilmente liberar potencial de guerra cultural como para dar de comer a tertulianos y opinadores durante seis meses o un año. Es esa estabilidad en la consecución de los medios de vida la que no resulta evidente.
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