Opinión
Fascismos y democracias liberales

Reivindicar como freno a este proceso de derechización extrema las virtudes de las democracias liberales me parece insuficiente e hipócrita.
Netahyahu con Trump en Israel
Benjamin Netahyahu con Donald Trump en el aeropuerto Ben Gurion durante su primer mandato. Foto: Oficina de Gobierno de Israel
31 dic 2024 09:37

En un reciente artículo publicado en El País, el abogado y periodista Nicolás Sartorius se alarma, con razón, de que los milmillonarios estén accediendo directamente, sin mediación alguna, a los más altos niveles de la política; el ejemplo más llamativo, aunque no el único, se encuentra, como señala el articulista, en los recientes nombramientos de Donald Trump destinados a ocupar algunas de las máximas responsabilidades en su gobierno.

Ciertamente, resulta muy alarmante esta situación, que tendrá, que ya está teniendo, graves consecuencias, posiblemente irreversibles, tanto en ese país como a escala global. Pensemos, por ejemplo, en las dramáticas implicaciones que ello tendrá sobre el cambio climático, el ejercicio de los derechos sociales, las reivindicaciones feministas o las políticas aplicadas a las personas migrantes. Todo irá a mucho peor.

Pero por dejar las cosas claras y situarlas en perspectiva. No se trata sólo de que en Estados Unidos y en buena parte de los países europeos se estén abriendo camino gobiernos de extrema derecha, ganando elecciones o alcanzando posiciones privilegiadas con un amplio respaldo electoral (será muy importante al respecto lo que ocurra en las elecciones que tendrán lugar el 23 de febrero en Alemania). Esta involución se está operando con el apoyo, y este es un dato trascendental, de una parte importante de la población trabajadora y de los grupos de población más castigados por las crisis, los cuales, paradójicamente, serán de los más perjudicados por esta histórica derechización.

Un proceso que no es coyuntural, pues tiene que ver con la quintaesencia del capitalismo y que se sostiene básicamente en dos pilares

Estamos ante un proceso de ocupación de los espacios políticos que ya cuenta con mucho recorrido, del que deberíamos tomar nota cuanto antes. Un proceso que no es coyuntural, pues tiene que ver con la quintaesencia del capitalismo y que se sostiene básicamente en dos pilares.

Por un lado, en la continua y creciente oligopolización de las estructuras empresariales. En todos los sectores económicos, un reducido número de grandes corporaciones productivas, comerciales y financieras, junto a las que operan en el universo digital, con múltiples conexiones entre sí, controlan los mercados donde se desenvuelven, tienen capacidad para fijar los precios y obtienen beneficios extraordinarios que reparten entre los ejecutivos y los grandes accionistas. Para ellos las crisis son un formidable negocio.

Asistimos a una creciente captura de las instituciones y de las políticas públicas por parte de las elites empresariales y las grandes empresas

Por otro lado, rompiendo el mito de la supuesta oposición entre Estados y mercados, asistimos -en un proceso de largo aliento que con las crisis se ha intensificado- a una creciente captura de las instituciones y de las políticas públicas por parte de las elites empresariales y las grandes empresas. Con el término ocupación quiero decir un entorno regulatorio propicio para sus negocios, canalización de cantidades ingentes de recursos públicos hacia las corporaciones y vía libre para que los grupos de presión (lobbies) estén presentes y reciban un trato privilegiado en los ámbitos donde se adoptan decisiones sobre las hojas de ruta seguidas por las instituciones. En cuestiones fundamentales, las políticas de los gobiernos y las instituciones comunitarias está impregnada de los intereses corporativos.

No se trata, ya lo he señalado antes, de un fenómeno coyuntural, aunque las coyunturas -el crack financiero, la pandemia, las guerras, con todas sus secuelas- han sido especialmente propicias para los partidos de extrema derecha. Es el capitalismo puro y duro. De hecho, estamos asistiendo a esas dinámicas mucho antes de las que esos partidos se hicieran con el control de un buen número de gobiernos en todo el mundo, se han desplegado en el corazón de las así llamadas “democracias liberales”, han impregnado el denominado “proyecto europeo” y han contado con la aprobación, bien sea por acción o por omisión, de los partidos conservadores, por supuesto, pero también de los socialdemócratas.

Reivindicar como freno a este proceso de derechización extrema las virtudes de las democracias liberales me parece insuficiente e hipócrita. Mejor sería enfrentar sin eufemismos, sin la autocomplacencia al uso, la evidente deriva de las mismas. Pues en su seno se han implementado políticas que han propiciado un aumento o enquistamiento de la desigualdad, que ha alcanzado cotas históricas, y se ha consagrado esa “santa alianza” entre corporaciones e instituciones, porque los logros en materia social, cuando se han producido, han resultado tibios e insuficientes a la hora de enfrentar los enormes desafíos en esta materia, y porque el ejercicio de la política, de espaldas a la ciudadanía y a menudo contra ella, ha contribuido al descredito de los políticos y las instituciones. ¿Reivindicar este “modelo” para frenar a los fascismos? El camino equivocado, el camino que, de seguirse, ya lo estamos viendo, proporcionará oxígeno a la extrema derecha.

Si no se enfrenta el poder de los grandes oligopolios -con medidas concretas, no con declaraciones vacías a las que estamos tan acostumbrados-, si no se moviliza a las clases populares, si el ejercicio de la política se instala en la autocomplacencia de “estamos en el buen camino”, poco o nada se podrá hacer para frenar el ascenso de las derechas extremas o, simplemente, de las derechas (las diferencias son cada vez más tenues entre ambas).

¿Tomarán nota los partidos que se autoproclaman de izquierdas?

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