Opinión
El “feminismo punitivista” no existe

Sobre falacias, falsas dicotomías y cuestionamiento de la autodefensa.
Manifestación contra la sentencia de la Manada, el 26 de abril en Madrid.
Manifestación contra la sentencia de la Manada en abril de 2019 en Madrid. Álvaro Minguito
Feministes per l’autodefensa
6 mar 2025 06:00

Es un hecho innegable que vivimos un proceso de transformación de los feminismos y de cuestionamiento de sus estrategias de lucha. En este contexto, nuestro artículo quiere impugnar una dicotomía cada vez más presente en el ecosistema mediático catalán y español, y que últimamente también asoma la cabeza en nuestros espacios de militancia. Se trata de la división entre el mal llamado “feminismo punitivo” y el autoproclamado “feminismo antipunitivista”.

Dentro de esta segunda categoría se pueden incluir autoras con trayectorias e ideas muy diversas como, por ejemplo, Laura Macaya, Clara Serra, Raque Ogando o Nuria Alabao, con las cuales compartimos la lucha por un feminismo transinclusivo y con conciencia interseccional. Por supuesto, partimos de la base de que no todas estas autoras piensan ni dicen lo mismo y de que, a menudo, sus argumentos se utilizan por parte de terceros para defender una cosa y la contraria. Sin embargo, nos parece preocupante que la falta de concreción de algunas de las tesis del nuevo “antipunitivismo” —que atraviesa artículos de opinión, manifiestos, charlas y, sobre todo, contenido divulgativo en redes sociales— sirva para debilitar consensos feministas hasta ahora bien establecidos en los espacios de base.

¿De quién se habla cuando se habla de feminismo “punitivo”? El punitivismo nunca ha sido un rasgo distintivo ni del feminismo autónomo ni de la izquierda

En un primer vistazo, observamos que en el imaginario de sus detractoras, el feminismo “punitivo” es una figura retórica que, en función del momento, engloba a personajes tan diversos como diputadas del PSOE, Irene Montero, tergiversaciones históricas del feminismo de la segunda ola, políticos de extrema derecha que piden el aumento de penas para los hombres acusados de violación, el feminismo autónomo cuando utiliza estrategias como el veto o una tuitera anónima. Y esta es nuestra primera crítica: ¿de quién se habla cuando se habla de feminismo “punitivo”? ¿Con qué evidencias? Y, si se trata de “tendencias”, ¿hasta qué punto son representativas del movimiento feminista? Demasiado a menudo, las críticas en público al “punitivismo” son incapaces de dimensionarlo o de identificarlo con personas o espacios concretos, lo cual facilita que cualquier persona poco enterada del debate se adscriba a esta crítica. ¿Quién quiere definirse como punitivista? ¡Nadie! Entre otras cosas, porque el punitivismo nunca ha sido un rasgo distintivo ni del feminismo autónomo ni de la izquierda.

Por lo tanto, ¿a qué fenómenos concretos se está haciendo referencia y hasta qué punto puede ponérseles la etiqueta de “feminismo punitivista”? Una constante que observamos en esta narrativa es la de mezclar tres niveles muy diferentes de discurso: el político, el jurídico y el filosófico. Se hace, además, sin demasiado rigor ni transparencia sobre sus referentes. En un trayecto con final incierto, consideraciones en abstracto sobre el deseo se dan la mano con una crítica jurídica a la ley del solo sí es sí, se paran para opinar sobre la estrategia comunicativa que debe seguir el movimiento y dan media vuelta para cuestionar la categoría de víctima (en este punto del viaje ya nadie sabe si desde una perspectiva filosófica, jurídica o política).

Como resultado de este guirigay conceptual, nos encontramos con artículos que advierten de la peligrosidad de llevar el yo sí te creo a los tribunales y que ello derive en una “invitación a la denuncia impune y sin nombre” como si esta máxima histórica del feminismo de base o las demás consignas políticas del movimiento se pudieran traducir de manera literal en conceptos jurídicos. O con opiniones que, tras la denuncia por agresión sexual de una jugadora de fútbol que recibe un beso no consentido de su superior delante de medio mundo, se preguntan si nunca más nos podremos volver a dar besos espontáneos. O con autoras que confunden la realidad (que nos hallamos en una situación de infradenuncia de las violencias machistas) con la estrategia comunicativa que ha de seguir el feminismo para interpelar a los hombres más jóvenes. En entrevistas como esta, nos resulta realmente difícil identificar desde qué perspectiva se habla (¿filosófica, jurídica, política, comunicativa?) y a quién se habla (¿al feminismo autónomo, a las instituciones, a los partidos, a los hombres?). A veces, no se puede hablar de todo a la vez sin caer en contradicciones que dificultan cualquier debate serio.

Otra tendencia que evidencia cierta falta de conexión con la realidad política y material sobre la cual trabaja el feminismo es que, en cuanto al abordaje de las violencias machistas, las autoproclamadas “antipunitivistas” solo aportan propuestas vagas y centradas en la transformación general de la sociedad. Pero hasta la ONU admite que la justicia restaurativa se fundamenta en tres ejes: compensación del daño a las víctimas, responsabilización del agresor o victimario e involucración de la comunidad. En cambio, en estos discursos no encontramos ninguna propuesta para la responsabilización. Tampoco aclaran qué tipo de compensación habría que hacer a las víctimas. De hecho, cuando se trata de abordar las violencias, la concreción solo hace acto de presencia para criticar las estrategias de mujeres que quieren hacer públicas las violencias recibidas. ¿Cómo tiene previsto combatir la violencia machista un feminismo que se limita a cuestionar cualquier forma de defensa jurídica o autónoma de las mujeres y de las identidades disidentes? No es una pregunta retórica.

El movimiento por el derecho a la vivienda habla de huelgas, piquetes, señala la responsabilidad de individuos e interpela al Estado, y en este caso nadie habla de deseo de castigo o de linchamiento

El único argumento de esta perspectiva que se formula de manera clara es que no todas las violencias machistas son igual de graves, que no todas deberían tener recorrido penal y que la prisión no es una solución mágica a nuestros problemas. Estas ideas forman parte del sentido común feminista desde hace siglos (en sentido literal) y no suponen ninguna aportación original. (De hecho, la ley del solo sí es sí, que, con sus defectos, es el resultado de los avances del movimiento, ha sido criticada por la derecha por ampliar la horquilla de penas y bajar las mínimas).

Entonces, ¿qué sentido tiene reivindicar la ya conocida gradación de las violencias ante cada nuevo episodio mediático de violencia machista? Nos preocupa que la alerta “punitivista” suene siempre en relación con el delito de agresión sexual, y no con otros, como por ejemplo el de ocupación, que sí que se encuentra en un momento de expansión y aumento de penas. Y, por lo que respecta al ámbito del análisis político, nos sorprende que estos juicios sobre las acciones de autodefensa feminista no se planteen en otros movimientos sociales. Por ejemplo, el movimiento por el derecho a la vivienda habla abiertamente de huelgas, piquetes, señala la responsabilidad de individuos con nombres y apellidos e interpela al Estado para que regule y ponga multas a los especuladores. En cambio, en este caso nadie habla de deseo de castigo o de linchamiento —como mínimo desde la izquierda. Esto se da porque sabemos que el análisis sobre la dimensión estructural de los conflictos no puede eximir a los individuos de responsabilidad y capacidad de agencia a la hora de ejercer violencia. ¿Por qué este razonamiento tendría que modificarse en el caso de los agresores sexuales?

Asimismo, detectamos argumentos muy contradictorios en torno a la figura del Estado. El nuevo “antipunitivismo” defiende posiciones marcadamente antiestatalistas con respecto al tratamiento y la respuesta a la violencia machista. Considerar cualquier avance en derechos que se aplique mediante el Estado como un ataque paternalista a la libertad individual es un argumento clásico del liberalismo. En este caso, nos sorprende que esto vaya de la mano de expresiones como “garantía de no repetición”. Si el Estado no juega ningún papel en el abordaje de las violencias machistas, ¿ante quién y cómo ha de rendir cuentas el agresor?

Por otro lado, no se nos escapa que la renuncia a utilizar el Estado como vía de denuncia o de reparación abandona a su suerte a todas aquellas mujeres sin una red feminista a su alrededor que las pueda socorrer. Apelar a la comunidad para frenar la violencia, sea mediante la mediación, la pedagogía o la autodefensa, implica universalizar una realidad que no todo el mundo disfruta y, por lo tanto, demostrar cierta ceguera sociológica. De hecho, nos preocupa la manera en que, incluso cuando se proponen abordar específicamente la violencia machista, este tipo de argumentos tratan de hacer un batiburrillo con otras violencias estructurales como la desigualdad de clase o el racismo. Como si en espacios habitados por personas privilegiadas —que han sido, de hecho, el principal objetivo del #Metoo— no se produjeran agresiones machistas. O que se llegue a argumentar que el hecho de que las mujeres expongan las violencias que reciben “opaca” o “relativiza” otros abusos más graves. Todo ello, volviendo al viejo argumento desmovilizador que plantea que las luchas emancipadoras deben competir entre ellas.

Finalmente, estas autoras extrapolan la noción de “víctima” en el ámbito jurídico a una forma de identidad política esencialista, y ven una contradicción entre ser una víctima puntual o estructural de una violencia y mantener la agencia política. Este discurso no es nuevo: lo hemos visto por parte de diferentes sectores de la derecha en relación con muchas otras luchas. Hace décadas, los jueces reaccionarios consideraban que el hecho de que el Estado impusiera la jornada de ocho horas era un ataque a la libertad individual de los trabajadores, que tenían que poder trabajar las horas que ellos desearan sin restricciones. Hoy vemos cómo el hecho de que el Estado vele por la libertad sexual de las mujeres es visto —con una nueva mezcla del ámbito jurídico, político y filosófico— como un intento de regular su deseo de forma arbitraria. (La manera en la que estos argumentos obvian la posibilidad de “sociologizar” y de criticar los procesos de construcción del deseo y lo usan como un ente dado y ahistórico merece un artículo aparte). Resulta contradictorio que, por un lado, se critique el “paternalismo” de las formas legales feministas que modifican la definición de agresión sexual y que, por otro lado, se sugiera que cierto feminismo “punitivista” hará que las mujeres no sepan distinguir entre un malentendido (o “mal sexo”) y una agresión. ¿No es esto último, precisamente, una visión que niega la capacidad de las mujeres para tomar decisiones sobre su deseo?

Nos sentimos encasilladas en una dicotomía que nos divide por enésima vez en conciliadoras y vengativas, en razonables y excesivas

Al principio, algunos de los argumentos “antipunitivistas” nos generaban estupefacción: si todas teníamos claro que el feminismo ha problematizado históricamente la institución de las prisiones por ser racistas y clasistas, ¿de dónde surgía esta preocupación sobrevenida por los “excesos punitivistas” del movimiento cada vez que se denuncian las violencias sexuales? Sabemos que el sistema judicial y carcelario son responsables de muchas violencias y que lo hacen con sesgos claros; pero esto no hace que no denunciemos, por ejemplo, un abuso policial. A día de hoy, y al ver el apoyo editorial, mediático y político a estas ideas, la situación nos genera más bien preocupación. Nos sentimos encasilladas en una dicotomía que nos divide por enésima vez en conciliadoras y vengativas, en razonables y excesivas, en amigables y enfadadas e, incluso, en liberadas y puritanas. En este punto habría que preguntarse, de nuevo, cuáles son las estrategias consideradas legítimas para combatir los episodios de violencia machista que no constituyen (¡ni han de constituir!) un delito.

Si al leer a estas autoras solo se nos ocurren el silencio o la mediación entre individuos de manera privada —como si la violencia machista fuera una suerte de error puntual, un problema de “manzanas podridas”— quizá hablamos directamente de la negación del carácter estructural del patriarcado (o de la negación de la capacidad de media humanidad para hacerse cargo de sus acciones). Y, en este sentido, de una confusión entre la defensa legítima e históricamente feminista del antipunivismo y la reproducción de la cultura de la impunidad.

Sobre Feministes per l’autodefensa
Feministes per l’autodefensa (@feministesperlautodefensa) es un espacio de debate formado por Ana Burgos, Natàlia Cámara, Milena Duch, Maria Duran, Aïda Escarré, Marina Freixa, Aurora Lonetto, Sofia Mateu, Andrea Pérez, Manuela Pérez, Cristina Sans y Blanca Valdivia.
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Trotskyto
9/3/2025 0:38

Gracias por escribir un artículo tan necesario y acertado. hay que estar contra la cultura de la impunidad, nos llamen como nos llamen.

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Lauri
7/3/2025 10:56

Muy buena reflexión. Muchas gracias por compartirla.

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Sirianta
Sirianta
6/3/2025 13:44

Un texto muy interesante. Le daré un par de vueltas más. Gracias por las reflexiones.

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