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Opinión
La fuerza aérea de los pobres, un relato sobre los coches bomba
Hace solo dos semanas, a finales de noviembre, un coche bomba explotaba en la frontera entre Estados Unidos y Canadá. El suceso, que dejó dos fallecidos, se produjo cuando un vehículo, que circulaba a gran velocidad, se estrelló junto a la garita de control situada entre ambos países. Hasta el momento no hay mucho más datos, aunque la policía estadounidense ha clasificado el suceso como “ataque terrorista” al llevarse a cabo en el contexto del apoyo del Gobierno federal a los bombardeos indiscriminados de Israel sobre Gaza, y justo un día antes de la celebración de una de las fiestas más populares del país norteamericano, Acción de Gracias.
Hace un mes, el 8 de noviembre, otro coche bomba estalló en Lugansk llevándose por delante a Mikhail Filiponenko, diputado regional del denominado Consejo Popular de dicha localidad y exjefe de las milicias prorrusas. En esta ocasión, la bomba había sido colocada exprofeso sobre su propio vehículo, siendo reivindicada la acción por parte de la inteligencia militar ucraniana (GUR).
Y, cambiando de continente, a finales de agosto, justo unas semanas antes de llevarse a cabo la elección presidencial, dos coches bomba estallaron en Quito, Ecuador, sin causar, en esta ocasión, daños personales. Era la primera vez en la historia del país que estallaba un coche bomba en su capital, considerada tradicionalmente entre las más seguras del sur de América. Las primeras investigaciones parecen decantar la responsabilidad en las disputas que se están produciendo entre diferentes clanes que tratan de apropiarse del mercado y de los canales de distribución del narcotráfico.
Precisamente a esta cuestión, y a trazar un relato sobre el surgimiento de esta práctica, así como a contextualizar, histórica, social y espacialmente, su desarrollo y evolución está dedicado el último libro de Mike Davis, publicado en castellano por la editorial Verso, Una breve historia del coche bomba. El coche de Buda (2023). En él, el recientemente fallecido sociólogo radical americano plantea el nacimiento de esta tipología de violencia urbana en el Nueva York de principios de siglo XX, justo pocos meses después de la detención de los anarquistas italianos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, los cuales, recordemos, fueron ajusticiados, después de un controvertido juicio, por el presunto robo a mano armada y el asesinato de dos personas en Massachusetts. De esta forma, Mario Buda, otro inmigrante también anarquista, utilizó un coche de caballos situado en la esquina de Wall Street y Brad Street para atentar contra las negociaciones comerciales y financieras que se estaban produciendo en el cercano edificio de la J. P. Morgan y como forma de protesta por la detención de sus amigos Sacco y Vanzetti. Así lo parecieron confirmar unos panfletos encontrados a escasa distancia, los cuales recogían la siguiente amenaza: “¡Liberad a los presos políticos, o moriréis todos!", firmada por los Combatientes Anarquistas de Estados Unidos.
Desde ese momento y hasta la actualidad han pasado exactamente 103 años y el coche bomba, como el dinosaurio de Monterroso, sigue estando ahí. El libro de Davis recoge algunas de las características de lo que él mismo se ha encargado en denominar la fuerza aérea de los pobres. Para comenzar, los vehículos bomba son armas silenciosas, casi invisibles, que aúnan la capacidad del ataque por sorpresa con una gran eficiencia destructiva. Cualquier coche puede ser un coche bomba y, dependiendo de su tamaño -furgonetas, camiones- y de la tecnología empleada para la fabricación de los explosivos, el nivel de desolación y destrucción puede llegar a alcanzar grandes proporciones. Por otro lado, a la mencionada invisibilidad, paradójicamente, habría que sumarle una alta visibilidad de las acciones, debido a su espectacularidad, situando en el mapa del conflicto a los actores que hacen uso de él. Se convierte, de esta manera, en una forma de propaganda política. Además, los coches bombas son muy baratos de fabricar, sobre todo si lo comparamos con otro tipo de armas de destrucción con capacidad similar, como las bombarderos ordinarios o cualquier tipo de misil. Hoy en día es posible encontrar sus ingredientes en grandes almacenes y supermercados, pues los fertilizantes usados para la agricultura y la jardinería cuentan con ellos entre sus componentes básicos. Los ataques con coches bomba son sencillos de preparar, no se necesita un alto grado de coordinación ni de logística. Hoy en día es fácil acceder a un coche, conducirlo y estacionarlo cerca de emplazamientos simbólicos donde se pueda realizar un gran daño. Las tecnologías desarrolladas para prevenir este tipo de ataques son costosas pero, sobre todo, no están al alcance de todo el mundo o de grandes áreas, lo que instituye un carácter de clase en la defensa. Son, también, un instrumento ideal para causar grandes bajas y daños. A los gobiernos de los países más enriquecidos del mundo se les llena la boca con la posesión de las armas inteligentes, pero todos hemos sido testigos de la gran cantidad de daños colaterales que generan, tal y como ocasionan los mismos coches bomba. Son muy útiles para actuar de forma anónima y se necesita de una alta capacidad forense para poder realizar un análisis profundo y detallista del origen y usuarios de los mismos. Si el nivel de destrucción es suficientemente alto, los restos dejados a la investigación forense son mínimos. Y, por último, los coches bomba han permitido a grupos marginales, mínimos, con escasa capacidad de intervención en otros ámbitos, salir de su marginación social y política dentro de la historia moderna.
Mike Davis realiza en su libro, no solo un esbozo temporal del coche bomba, sino también otro espacial
Se podría decir, en resumen, que los coches bomba han supuesto el hackeo de las normas tradicionales de la guerra y los antagonismos, otorgando poder de iniciativa y respuesta a grupos y colectivos sin acceso a papeles relevantes en conflagraciones contemporáneas.
Mike Davis realiza en su libro, no solo un esbozo temporal del coche bomba, sino también otro espacial. Así, recorre la geografía mundial vinculando su uso con significados conflictos que, de hecho, pueden, en muchos casos, llegar hasta nuestros días. Es así, por ejemplo, con las actuaciones de grupos terroristas sionistas como la banda Stern, la cual ejecutó sus principales acciones bajo los últimos años del Mandato Británico en Palestina. Tildados de “fascistas” por la propia Agencia Judía, muchos de sus componentes se insertaron con normalidad posteriormente en la vida política y militar del nuevo país; pero también por su protagonismo en la guerras de independencia de Vietnam, Argelia e Irlanda del Norte; por la Mafia siciliana o los movimientos radicales estadounidenses de los años 60; por su utilización en la guerra civil libanesa, donde Israel volvió a tener un protagonismo destacado, fue objeto de ataques mediante vehículos con explosivos, además de usarlos él mismo contra intereses palestinos o chiíes libaneses, como Hezbollah; por su relevancia en las disputas étnicas de Sri Lanka e India; por el recuerdo de los coches bombas utilizados por ETA en diferentes localizaciones del territorio español; por la relevancia de su uso por el narcotráfico colombiano, cuando Pablo Escobar, pero también después, fue su máximo exponente; por la capacidad de destrucción que le vieron los independentistas corsos en sus acciones contra intereses turísticos en esta isla del Mediterráneo; por su competencia para cometer magnicidios contra determinados políticos, como los intentos de la extrema derecha por acabar con el Presidente norteamericano Barack Obama; por su implicación en el avispero que se convirtió Bagdad después de la invasión yanqui, hasta llegar, finalmente, al coche bomba por excelencia, que aunque tenía alas se podría catalogar bajo los mismos preceptos y que vino a cambiar los parámetros de la seguridad global desde principios de siglo: los aviones utilizados para llevar a cabo los ataques contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono en Washington.
Unas formas de actuar que no son exclusivas de pequeños grupos paramilitares o terroristas, sino que han sido enseñadas y difundidas por gobiernos como el norteamericano en los campos de entrenamiento para muyahidines en el Afganistán soviética y comunista, o la inteligencia gubernamental paquistanesa, el conocido ISI, a la hora de adiestrar a aquellos que, posteriormente, serían fieles miembros de Al Qaeda o la Yihad Islámica.
En definitiva, un libro duro, sin ambages, con profusión de detalles, fechas, kilos de explosivos, fallecidos, impactos económicos y presupuestos militares que nos hace posar la mirada en que, si hay un motivo, siempre habrá un conflicto, y que las armas no serán ninguna limitación al respecto. Porque, tal y como Mike Davis nos señala con esta y otras obras, si la violencia ha marcado profundamente la historia reciente de la sociedad, esto ha sido posible también porque existen desigualdades, explotación y miseria. Y así lo demuestra esta fuerza aérea de los pobres.