Opinión
La derecha metálica

Los reclutas norteamericanos retratados por Stanley Kubrick en La chaqueta metálica cantaban repetidamente en su instrucción que Ho Chi Minh era un hijo de puta. El objetivo era claro: una vez que se pisara el frente enemigo, todo norvietnamita que uno se encontrara habría de ser concebido como un hijo de puta. Para convertir al ciudadano en soldado nada mejor que infundir odio y deshumanización hacia el enemigo.
Antes de que el primer puñetazo o la primera ráfaga de disparos proclame el inicio abrupto de la violencia física, hay un proceso de preparación de la violencia mental en las complejidades del self del individuo. Allí, más allá de la conciencia, los señores de la guerra buscan saber tocar las teclas de las fobias, pasiones, miedos y deseos a menudo incognoscibles de la población a la que convertir. Un mecanismo habitual en la construcción del hostis, el enemigo, consiste en el rescate de todo objeto bueno de ese otro al que queremos transformar en eliminable. Hemos de corromperlo, viciarlo, dibujarlo demoníacamente mientras nos erigimos en santos de una cruzada que pronto nos exigirá actuar. Un paso adicional supondrá el identificarnos como sujetos de su odio: se alerta sin base ninguna de que estamos en riesgo de ser violentados por el enemigo, así que se alienta la acción preventiva. Si no luchamos y nos defendemos, seremos asesinados, viene escribiendo estos días el dueño y controlador de X, Elon Musk, entre otras hiperbólicas reacciones al asesinato de Charles Kirk.
Conocido también es cómo los genocidios se alimentan de estas estrategias de deshumanización y odio. Recordemos que los judíos y los tutsis eran llamados piojos y cucarachas respectivamente. Se decía que los primeros formaban parte de una conspiración internacional de poder, mientras los segundos tenían planeado un ataque inminente a los hutus cuando estos tuvieron que anticiparse con sus machetes. En octubre de 2023 escuchamos al ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, llamar a los habitantes de la franja de Gaza “animales humanos” de cara a justificar los inminentes cortes de luz, agua y alimentos en la Franja, anticipando con ello todo lo que ha venido después.
Se está tratando de convertir en soldados fieles y prestos a la batalla a millones de ciudadanos. El grupo ultraderechista Vox cabalga feliz a lomos de este odio
Otra estrategia estudiada de la violencia mental consiste en cómo, partiendo de la noción de trauma, a menudo algunos afectos intolerables para el individuo, que no los puede fijar al recuerdo concreto de su génesis, flotan por el interior humano, agitándolo. El miedo, la vergüenza y todo tipo de dolor psíquico, incluida la incertidumbre de unos tiempos en los que se nos está borrando la posibilidad de futuro, necesitan un lugar, una diana, donde situar toda esta angustia en algo reconocible y aceptable que combatir. La construcción del hostis en este caso resulta perfecta como calmante. Ya tenemos un culpable donde situar nuestra fobia. Si las arañas o las serpientes tradicionalmente han tenido este rol en nuestra especie, ahora colectivos humanos enteros, especialmente aquellos vulnerables que peor se pueden defender, pueden llegar a serlo. El racismo en este sentido resulta ideal como elemento deshumanizador, como estamos observando también con preocupación en los estadios deportivos de nuestro país. El rival pasa a ser un enemigo transformado en fobia u obsesión a vencer, combatir, expulsar, y finalmente eliminar.
No estoy diciendo en este artículo nada esencialmente nuevo de lo que ya conocen los y las especialistas en la materia, de lo que enseñamos en nuestras universidades públicas al respecto. Y sin embargo, las estrategias se redoblan y se muestran sin complejos incluso a las puertas de nuestras casas.
El otro día me contaba un amigo muy cercano cómo al final del verano su familia se vio sobresaltada por unos gritos que parecían proceder del interior del edificio donde viven. Varias voces al unísono estaban cantando a voz en grito “Pedro Sánchez hijo de puta”. Temieron que algún grupo fascista bajo los efectos del alcohol se hubiera colado en su generalmente tranquila urbanización de una población conservadora del noroeste madrileño. Nada más lejos. A la mañana siguiente el generalmente educado vecino de al lado comentaba jocoso cómo la noche anterior se les había ido de las manos una celebración familiar y, sí, habían acabado cantando la famosa canción del verano de las derechas.
En el año 2021, algunos esgrimíamos la tesis de que se venía un enfrentamiento directo entre la democracia y el incipiente fascismo cuyos síntomas ya aparecían en nuestra sociedad. Entonces recuperé la historia de Sebastian Haffner, un joven alemán conservador durante el ascenso nazi que vive con horror la “venganza” de una buena parte de su familia, amigos y vecinos “contra una vida que les viene grande”.
En la España donde la precariedad y el difícil acceso a la vivienda se ha convertido en norma desde hace décadas, ahora mismo no tenemos una situación económica especialmente crítica, al menos si lo comparamos con los años que siguieron a 2008. La convivencia en nuestras calles resulta envidiable para quienes vienen de medio mundo, y un ejemplo de ello fue nuestra reacción durante las horas del pasado apagón. El actual gobierno, a mi pesar, y por mucho que tenga presente en él a la izquierda alternativa y comunista, no ha llevado a cabo políticas de ruptura ecosocialista que desde todas las instancias científicas se vienen reclamando desde hace años. Más bien estamos, tan solo a veces, ante ribetes de una socialdemocracia moderada, con hitos como el aumento del salario mínimo al que poca gente se podrá negar y con una posición de dique frente al fascismo que se antoja fundamental.
El señor que insultaba a Pedro Sánchez a voz en grito el otro día con su familia es alguien acomodado a quien le saca de quicio, según relataba a mi amigo cuando le pidió explicaciones, la corrupción de la familia del presidente tanto como su política fiscal. Seguramente se ha visto espoleado por el insulto popularizado por Isabel Díaz Ayuso a partir del “me gusta la fruta”, que el propio Núñez Feijóo, en su seguidismo inane de las extremas derechas, ha hecho suyo. De ahí el salto a algunos conciertos de este verano, y finalmente a los hogares: “Pedro Sánchez hijo de puta”.
La insultante repetición esta vez no se produce entre los reclutas de West Point mientras se preparan para entrar en combate en Vietnam, sino en las plataformas digitales, en los telediarios y la prensa, en los conciertos, en las fiestas de cumpleaños. Se está tratando de convertir en soldados fieles y prestos a la batalla a millones de ciudadanos. El grupo ultraderechista Vox cabalga feliz a lomos de este odio, subiendo en las encuestas como la espuma merced a su expansión entre buena parte de la juventud, especialmente entre los varones: actualmente en torno a un 40% de los chicos españoles menores de 35 años le votarían. Sánchez y sus seguidores de la izquierda woke son unos hijos de puta, como esos radical left lunatics a los que Donald Trump pide “dar una paliza” tras el asesinato de Kirk. Mientras, los migrantes y refugiados, especialmente los más vulnerables entre ellos, los menores de edad, son unos criminales y violadores. De momento por aquí al menos nadie ha llegado a afirmar que se están comiendo nuestras mascotas, aunque subidos a la ola trumpista se esté llegando ya, por parte de Vox, al extremo de pedir la deportación masiva de ocho millones de migrantes y sus hijos o incluso de hundir el barco de rescate Open Arms. El pasado 13 de septiembre, en la plaza de toros de Valladolid, se llegó al extremo de la deshumanización del presidente del Gobierno cuando los asistentes rieron como gracia el comentario de un espontáneo que gritó, antes de que el torero entrase a matar, “piensa que es Sánchez”.
Para la derecha política y sociológica estamos así rodeados de unos gobernantes despreciables y de unos otros que nos amenazan desde el final de la escalera social. Las palabras empleadas ya son las de los genocidios de los siglos XX y XXI, entramos en un terreno peligroso donde los haya. No hay diálogo posible entre los distintos, menos aún cierta apertura mental y social a la acogida, al aprendizaje intercultural, o al fortalecimiento de vínculos comunitarios para enfrentar conjuntamente la grave crisis ecosocial que sí que nos acecha sin apenas distinción. En su lugar, solo prolifera el grito unánime de Esparta que prepara de manera inquietante, una vez más, el ruido de las botas contra el piso, pidiendo que más pronto que tarde la violencia mental, cada vez más agitada hasta el límite, como una olla a presión, derive en la liberación de la violencia física. Y de nuevo, las plazas de toros.
Las respuestas que hemos de articular desde la izquierda, además de la denuncia de esta deriva, reside en no replicar desde el otro lado las estrategias de la propaganda que busca la manipulación de miles de personas para sus fines políticos e ideológicos, también violentos, por mucho que pensemos que la defensa de la democracia merece pasar por ahí. Para eso precisamos la apertura y la renovación de un debate teórico más amplio que, además de los liderazgos, renueve también los marcos del ciclo que termina entre la propia izquierda alternativa. Espero que en este curso político que se abre seamos muy conscientes de todo lo que nos jugamos a la hora de facilitarlo.
Opinión
El espectáculo no continúa, y punto
Los artículos de opinión no reflejan necesariamente la visión del medio.
Relacionadas
Para comentar en este artículo tienes que estar registrado. Si ya tienes una cuenta, inicia sesión. Si todavía no la tienes, puedes crear una aquí en dos minutos sin coste ni números de cuenta.
Si eres socio/a puedes comentar sin moderación previa y valorar comentarios. El resto de comentarios son moderados y aprobados por la Redacción de El Salto. Para comentar sin moderación, ¡suscríbete!