Opinión
La forma del agua

Con cada cambio de gobierno se propone un nuevo sistema educativo en el que cristaliza su ideario, su visión del país y su proyecto de futuro.

Educación escuela niñas
Los programas de compensación de las desigualdades han sido los grandes perjudicados del ciclo 2009-2016. Álvaro Minguito
Marta Sanz
26 jul 2018 06:00

Con cada cambio de gobierno se propone un nuevo sistema educativo en el que cristaliza su ideario, su visión del país y su proyecto de futuro. Sus frases hechas y su modelo de economía. Así, algunos planes educativos parecen diseñados por cofrades; otros se empeñan en importar experimentos árticos y pizarras electrónicas; algunos desprestigian la memoria; otros se suben a una tarima para elogiar autoridad y esfuerzo por encima del juego o la creatividad. En este marasmo me gustaría compartir algunas preguntas porque en las aulas se concentran, como el rayo a través de la lupa, las contradicciones de la sociedad en que vivimos: las violencias, expresadas como desigualdad y como rencor frente a las desigualdades, y también la hiperprotección, las burbujas y los cuartos acolchados que aspiran a atenuar esas violencias.

En la práctica docente se activan nuestras contradicciones respecto a lo particular y lo común, y se plantea la duda sobre si la educación debería personalizarse según las necesidades del alumnado (¿clientes?), su capacidad y su esfuerzo, o debería garantizarse un término medio a partir del cual unos escalen y otros busquen autónomamente listones más sublimes. En el ámbito educativo se radicalizan las diferencias de clase: ciertas familias pagan profesores particulares o viajes para aprender idiomas, frente a otras cuya prole llega al aula cansada o hambrienta, y no logra comprender la teoría de conjuntos. La escuela pública se transforma en un nido asistencial mientras la brecha de la desigualdad se agranda en las universidades privadas del emprendimiento, los foros de debate, el liderazgo y las consultas online. En el ámbito educativo se radicalizan las diferencias innatas —el coeficiente intelectual— y las adquiridas —una determinada predisposición al conocimiento y la cultura—: el género se coloca a los dos lados de la ecuación.

Pero ¿cuál es la finalidad última de las escuelas, institutos y universidades? ¿Formar una ciudadanía resiliente capaz de responder a las exigencias de un mercado laboral en transformación por efecto de las crisis capitalistas o la robótica?, ¿o acaso la finalidad de las escuelas pasaría más bien por desarrollar el sentido crítico de un alumnado que, con su mirada resistente, formule propuestas para la construcción de una sociedad y un mundo mejores? Ahí radica el dilema entre las finanzas o el latín en los planes curriculares. Pantallas líquidas o caligrafía. Cuentos de hadas censurados o potenciación de estrategias de lectura crítica. Historia o actualidad. Patinaje o buceo. A menudo las opciones se excluyen, y hemos de decidir si queremos ser el agua que se adapta al recipiente o transformarnos en torrentera que redibuje el cauce. Pensar si nos gusta el recipiente y si apoyamos un modelo adaptativo o transformador. Decidir si todo lo transformador se vincula a la innovación tecnológica y si queremos criaturas que acaricien vacas en el campo o criaturas que, como escribe Remedios Zafra, intenten ampliar la imagen de una vaca deslizando los dedos sobre el vidrio de la ventanilla de un coche. Sería tan estúpido desechar ciertas innovaciones como excluir de la educación métodos analógicos irrenunciables.

Hablo, por supuesto, desde la perspectiva de una enseñanza pública donde el profesorado reciba salarios que dignifiquen su oficio en una sociedad que seguirá siendo capitalista ad nauseam: las reformas educativas y los nuevos planes curriculares apuntan en esa dirección.

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