Opinión
El patriarcado está muerto
Hoy, en medio de la pandemia del coronavirus, el patriarcado está muerto y en descomposición y un bichito ha puesto sus despojos en la periferia, para ver qué sucede cuando la fuerza de la vida y la muerte se ponen en el centro de la convivencia.
Feminista, corista y profesora de derecho del trabajo (UCLM).
Creo que nunca me he sentado con más pena a escribir un texto con vocación de publicarlo. Y nunca pensé que sería por este motivo. Un motivo que no es una razón, es un cambio civilizatorio que algunas feministas italianas de la Libreria delle donne de Milán ya anunciaron hace 24 años, en el momento que tomaron conciencia de que el patriarcado moría cada vez que una mujer ─o un hombre añado yo en el presente─ deja de concederle crédito.
Hoy, en medio de la pandemia del coronavirus, el patriarcado está muerto y en descomposición y un bichito ha puesto sus despojos en la periferia, nos ofrece una lente de aumento para ver qué sucede cuando la fuerza de la vida y la muerte se ponen en el centro de la convivencia, polaridad radical de ese desorden de dominación de la vida misma y, por tanto, de las mujeres y de sus frutos. Y no solo. Hoy podemos decir, en tiempos globales de la desintegración del patriarcado, que también ha dominado la vida de los hombres. Consiguiendo, en muchos casos, una suerte de legión de seres ─también algunas mujeres modernas─ aspirantes a quimeras absurdas como la independencia, el latir sin corazón o el dominio con alma. Horizontes imposibles que han desembocado en muchos siglos de violencia también global contra las mujeres y contra y entre ellos mismos.
Para mí, no hay equidistancia entre una posición y otra. Sería una estupidez que impediría ver la dimensión del daño, del quién contra quién, cuyo reconocimiento es el único camino de memoria, reparación y justicia. Pero sí que tiene un sentido político que los hombres, si así deciden hacerlo, hagan su genealogía propia del dolor que han sufrido y han infligido. Y si lo hay, pidan perdón. También a sí mismos, claro. Es una palabra sencilla y mágica. Impronunciable para muchos hombres buenos porque, seguramente, pronunciarla es reconocer la dimensión de un daño demasiado grande. Ese es el desafío.
Hoy puedo escribir estas palabras gracias a la muerte, a la que lloro por todo lo que fue, que afortunadamente ya no será más, y por la pérdida de lo que venía del amor de un patriarca. Porque algunos patriarcas quisieron, cuidaron y protegieron a su torpe manera pero de verdad, intentándolo dentro de un desorden inmenso, dentro un desmadre. Algunos patriarcas ─solo algunos─ tuvieron el corazón más grande que su violencia. Eso lo sabe bien una mujer de generaciones anteriores y es lo que les ha servido a muchas para poder seguir amándolos a pesar de todo. No tienen la autoestima baja, tienen el alma alta y un conocimiento preciso de la vida y sus circunstancias, de cuando el patriarcado todavía no estaba muerto. Aunque, a sus hijas, bien nos enseñaron a que lo estuviera. Lo que se enseña se sabe.
Por eso, hoy lloro de pena y de alegría por la muerte del patriarcado, sabiendo que no es un eslogan, que se mide en pérdidas que son vacío y ganancias en cada vida. La pérdida transitoria ─espero─ de hombres que no acaban de dar el salto. No es fácil asomarse al abismo. Pero es que el abismo hoy está debajo no delante. En la raíz.
Lloro por la muerte del trozo de mí que se va también con la muerte de mi patriarcado. Me duele y, a ratos, me acongoja la dicha. Un desgarro propio, que se produce necesario, imprescindible, la purga que nos ofrece este tiempo imponente. Se me desgarran los juicios, el decirle a los demás lo que tienen que hacer, la falta de compasión con quien me molesta, la identidad como defensa. Se me desencarna la dialéctica, el conflicto entre oponentes, la crítica sin horizonte. Se me desbarata la razón sin corazón.
Y en los momentos de revelación, después de aplaudir, de haberme marcado un baile o una canción con mi mismidad, cuando me siento descansada y sin prisas ni mandatos en mi propio hogar, me vuelven a nacer las palmas en el pecho, las palabras en el pecho.
Y aplaudo a esos hombres que, durante esta gran purga, están cuidando de sí; a los que llaman a sus amigas; a esos hombres cuya voz no es más alta ni más baja que la de su familia; a esos hombres que están en profundo silencio; a los que usando palabras viejas de guerra, sin embargo, tienden la mano una y otra vez; a los hombres que se están haciendo cargo de la vida aprendiendo de sus madres y cuidando de ellas y de la madre tierra; a los hombres que se han partido en dos por el miedo al bicho y ha aprendido que son vulnerables y felizmente dependientes; a los que se dejan el corazón libre y rompen a llorar de dolores ancestrales; a los padres que agradecen el cuidado de sus hijas no dándolo por descontado; a los que reconocen la maestría del trabajo de sus compañeras; a mis estudiantes tiernos y cuidadosos que se preocupan por mí y me lo dicen; a los hombres que están haciendo las paces consigo; y con la casa; a los padres que están siendo amorosos y disponibles para sus criaturas pequeñas y maduras; a los que se han ido dando la mano a su mujer porque tenían miedo a la muerte; a los hombres que han dado el salto y nos hacen reír y confiar.
Hombres, mujeres, tenemos mucho trabajo de amor por delante. Me muero de ganas.
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