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Opinión
Los que bailan
18 de agosto de 1936. Antes de que lleguen los hombres con sus voces de zarza todo es canto de chicharra, pisada de animal, fruto desprendiéndose. El tronco del olivo parece tierra arada o curso de río que se rodea a sí mismo. Sus raíces, como brazos extendidos, querrían cobijar a los cuerpos que caen, uno tras otro, al compás de las balas. Lo torcido acoge a lo torcido. El olivo acaricia al poeta, pero los ojos se han vuelto ya un cristal y los dedos un frío. Pero yo ya no soy yo ni mi casa es ya mi casa.
No se sabe cuántas balas se han perdido en el aire antes de hincarse como garras en la carne; dónde empieza la herida y termina este miedo. No son los muertos los que bailan. Los que bailan son siempre los mismos que disparan, esos que rezan antes de la sangre y después de la sangre celebran, ríen, beben. El barranco de Víznar es una boca abierta y traga muerte. Así seguirá este sitio las siguientes cuatro décadas: debajo y encima de la tierra convertido en tumba. Aquí no hay mañana ni esperanza posible.
Quizás los asesinos no rumian un auténtico odio y tan solo se trata de obedecer a ciegas. Vileza o cobardía, ¿acaso importa? Los matices no resucitan a los muertos
Después de disparar, la hilera de uniformes azules sigue la trayectoria de los cuerpos al caer y se seca el sudor con la mano derecha. Quizás los asesinos no rumian un auténtico odio y tan solo se trata de obedecer a ciegas. Vileza o cobardía, ¿acaso importa? Los matices no resucitan a los muertos. Tiemblan, sin duda, también los asesinos, pero a veces es terror y otras es pura carcajada lo que agita sus pechos. Si hay un rastro de culpa, no se puede seguir (solo queda la pólvora). Tampoco de los asesinados conocemos detalles (¿se han hecho pis encima, han suplicado, llorado, han estado dispuestos a traicionar, a traicionarse?). Si hay un rastro de vergüenza, no se puede seguir (solo quedan los huesos).
Lo que sí es seguro es que los que disparan no han leído Poeta en Nueva York ni han visto a Margarita Xirgú bordar la libertad en una bandera, subida a un escenario. Lo que sí es seguro es que los que disparan no entienden que lo escrito no muere y menos lo que nace a punto de caer, al filo de la pena. Para no ver el inmenso torrente de lágrimas que nos rodea, cubrís de encajes las ventanas. Ignoran los asesinos que lo que se escribe retirando visillos, abriendo ojos a la fuerza, lo hará una y otra vez hasta el fin de los tiempos, volverá cada vez que un visillo se corra o unos ojos se cierren. Para que se quemen estas gentes que pueden orinar alrededor de un gemido.
Los versos del poeta siguen escarbando la tierra, cabecean aún en ella como larvas para que no olvidemos el reverso de las máscaras, el aleteo de las moscas alrededor de la carne, los cuerpos que, de un puntapié, rodaron hasta el fondo de las fosas
Federico hundió las pestañas en el llanto de todas, arrulló nuestro dolor como si fuese un hijo. Eso nos enseñó: a quebrarnos por dentro cada vez que las otras se rompían, a entender que el daño de una es el daño de todas y que el poder opera para volvernos solo multitud que vomita. Yo, poeta sin brazos, perdido entre la multitud que vomita. Los versos del poeta siguen escarbando la tierra, cabecean aún en ella como larvas para que no olvidemos el reverso de las máscaras, el aleteo de las moscas alrededor de la carne, los cuerpos que, de un puntapié, rodaron hasta el fondo de las fosas. Que la verdad es blanda y se deshace como un terrón de azúcar, y la belleza sigue sola, muy sola, apuntando a lo imposible.
Para que no olvidemos que siguen las cárceles llenas de presas políticas, el pueblo andaluz vareando miseria, un látigo sujeto por unas manos blancas golpeando la espalda de negras, gitanas, moras, indias, pobres. Que se sigue matando al grito de maricón; sin escopetas ya, solo con puños. Que los que bailan son siempre los mismos que disparan.