Opinión
Los muñecos callejeros de Madrid

“¿Hace calor ahí dentro?”, le pregunté. “Muchísimo. El ventilador mueve aire caliente”. ¿Y es un trabajo peligroso? “Bueno, a veces te empujan, o te golpean”.
Muñeco ‘transformer’ cerca del Palacio Real, en Madrid
Muñeco ‘transformer’ cerca del Palacio Real, en Madrid. Giuliana Zeppegno
11 may 2024 06:00

El barrio en el que vivo es un barrio-no barrio. Es un barrio-postal atestado de turistas, inmerso en una especie de festejo permanente: el de Palacio. Esto hace que me tope a diario con las muchas realidades que el turismo engendra a su alrededor. Entre ellas, los muñecos.

Hacía tiempo que planeaba escribir un relato de ficción sobre los “muñecos gigantes” que en los últimos años se han sumado a las estatuas vivientes y al resto de personajes disfrazados que pululan por el centro de Madrid (como el mítico Super Mario, el Spiderman, o la misteriosa cabra loca con sus flecos de espumillón). Me refiero a las personas metidas en esos disfraces enormes, con un ventilador interno para amortiguar el calor insoportable, que permanecen bajo el sol durante horas esperando a que alguien quiera hacerse una foto junto a ellas: robots transformer, pandas melancólicos, osos polares, gorilas, Sullivans y otros personajes adorados por niños y niñas.

Para poder escribir un relato respetuoso y eficaz, tenía que conocer más sobre su situación, y en la prensa no pude encontrar apenas nada. De ahí que me animara a acercarme a un oso de peluche al lado de la plaza de España para exponerle mi necesidad. “No soy policía”, aclaré enseguida. La chica reaccionó con timidez, diciéndome que le preguntase “al de azul”. Efectivamente, a su lado había un Sullivan grandote, de aspecto simpático y disfraz un poco desgastado. Se fio de mí. “Vale, ahorita”, me dijo, y yo empecé a soltarle mis preguntas dirigiéndolas a una reja a la altura del pecho donde supongo que se encontraría su cara.

En pocos minutos, me di cuenta de que la realidad era incluso peor de lo que había imaginado. El chico con el que hablé (colombiano, 22 años, llegado a Madrid hacía pocos meses) me dijo que sacaba unos 300 euros al mes haciendo de muñeco de 9h a 21h. Tres pausas para mear (en los baños públicos o colándose en el Primark) y una para comer.

“¿Hace calor ahí dentro?”, le pregunté. “Muchísimo. El ventilador mueve aire caliente”. ¿Y es un trabajo peligroso? “Bueno, a veces te empujan, o te golpean”. ¿Cómo que te golpean? “Muchos no saben que somos personas. Creen que somos muñecos de verdad, cosas mecánicas”. Los niños, querrás decir. “No, los adultos también. El mes pasado me caí al suelo. Nadie se paró a ayudarme”.

El chico tiene ganas de hablar. Me dice: “Pregúntame más”. Comenta que hay muñecos que viven en la calle, pero él está en un piso de alquiler. La mayoría son migrantes sudamericanos, sin papeles. “¿También hay españoles haciendo este trabajo?”, aventuro. “Nunca vi a ninguno”. Hay mucha gente joven, dice, “pero también algunos más adultos”. Pregunto si hay una organización detrás, si tiene que dejarle un porcentaje a alguien. No, ninguna organización. El disfraz es suyo, lo ha comprado online usado por 300 euros. Los nuevos pueden costar hasta 800. Se queda todo lo que gana. El problema es que no le alcanza, ya que depende “de la voluntad”, y sobre todo de si la policía municipal “le deja trabajar”. Te echan cuando lo deciden, comenta. Mientras dice esto, un coche policial desfila muy despacio delante de nosotros. Él se tensa, yo me callo, pero el coche sigue su camino.

“Oye, ¿te puedo preguntar por qué haces esto?”, añado antes de despedirme. La respuesta es lapidaria: “Mejor que robar o pedir”. “Pero habrás intentado encontrar trabajo de otra cosa...”, sugiero. “Claro que sí”, me contesta con esa voz cansada encubierta por el ruido del ventilador. “Pero no tengo papeles. Sin papeles no te dan trabajo. Y sin trabajo no te dan los papeles”. Ante esa verdad como una catedral, me quedo callada. Me he sentido incómoda todo el rato, hablando con un tipo al que no veo, mientras una chica se detiene mirando la escena con curiosidad. Al final, le doy las gracias a Enrique [nombre ficticio] con un nudo en la garganta, le pago por su tiempo y me voy.

Ahora llevo dos días dándole vueltas a las muchas contradicciones que esa conversación ha plantado en mi cabeza de persona blanca, europea, documentada, precaria, sí, pero por libre decisión. CONTRADICCIÓN Nº 1: La presencia de los muñecos y de otras figuras disfrazadas en Madrid favorece el turismo. Es pura “marca España” y no dudo de que muchos turistas se llevan a su casa, de la ciudad, el recuerdo del Guernica y de “ese robot que le encantaba al niño”, o de ese “panda tan mono” en el Parque del Retiro. Aun así, esa actividad es ilegal y perseguida por la policía. No prevé el pago de impuestos, pero tampoco computa como tiempo de trabajo para la solicitud de arraigo. En otras palabras: puedes haber estado tres años sudando bajo el sol, dándoles a las plazas madrileñas ese toque pintoresco que fascina a tantos extranjeros (los de pasta) y es exactamente igual que si no hubieras trabajado un solo día.

CONTRADICCIÓN Nº 2: Desde hace algunos años, por lo menos en Madrid, se ha vuelto casi imposible conseguir un trabajo en negro que permita a personas sin papeles sobrevivir mientras buscan regularizar su situación. Esto es positivo. Pero a la vez, hasta donde yo sé, no se han creado vías accesibles para que estas personas puedan trabajar de forma legal. Claro, hay migrantes latinoamericanos que pueden acogerse a ofertas de trabajo para perfiles hiperespecializados o con formación superior; los hay que vienen con permisos por estudio, emprendimiento, o reagrupación familiar. Pero para muchísimos más (¿la gran mayoría?) la única forma de regularizarse es aguantar de irregular tres años para luego intentar obtener el arraigo. Y mientras, ¿qué?

CONTRADICCIÓN Nº 3: Creo que la mayoría de los turistas encantados con los muñecos no se les acercarían ni se sacarían fotos con ellos de conocer la dureza y en algunos casos la miseria que se esconde detrás de su disfraz. Precisamente porque no la ven (¿no la quieren ver? ¿no la saben ver?), pueden disfrutar de esa diversión y dejar unas monedas, si es que siguen teniendo dinero en efectivo en sus bolsillos. Denunciar la real situación de los muñecos como lo estoy intentando hacer yo aquí, entonces, ¿no corre el peligro de convertirse en un arma en contra de ellos mismos? ¿de destapar la contradicción de la que, al fin y al cabo, (sobre)viven?

Qué lío, ¿no?

Y sin embargo merece la pena pensarlo, ¿no creéis? Pensarlo, figurárselo, sentirlo.

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