Opinión
El pesimismo es contrarrevolucionario

Muchas cosas no encajan en la épica de grandes victorias y derrotas: las redes ciudadanas, la defensa de derechos sociales y económicos o las múltiples estrategias de solidaridad que sostienen la vida cotidiana.
4 jul 2024 06:00

El pasado 28 de junio se cumplieron diez años de Municipalia, el encuentro municipalista que propuso formar la candidatura ciudadana que acabaría ganando el Ayuntamiento de Madrid en 2015. Este décimo aniversario no ha suscitado mucha atención ni activista ni mediática, entre las celebraciones del día del orgullo LGTBI+, el fallido golpe de estado en Bolivia, la amenaza del fascismo con representación parlamentaria, y la descarnada retransmisión en directo del genocidio en Gaza. 

La experiencia municipalista ha estado también ausente de los análisis de las elecciones europeas que señalaron, una vez más, la muerte del ciclo del 15M y la llamada política del cambio, y reclamaban una izquierda “más crítica”. Lamentablemente, a las puertas del verano menos caluroso del resto de nuestras vidas, y mientras desde posiciones ecologistas y feministas se señala la necesidad de producir visiones alternativas del mundo que sean deseables y factibles —llamémosles ecotopías, Plan C o, simplemente, Cómo Salir Vivas de Esto— este tipo de crítica demasiado a menudo prioriza la identificación de derrotas y los errores cometidos, dejando como autocomplacencia infantil la apreciación de lo que sí ha funcionado y la posibilidad de extraer aprendizajes operativos que permitan hacerlo mejor.

El despiece pormenorizado de lo que ha salido mal se inserta en la batalla por tener la razón, presuponiendo una inteligencia superior a la de aquellas que cometieron los errores identificados

Descartando que esa fijación por analizar el fracaso sea una estrategia contra-insurgente sacada del famoso manual de sabotaje de la CIA, se pueden avanzar dos hipótesis sobre su pertinencia. Hacia dentro, el despiece pormenorizado de lo que ha salido mal (y sobre todo, quién fue o es responsable de que salgan mal algunas cosas) se inserta en la batalla por tener la razón, presuponiendo una inteligencia superior a la de aquellas que cometieron los errores identificados. La crítica se separa y distancia de un proceso que está ya inerte, muerto, y se coloca alejada de las emociones, los deseos o las incertidumbres de los que, con su visión a ras del suelo, lo llevaron al fracaso. Hacia fuera, los análisis de la eterna derrota quizás pretenden hacer de su pesimismo una llamada a la rabia, agitar y enfadar como antesala de la sublevación. Sin embargo, más bien parecen atravesarnos los cuerpos con el slogan neoliberal de que “No Hay Alternativa”, y el colapsismo se cuela en nuestras vidas produciendo apatía e impotencia máximas. 

En las dos vertientes, el pesimismo que demuestra el inevitable fracaso de los procesos (a veces incluso antes de que hayan empezado) no produce nada nuevo, solo un lamento impotente por las ocasiones perdidas, el tiempo y las energías desperdiciadas. Su capacidad de afectar el presente o el futuro se neutraliza, y quienes en su día se interesaron por semejante proyecto político, o incluso formaron parte de él, se distancian. Disuélvanse, aquí no hay nada que ver.

Se ignora la potencia de modos de organización colectiva que se enfrentan al despojo con incierto éxito pero innegable valor

El problema es quizás el contrario. Que hay demasiadas cosas que ver pero no encajan en la épica de grandes victorias y derrotas: las redes ciudadanas que sostuvieron todo un país durante la pandemia, la defensa de derechos sociales y económicos desde instancias administrativas y legislativas, o las múltiples estrategias de solidaridad y colaboración que sostienen la vida cotidiana. Se ignora la potencia de modos de organización colectiva que se enfrentan al despojo con incierto éxito pero innegable valor, y la potencia de celebrar de cada batalla que nos enseñó el movimiento anti-desahucios.

Así, aunque el escenario político actual sea radicalmente distinto al 2014, considerar la experiencia municipalista como una oportunidad perdida supone una visión cortoplacista y estrecha. El municipalismo no era (no es) un proyecto político como sucursal local del estado-nación, sino que asumió el desafío radical de institucionalizar la democracia en torno a formas de auto-gobierno, re-apropiándose y cediendo parcelas de poder, a distintas escalas y en distintos espacios. Su despliegue se basa en la constatación de que los modos de gobierno y estructuras institucionales existentes no son capaces de hacer frente a procesos de explotación planetarios, y policrisis asociadas.

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Opinión Juntas, ¿por qué ahora?
Tenemos la certeza de que si no estamos organizadas, no puede haber transformación radical. Cualquier avance social que podamos imaginar tiene como base comunidades políticas con un fuerte tejido social organizado.

En una breve legislatura, se implementaron de manera efectiva políticas de redistribución y buen gobierno que fortalecieron los comunes urbanos, la ecología urbana y el derecho a la ciudad. Pensar que las elecciones de 2019 certificaron su defunción como hipótesis política, y que la respuesta sería recuperar la forma partido tradicional y la escala estatal supone no reconocer la complejidad de los desafíos a los que nos enfrentamos. Por el contrario, apostar porque los procesos se retroalimentan, que lo que pasa no despasa, y que las pequeñas (grandes) victorias escapan a la dicotomía éxito-fracaso, local-global, revolución-reformismo, forman un ecosistema con la mayor diversidad, resiliencia y capacidad de transformación, es de un optimismo revolucionario,

En los próximos diez años, la batalla de la crisis climática será, sobre todo, una batalla por la democracia. El éxito o el fracaso de los intentos por establecer este tipo de gestión no deberían ser el punto final, sino el comienzo de un nuevo proceso. Como en la famosa cita de Angela Davies: “Hay que actuar como si fuera posible transformar radicalmente el mundo. Y hay que hacerlo todo el tiempo”.

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